viernes, 9 de septiembre de 2011

Crisis del sistema y de la cultura políticos: Crear, reprimir o desvanecer oportunidades

La maduración ideológica de los comportamientos contestatarios, al formar y proponer nuevas visiones colectivas y modos de participación y cooperación ‑‑orientados a compartir unos objetivos comunes y su correspondiente escala de valores‑‑, es la que podrá aglutinar a una creciente masa de inconformes dentro de un nuevo proyecto sociocultural, ya no apenas hostil sino alternativo de la cultura establecida.

Nils Castro / Especial para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Panamá

Al igual que sus demás congéneres, también los sistemas políticos terminan por anquilosarse y, eventualmente, solo en determinadas circunstancias se pueden recuperar. Sistemas que en su época viabilizaron el regular mantenimiento y reproducción de la gobernabilidad, después sufren procesos de agotamiento y pierden esa aptitud. La sociedad deja de confiar en que el sistema político vigente aún ofrece la expectativa de resolverle sus problemas; se inquieta, prueba salidas extra sistémicas y crea formas de expresar su inconformidad. Y si el sistema no se renueva, al cabo hay sectores sociales que se hartan y salen a “patear el tablero”.

No estamos hablando de un fenómeno local ni excepcional. En julio de 2011, ante la crisis latente en el gobierno japonés, el profesor Tetsudo Kato, de la Universidad de Waseda, observó: “La política japonesa está en descomposición”[1]. Al otro lado del mundo el día siguiente Rolando Araya, ex secretario general del partido gobernante, advirtió: "El sistema político de Costa Rica ya no da para más" y está dejando de asegurar la gobernabilidad[2]. Poco antes, el mismo fenómeno había saltado a la vista a lo largo del norte de África, donde puso en crisis a gran parte de los regímenes de esa región. Y no mucho después estremeció a España, Inglaterra e Israel. Así pues, en todo el mundo se cuecen habas.

Se agota y se traba

En América Latina acontecimientos de similar naturaleza se reiteraron durante los pasados dos lustros en varios países, llevaron a defenestrar gobiernos, remplazaron regímenes… y siguen incubándose. Acostumbramos explicarlos recordando que la injusticia social, la pésima distribución de la riqueza, la marginación y el abuso no se pueden prolongar indefinidamente. Además, el hecho cierto de que el tsunami neoliberal exacerbó esos males, lo que agravó el malestar y la inconformidad de la gente.

Sin embargo, en la Córdoba de 1918, en el mayo francés del 68 o en las protestas de los “pingüinos” chilenos del 2011 ese fenómeno no estalló entre las filas proletarias, sino en la clase media (des)esperanzada en cambiar su entorno. Por consiguiente, hay algo más que añadirle a esa explicación.

Para explicarlo mejor, por el momento prefiero detenerme en un aspecto particular y menos mencionado de estos fenómenos: el relativo a la gradual corrosión y la inhabilitación del sistema político y de las reacciones que ella genera, así como a su posible renovación o remplazo.

Pero antes es indispensable recordar que ninguna sociedad es homogénea. En cada una actúan clases, grupos y corrientes que sostienen complejas cooperaciones y contradicciones, que incluyen variadas relaciones de dominación y hegemonía que, llegado el momento, tanto pueden volverse conflictivas e insostenibles, como pueden reconstruirse. Actuando de conformidad con sus respectivas necesidades, concepciones y propuestas, estos actores sociales protagonizarán una u otra de las alternativas que a partir de ese momento van a emerger.

Desde luego, no digo que con ello en cada caso necesariamente ocurrirá ‑‑o se intentará‑‑ una revolución social, sino algo bastante más común: habrá una modificación o remplazo del sistema político vigente, cosa que puede ser, o no ser, parte de un proceso de envergadura revolucionaria. De hecho, un cambio del sistema también puede ser implementado para evitar que esa opción llegue a darse.

Para los efectos del tema en cuestión, por sistema político no solo me refiero al repertorio específico de los partidos, instituciones y normas políticas reinantes en un país, con los procedimientos que allí se practican para disputarse o conservar el gobierno, sino también al conjunto mayor ‑‑más complejo‑‑ donde además intervienen otros participantes: grupos empresariales, agrupaciones populares, movimientos cívicos y organizaciones gremiales y comunitarias, medios de comunicación, iglesias, etc., que igualmente entran a arrimar la brasa hacia sus propias sardinas y que, al hacerlo, se jalonean el juego entre ellas y se marcan políticamente tanto cada quien a sí mismo como a los otros. De coyuntura en coyuntura, eso lleva al sistema político a cambiar y, finalmente, también a extenuarse.

