domingo, 7 de septiembre de 2008

Constituciones

De Bolivia, Ecuador y Venezuela, a México y Colombia: la suerte de las constituciones no es diferente al devenir del orden social en que están insertas.
Juan Diego García / Argenpress.info
Las constituciones en Latinoamérica han sido fruto de procesos muy diversos y casi siempre extraños al ideal liberal benévolo que las entiende como el resultado de pactos y convenios destinados a la convivencia de la comunidad, a la consecución del contrato social. En realidad estas constituciones han estado desde los comienzos de la vida republicana más inspiradas en la idea autoritaria que las asume como imposiciones, eso sí, en el entendido de que se trata del bien de la colectividad.
En la América Latina del siglo XIX hasta los teóricos clásicos del socialismo verían confirmadas sus ideas sobre el asunto al constatar cómo las Cartas Magnas fueron siempre fruto de la imposición de quien logró establecer su hegemonía, por lo común luego de cruentas guerras civiles o intervenciones extrajeras. La constitución, en tales condiciones, reflejaba intereses puramente elitistas por más que se engalanara con la retórica al uso, abundante en referencias a la libertad, la democracia, la igualdad y los valores cristianos.
No será muy distinto en el siglo XX. La constitución será de nuevo una imposición (no exenta de cruda e inevitable violencia) como resultado de las grandes revoluciones del nacional-desarrollismo, solo que ahora, un sector de la burguesía criolla encabeza victoriosa amplios movimientos populares (el más destacado, sin duda, la Revolución Mexicana) contra una minoría retardataria y extranjerizante. El nuevo marco jurídico será entonces nacionalista, promotor del desarrollo y heredero de las viejas banderas liberales del radicalismo laico del siglo anterior no menos que de evocaciones románticas de un socialismo igualmente decimonónico.
Pero la suerte de las constituciones no es diferente al devenir del orden social en que están insertas. De esta forma, durante el siglo XIX la retórica humanista y republicana (copiada de las constituciones europeas y del texto estadounidense) no pasó de las formulaciones felices que hacían las delicias de juristas y letrados. Y no podía ser de otra manera en sociedades marcadas por el latifundio, la esclavitud, las nuevas formas del colonialismo, el atraso cultural, el poder alienante de la Iglesia Católica y Estados raquíticos que se hacían y deshacían a calor de interminables guerras civiles o directamente por la intervención extranjera que redactaba e imponía los textos constitucionales (caso de la Enmienda Platt en Cuba, el sometimiento de Puerto Rico o las leyes promovidas por el ocupante gringo en Centroamérica).
Tampoco fue mejor el destino de las constituciones burguesas del llamado “desarrollismo” o “populismo” a pesar de tener un contenido social mucho más claro y una impronta nacionalista destacable. Todo el discurso en pro de un capitalismo nacional, con fuerte contenido social para hacer del concepto de ciudadanía algo más que un término hueco (como había sido hasta entonces) y convertir la democracia en otra cosa que elecciones regulares y amañadas, derechos civiles restringidos y la violencia como el método reiterado para “mantener el orden”, todo esto, encontró sus limitaciones en la debilidad del grupo burgués hegemónico que terminó pactando con los sectores retardatarios del agro, los especuladores de la banca y el comercio y sobre todo, claudicando frente a los nuevos amos de la región, los Estados Unidos.
No debe entonces extrañar que casi sin introducir cambios significativos esas constituciones hayan servido luego para instalar en la región las políticas neoliberales. Las mismas políticas del llamado “Consenso de Washington” que han provocado no solo la pobreza generalizada de las mayorías (y fantásticas ganancias a la elite y a las empresas multinacionales) sino un movimiento de rechazo social de grandes proporciones que ha permitido triunfos electorales a la izquierda en casi todos los países del área, lo mismo que el resurgir del nacionalismo, el impulso de políticas de corte social y hasta propuestas de un nuevo socialismo de perfiles aún poco precisos. Tres países son su mayor expresión: Venezuela, Bolivia y Ecuador.
