sábado, 28 de agosto de 2010

A propósito de la desigualdad en Latinoamérica....

Las causas de raíz de la desigualdad que el Informe del PNUD identifica no radican ni en la corrupción, ni en las deficiencias institucionales, ni en los métodos pseudo-democráticos de nuestros sistemas, sino más bien en las rígidas estructuras de clase que se benefician de estas incongruencias y las atizan sistemáticamente.
Carlos Velásquez Carrillo / ContraPunto (El Salvador)
(Ilustración de Pedro Méndez Suárez)
Hace poco más de un mes el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó el primer Informe Regional sobre Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe, y el diagnóstico resultó mucho más que desalentador. El Informe confirmó categóricamente lo que ha sido el fantasma histórico que agobia al continente: es la desigualdad, y no precisamente la creación de riqueza, lo que impide el desarrollo integral, la mejoría del nivel de vida, y la ampliación de las libertades.
En síntesis, el Informe nos dice lo siguiente: primero, que Latinoamérica y El Caribe es la región más desigual del mundo, con un coeficiente Gini mayor en un 65% comparado a los países industrializados, 36% más elevado que el de los países del sudeste asiático, y un 18% más alto que el de la empobrecida África subsahariana ; segundo, que 10 de los 15 países más desiguales del mundo se encuentran en la región; y tercero, que al final de cuentas las que sufren desproporcionadamente los estragos de la desigualdad son mujeres indígenas y afro-descendientes de escasos recursos.
En términos más generales, y si nos basamos en el estado actual de la desigualdad, el Informe también confirma el rotundo fracaso del modelo neoliberal con el cual la región viene experimentando por más de tres décadas. El agraviante no es simplemente que la concentración de la riqueza se exacerbó vertiginosamente, sino más bien que para producir varios cientos de miles de nuevos millonarios se tuvo que condenar permanentemente a la pobreza a cientos de millones de personas.
Pero es precisamente en este ámbito del análisis crítico donde nuestros colegas del PNUD se quedan a mitad del camino. Obviamente que no es viable para una organización gubernamental multilateral el plantear un análisis más profundo sobre la causas verdaderas de la desigualdad, simplemente porque los gobiernos que la patrocinan vetarían tal insolencia, pero la timidez con la cual se trata el tema, más allá de la importantes estadísticas que el Informe proporciona, no deja de mostrar una complicidad implícita con el poder.
En este sentido, el tratamiento que el Informe le otorga a la compleja dinámica de la desigualdad se basa en los preceptos liberales de siempre: la corrupción impide la gestión del aparato institucional lo que a su vez lleva a una parálisis en la relación “agente-principal”; hay una “debilidad en la cadena de delegación democrática” sustentada en viejos clientelismos y patrimonialismos que tienen capturado al estado; la representación democrática no corresponde a las aspiraciones de la ciudadanía; los intereses de “minorías políticas y económicas” afectan al libre mercado y dañan la eficiencia de la producción y la distribución; hay que optimizar el capital humano y trabajar para garantizar un crecimiento con distribución, etc.
Muy pocos estarían en desacuerdo con este análisis y las recomendaciones que lo acompañan. Pero aquí hay un tema de fondo que no recibe mayor atención: la estructura de poder que se consolidó en la región durante la implementación del neoliberalismo y que hace uso de la corrupción, de las deficiencias institucionales, de la falta de democracia y de la tergiversación del libre mercado, entre otras tácticas, para reforzar su condición de privilegio y riqueza desproporcionada.
Y cuando me refiero a la “estructura de poder” me refiero a la restructuración del dominio de clase que se ha venido fraguando en la región en las últimas décadas, cimentada en la economía política neoliberal que nos vendió que el mercado es bueno y el estado es malo, que el bienestar individual es mejor que el colectivo, que los inteligentes sólo necesitan “igualdad de oportunidades” para triunfar frente a los holgazanes, y que el crecimiento económico es más importante que el desarrollo integral. Al final, esta estructura de poder clasista se edificó sobre un concepto relativamente simple: los ricos son más ricos y los pobres son más pobres.