Esta última posibilidad no solo implica que el sistema, en su afán de perpetuarse no asimila variaciones socioculturales, se repite, se degrada y pierde eficacia para cumplir sus funciones. Lo que asimismo implica que se envilecen sus componentes más característicos, como los partidos y las prácticas políticas generalmente admitidas. Eso corroe los consensos y la confianza sociales indispensables para mantener una gobernabilidad que funcione sin excesivas tiranteces ni degradar la cohesión del conjunto.

A partir de cierto punto, tal desgaste del sistema político y de sus componentes incitará a una parte relevante de la población a salir ya no a cuestionarlo, sino a desafiarlo. Así fue en la Caracas de 1989 o en el Londres del 2011. Si para entonces ya han madurado las condiciones e ideas suficientes para ensayar un sistema político alterno, una solución creativa podrá cuajar, si es que existe un bloque social de grupos y propuestas lo bastante fortalecido para sostener y defender esa opción.

Mas si esa madurez no ha cuajado, de momento solo quedarán los desmanes, la represión y las salidas gatopardistas a las que se apele para calmar temporalmente las aguas. El sistema previo podrá ser restaurado mediante los reajustes que hagan falta para reanudar la gobernabilidad. Esto podrá acometerse con rudeza y luego hacerle afinamientos más o menos sustantivos o apenas retóricos que basten para salir del percance. Pero asimismo a cualquier desenlace retrógrado lo deberá sostener determinado bloque de grupos sociales y sus argumentos, ya sea los preexistentes o alguna versión reactualizada.

Se liberan o reprimen opciones

No obstante, en cualquier caso la quiebra del sistema libera fuerzas sociopolíticas que hasta entonces éste no solo regulaba, sino que mantenía acalladas y subdesarrolladas en su interior. Al desatarse, esas fuerzas pueden ser encauzadas a realizar determinadas expectativas u objetivos, o apenas a repudiar o desbaratar el sistema que las refrenaba (como fue el caso del “¡que se vayan todos!” argentino del 2001).

Y, si de uno y el otro lado falta el debido peso político para restablecer el orden previo, o para estructurar al otro que venga a remplazarlo, podrá sobrevenir el caos, hasta que alguien ‑‑de casa o de afuera‑‑ entre a imponer otra forma de dominación, como sucedió en Haití tras la crisis y el secuestro de Aristide.

La diferencia está en que las fuerzas que se liberan tengan motivos para confiar en el liderazgo y en el proyecto que puede orientarlas en determinado sentido, o que ese liderazgo pueda desarrollarse a tiempo sobre el curso de los acontecimientos, y prevalecer en la competencia con los demás liderazgos y propuestas. La ruptura libera distintas opciones de posibles cursos a seguir. Logar la confianza, convocatoria, liderazgo y capacidad para imprimirle cierto sentido a ese curso dependerá tanto de la fiabilidad y atractivo de las propuestas ‑‑y de la capacidad para comunicarlas‑‑ como de la efectividad de los recursos disponibles, esto es, de su poderío y de la habilidad para dirigir su aprovechamiento.

La historia está llena de ejemplos ilustrativos, cada uno de ellos bastante más rico y complejo que cualquier esquema teórico o ilustrativo. En nuestras tradiciones ‑‑en la regional y en la académica‑‑, vale empezar recordando dos clásicos: uno el que se inició en el México de 1910, cuando la reiteración de los métodos cacicales para reelegir al general Porfirio Díaz le colmó la copa a un sistema político que ya estaba excesivamente gastado y, en un abrir y cerrar de ojos, desató la Revolución. Las fuerzas sociales y culturales que esto desencadenó debieron contender por más de 10 años e inmolar un millón de personas para que una de las alternativas puestas en movimiento lograse prevalecer, misma que aún tuvo que decantarse durante varios sexenios más.

Como igualmente recordar lo que en 1905 y en 1917 se destrabó en Rusia. La represión ya no fue suficiente para que el sistema zarista mantuviera el orden y, luego de 1917 ‑‑generalizada la violencia‑‑ el régimen soviético necesitó diez años para superar la vorágine de la guerra civil y restablecer una gobernabilidad sobre aquel enorme conglomerado humano y geográfico. Pero ya no lo hizo en las condiciones democrático‑revolucionarias a las que originalmente se aspiró, sino bajo el acoso de las grandes potencias y a través del acelerado proceso que suprimió una serie de grupos y opciones: constitucionalistas, republicanos, liberales, populistas, anarquistas, socialdemócratas, socialistas de diversas concepciones ‑‑incluyendo la flor y nata del liderazgo bolchevique‑‑, hasta instaurar finalmente otro autoritarismo y otra congelación.

