sábado, 24 de abril de 2010

El extractivismo después de La Haya

  • Aunque el tema en debate entre Argentina y Uruguay es quién ganó con la sentencia de La Haya, el foco de la cuestión es otro.
  • Las principales beneficiadas son las multinacionales extractivistas que operan en toda la región.

Raúl Zibechi / LA JORNADA

(Fotografía: Planta de celulosa de Botnia, en la ciudad uruguaya de Fray Bentos, a los márgenes del río Uruguay / Telesur)

La sentencia de la Corte Internacional de Justicia de La Haya acaba de dictaminar que Uruguay violó el Tratado del río Uruguay al no comunicar a Argentina la instalación de la fábrica de celulosa de la firma finlandesa Botnia, en el cruce fronterizo, pero descarta la reclamación del gobierno de Cristina Fernández porque considera que no contamina ni causa perjuicios a las poblaciones ribereñas. Por ello no exige ni su reubicación ni su desmantelamiento, como piden los asambleístas de Gualeguaychú desde hace tres años. Aunque los gobiernos de ambas orillas han dicho que no hay ni vencidos ni vencedores, el tribunal avala de hecho a Uruguay, ya que la empresa seguirá adelante en tanto se confirma, una vez más, que la violación de un tratado internacional no acarrea sanciones.
Las deterioradas relaciones argentino-uruguayas experimentarán una sensible mejora, ya que ambos gobiernos se comprometieron a acatar la sentencia. Sin embargo, ese cambio se debe al empeño del presidente José Mujica, antes de resultar electo, al fijarse como objetivo de su gobierno la recomposición de las relaciones binacionales. El principal problema a resolver es el levantamiento del bloqueo que los ambientalistas argentinos mantienen sobre el puente internacional San Martín. El punto decisivo es cómo va a operar ahora un gobierno frágil como el de Fernández, ya que la represión a los piqueteros puede provocar una situación incontrolable capaz de desestabilizar a su gobierno.
Aunque el tema en debate, en ambos países, es quién ganó con la sentencia de La Haya, el foco de la cuestión es otro. Las principales beneficiadas son las multinacionales extractivistas que operan en toda la región; los monocultivos de eucaliptos y soya que se extienden a lo largo de millones de hectáreas, que usan y abusan de agrotóxicos, esquilman recursos y pagan muy bajos impuestos. La sentencia deja vía libre a estos emprendimientos: 20 millones de hectáreas plantadas con soya en Argentina, un millón de hectáreas de eucaliptos en Uruguay, decenas de emprendimientos mineros en toda la cordillera andina, avance del agronegocio sobre la Amazonia, todo en nombre del desarrollo y bajo el manto protector de la defensa del medio ambiente, ya que ahora hasta las peores multinacionales descubrieron el discurso políticamente correcto.
Los promotores de las nuevas fábricas de celulosa que se anuncian en Uruguay, además de la mina a cielo abierto para extraer mineral de hierro en el centro del país, pueden dormir tranquilos porque en adelante no habrá obstáculos sociales a la acumulación de capital. La minería paga impuestos ridículos de 2 y 3 por ciento, siendo uno de los sectores que mayores ganancias ostentan en el casino de la especulación global.
Ninguno de estos emprendimientos puede considerarse inversiones: amortizan los desembolsos iniciales en pocos años, toda la producción se exporta sin industrializar y no fomentan el desarrollo endógeno. Pero todos los gobiernos de la región se han rendido al extractivismo, aun los de Rafael Correa y Evo Morales, con la peregrina tesis del desarrollo que se reduce en crecimiento del PIB.
En Brasil, el mismo día que se leía la sentencia por Botnia (ahora travestida con el nombre UPM) en La Haya, el gobierno de Lula adjudicó las obras de la usina hidroeléctrica de Belo Monte, sobre el río Xingú, en el estado de Pará. Será la tercera mayor del mundo, luego de la de Tres Gargantas, en China, y de Itaipú, en la frontera entre Brasil y Paraguay, con una capacidad de 11.233 megavatios. El faraónico emprendimiento costará 11 mil millones de dólares, inundará 50 mil hectáreas de selva donde viven 50 mil indios, campesinos y pescadores de 19 aldeas. Comenzará a funcionar en 2015 y, según el gobierno, resolverá los problemas de energía de un país que se postula como la quinta potencia global para esta década.
A la hora de defender su proyecto, el gobierno de Lula estimó que Belo Monte generará energía a casi la mitad del precio que una usina termoeléctrica y que dará empleo a 18 mil personas. El consorcio vencedor está integrado por una subsidiaria de la estatal Eletrobras y ocho empresas privadas, que se beneficiarán del descuento de 75 por ciento en el impuesto a la renta durante los 10 primeros años de operación y será financiada en 80 por ciento por el estatal BNDES, con plazos de hasta 30 años.
Lo más destacable es que la usina viene siendo rechazada por los movimientos desde hace más de 20 años. El primer proyecto es de la década de 1970, durante la dictadura militar. Las protestas de indígenas, ambientalistas y de la Iglesia forzaron la remodelación del proyecto original, en 1994, para disminuir las áreas a ser inundadas. La justicia de Pará intentó dos veces frenar la adjudicación y se produjeron múltiples protestas de todo el arco de movimientos sociales en todo el país. Sin embargo, Lula se mostró inflexible. Desarrollo, crecimiento, son palabras mágicas capaces de abrir los cofres de las financieras para dar impulso a obras y empresas que están dispuestas a pasar por encima de argumentos y pueblos.
El extractivismo o apropiación de los bienes comunes, la nueva fase del neoliberalismo ahora bajo comando de gobiernos progresistas, es para los pueblos originarios una forma novedosa de saqueo colonial. Sorprende el discurso oficial, porque revela creencias profundas: podría argumentarse que la extracción es el paso previo necesario, en la medida que puede aportar recursos para inversiones, para promover el desarrollo, que no puede, sino pasar por la industrialización. Pero se opta por defender el extractivismo con el argumento de las inversiones y el empleo, confundiendo el crecimiento del producto interno bruto con desarrollo. Aun cuando éste último sea cuestionable, suponer que el aumento del PIB es el camino para revertir la pobreza, implica demasiadas concesiones al simplismo y al discurso hegemónico.

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