Las causas de raíz de la desigualdad que el Informe del PNUD identifica no radican ni en la corrupción, ni en las deficiencias institucionales, ni en los métodos pseudo-democráticos de nuestros sistemas, sino más bien en las rígidas estructuras de clase que se benefician de estas incongruencias y las atizan sistemáticamente. ¿Qué pasaría si las instituciones comienzan a funcionar y el estado empieza a responder a todos los ciudadanos, o si los sistemas educativos se proponen producir ciudadanos con cabeza pensante y crítica en vez de trabajadores sumisos y disciplinados, o si la democracia sale de su letargo y empieza a proyectarse como un sistema que promueve la realización integral del ser humano más allá del voto periódico? Sin duda, los dueños del poder tendrían mucho que decir al respecto.
En este contexto, y sin ánimo de descalificar la importante información que el PNUD saca a la luz, me parece que son los síntomas de la enfermedad los que se identifican como las causas del problema. Asimismo, hay ciertas inconsistencias con algunos argumentos: se habla de crecimiento con distribución, pero ¿acaso no se necesita al estado para redistribuir la riqueza, tomando en cuenta que es la única fórmula que ha funcionado en la historia, como lo demuestran los países industrializados y los países del sudeste asiático? Pero en Latinoamérica y el Caribe, las clases dominantes relacionan un rol más amplio del estado con las huestes de un comunismo que nunca se acaba de morir.
Para los bloques de poder el estado debe funcionar en aras de garantizar privilegios concretos, no para garantizar “crecimiento con distribución”. En El Salvador, lo sabemos en carne propia. Los cuatros gobiernos de ARENA se dieron a la tarea de transferir de forma sistemática a las manos de la nueva oligarquía financiera todos los sectores estratégicos de la economía mediante las privatizaciones, la liberalización del estado, la reforma tributaria, la dolarización y el libre comercio. No es de sorprenderse que para el 2006, y antes de que los bancos se vendieran al capital transnacional, el capital de alrededor de 260 empresas, pertenecientes a ocho grupos empresariales hegemónicos, totalizara dos mil millones de dólares más que todo el producto interno bruto nacional, seis veces más que el presupuesto nacional, más del doble de la deuda externa, y el equivalente a seis años de entradas de remesas familiares.
Para reiterar, esta situación no es el resultado de las deficiencias institucionales del estado salvadoreño ni de los supuestamente frágiles valores democráticos de los salvadoreños. Esta situación es el resultado de un plan ideológico que promueve un proyecto de dominio de clase que se sustenta mediante la consolidación de una estructura de poder basada en los privilegios y la desigualdad estructural. Los problemas institucionales son solamente accesorios instrumentales de este mal de raíz, y los grupos de poder los perpetúan por interés propio. Es decir, si nos ponemos a querer solucionarlos sin desmantelar los pilares del privilegio, es como querer aliviar un cáncer tratando sus síntomas y no las células matrices que lo generan y alimentan.
Otro aspecto que es importante resaltar es el de la desigualdad y las libertades. Los gurús neoliberales nos dijeron que estos valores son incompatibles ya que cuando se prioriza la igualdad usualmente se sacrifica la libertad. Pero aquí nos encontramos con un asunto de definiciones. Si la libertad se concibe como la “ausencia de coacción” externa a los deseos del individuo (lo que Isaiah Berlin denominó Libertad Negativa), entonces la idea de “crecimiento con distribución” es una utopía.
Pero si nuestra definición de libertad es más exigente, entonces la libertad debe ser concebida en su dimensión positiva, es decir, que el ser humano esté posicionado y dotado de los instrumentos necesarios para hacer lo que se propone. “Ser libre para algo” no es sólo un pronunciamiento para poder elegir, sino más bien para tener las posibilidades de conseguir lo que se elige. Esto requiere invariablemente un rol importante del estado y la reducción sistemática de las desigualdades que a su vez son el resultado de la forma en la cual el poder, en todas sus dimensiones, es distribuido y practicado en la sociedad.
En resumen, lo que es esencial no es necesariamente el análisis de la desigualdad en todas sus facetas, lo cual el PNUD nos invita a hacer, sino que identificar sus causas fundamentales como prerrequisito imperativo para empezar a resolverla. En Latinoamérica esta tarea precisa el análisis crítico de la estructura de poder reinante, la cual no sólo involucra el dominio de clases como núcleo generador de desigualdades sino que también se esparce a los ámbitos de género, raza, y territorialidad, entre otros.

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