No es entonces por azar que en esos tres países el debate sobre la constitución tenga tanta relevancia. En Venezuela rige ya una nueva Carta Magna que como en el populismo tradicional encarna amplias reivindicaciones populares, solo que en esta ocasión no es una fracción de la burguesía local la fuerza hegemónica sino una alianza de clases y grupos populares. Como ocurrió anteriormente, a este populismo de nuevo tipo se enfrenta la misma clase rancia y estéril de siempre, los defensores de privilegios groseros, los beneficiarios de la corrupción, los adalides del extranjerismo y la dependencia nacional, que son por contraste los defensores encendidos de un patriotismo de cartón piedra.
En Bolivia la derecha intenta por todos los medios, legales e ilegales, poner trabas al desarrollo del proceso constituyente y a estas alturas aún es incierta la realización del referendo que valide el nuevo marco legal. No es incierta sin embargo la decisión de los movimientos populares que acaban de dar en las urnas un fuerte respaldo a Morales y su gobierno y que a gritos piden que las autoridades impongan el orden, controlen a las bandas fascistas, pongan límites a la grosera intervención del embajador gringo en los asuntos internos del país y que se permita entonces a la ciudadanía expresarse a favor de una constitución nueva que asegura el disfrute de los ricos recursos naturales a toda la población y no a minorías locales, que reivindique la dignidad de los indígenas (más del 60% de la población), excluya la presencia de bases militares extranjeras y reordene los sistemas de toma de decisiones en favor de las mayorías sociales.
Muy semejantes son los aires que corren por Ecuador, presto a someter el texto de una nueva Carta Magna a la voluntad soberana del pueblo. Como en Venezuela y Bolivia, en Ecuador se han respetado escrupulosamente todos los trámites establecidos tanto para designar a los constituyentes como para asegurar que la población puede ejercer con libertad su derecho de expresarse en las urnas. En los tres casos los deudos resultan ser los mismos: los banqueros, los grandes comerciantes, los industriales ligados a la economía externa, los terratenientes y latifundistas y los llamados “sectores medios” de altos ingresos o vinculados como clientela a la burguesía criolla.
Pero no solo la izquierda cambia constituciones. En México, Felipe Calderón intenta desconocer la Constitución que establece claramente el carácter público de la explotación del petróleo e impide la presencia de intereses extranjeros. La repercusión social de la intentona gubernamental ha sido inmensa y Calderón ha tenido que ceder (temporalmente) ante el clamor ciudadano. No menos anticonstitucional es la intervención directa en México de personal de la DEA y otras agencias gringas que actúan impunemente en el país; un peligroso precedente que lleva a algunos a hablar de un proceso intencionado de “colombianización” del país.
Y como el colombiano Álvaro Uribe no podía ser menos, ha violentado reiteradamente la legalidad constitucional para satisfacer sus propósitos. Primero convocó un referendo para introducir cambios sustanciales en el texto constitucional pero fracasó estruendosamente (voto menos del 25% del censo electoral y fueron rechazadas todas las propuestas del gobierno). Luego consiguió cambiar la norma constitucional que prohibía la reelección comprando el voto de los dos senadores que le dieron el triunfo, un delito de enorme gravedad por el cual ya ha sido condenada una parlamentaria, el otro está siendo juzgado y hacen cola ante los jueces los funcionarios uribistas comprometidos en el “arreglo”. Ahora, el belicoso mandatario adelanta una reforma de la justicia para evitar que algún juez se le atraviese en el camino, y confía en una reforma política que blinde a su bancada parlamentaria seriamente comprometida en el proceso contra el paramilitarismo. Si lo consigue, el presidente colombiano espera entonces poder aspirar a un tercer mandato, si es que un milagro, en forma de avalancha popular e indignación ciudadana no lo impiden a tiempo.

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