En ambos ejemplos, el derrumbe del sistema político inició un proceso que, adicionalmente, conllevó una revolución. Sin embargo, no faltan ejemplos del extremo opuesto. La crisis política y cultural italiana de inicios de los años 20 se resolvió a través de una “contrarrevolución preventiva”, cuando el fascismo se adelantó a la previsible emersión de un gobierno socialista. Diez años más tarde, bajo la Gran Depresión, la crisis económica y política alemana dio lugar a la entronización del régimen nazi, como contragolpe a la posibilidad de que las izquierdas tomaran el gobierno del país. En los dos casos, la ruptura del sistema político no vino a liberar fuerzas sino a estrangularlas, así que inmediatamente después tanto los comunistas como los socialistas y los demócratas liberales fueron brutalmente barridos de la escena política en ambos países.

Mutatis mutandi, un desenlace de ese género sucedería posteriormente en nuestra América. Cuando el ascenso del nacionalismo populista o reformista de los años 60 pareció amenazar al statu quo oligárquico y la hegemonía anticomunista estadunidense, en América del Sur tanto los privilegiados civiles como los emisarios norteamericanos fueron a tocarle la puerta a los generales, para encargarles la oleada de dictaduras de seguridad nacional que igualmente se dieron a la tarea de exterminar a las izquierdas, es decir, a los animadores de cualquier cambio progresista.

Oportunidad: se toma o se desvanece

En América Latina ‑‑con las respectivas particularidades del lugar y la época‑‑ no han faltado ejemplos. Vale recordar dos para precisar cierto aspecto de la cuestión:

Cuando la resistencia urbana y el avance de las columnas guerrilleras pusieron en fuga al dictador Fulgencio Batista y sus cómplices, en enero de 1959, el sistema instaurado por la tiranía voló en pedazos. Se abrieron distintas alternativas ‑‑algunas muy enraizadas en la cultura política tradicional‑‑ que se afanaron en restaurar una versión mejorada del orden republicano anterior a la dictadura. Sin embargo, prevaleció la opción del sector más progresista del Movimiento 26 de Julio, no solo por la confianza popular en su liderazgo y la atrayente claridad de su proyecto ‑‑el expresado en La historia me absolverá‑‑, sino también porque ese sector mantuvo el mando del Ejército Rebelde, que había desarmado al ejército tradicional y ocupó las ciudades.

Por lo contrario, cuando en el año anterior la insurrección urbana derribó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, la falta de una propuesta y una estructura política comunes a los sectores progresistas (aparte de la ausencia de una fuerza armada identificada con esos sectores) facilitaron que los grupos políticos tradicionales recuperaran el control del gobierno y reformaran el sistema político a la medida de sus propios intereses. Eso les permitió retrotraer al país a la situación previa a la dictadura, con lo cual en los siguientes lustros los gobiernos y los principales partidos venezolanos derivarían hacia el clientelismo político y el “cogollismo”, hasta que el sistema volvió a anquilosarse y con el tiempo acumuló el repudio popular que finalmente culminaría en el chavismo.

No obstante, la historia también nos ha deparado otro género de opción: la que puede establecerse cuando se da determinado equilibrio entre fuerzas hostiles que hace posible acoplar una situación implícitamente pactada. Esto fue lo que, en El 18 brumario de Luis Bonaparte, Carlos Marx llamó “bonapartismo”, refiriéndose a la coyuntura en la cual Napoleón III ‑‑el Pequeño‑‑ logró el respaldo temporal de dos sectores contrapuestos ‑‑una parte de la burguesía y otra del movimiento obrero‑‑, que por motivos diferentes coincidieron en secundar ese gobierno aunque se confrontaran en los demás asuntos. Dicho soporte dual le permitió a Luis Bonaparte actuar con cierta autonomía respecto a los dirigentes de ambos grupos, y contrapesarlos entre sí para imponer medidas y aventuras que de otro modo la oposición hubiera podido bloquear.

Ello ocurrió en contexto europeo y cerca de un siglo antes de las experiencias populares y nacionalistas de Getulio Vargas y de Juan Domingo Perón, quienes en sus respectivas circunstancias dispusieron del apoyo tanto de la burguesía industrial como del sindicalismo obrero[3]. Esto les sirvió por varios años para ejercer sobre ambos sectores, y sobre su entorno sociopolítico, un liderazgo mesiánico capaz de implantar reformas que de otro modo hubieran sido imposibles. Pero solo hasta el día en que, a similitud de lo ocurrido con Napoleón III, la burguesía les retiró ese respaldo y los dejó desplomarse sin que antes Vargas ni Perón hubieran permitido que el respectivo movimiento popular constituyera una organización política independiente que pudiera confluir con las izquierdas.

Desempeñaron liderazgos personales, donde el papel del jefe del movimiento mantuvo y retuvo, sin posible remplazo, la función aglutinadora y dirigente. Dejar que ese movimiento produjera su propia estructura política hubiera implicado perder el control y los frenos que ellos ejercían sobre el mismo. Vargas y Perón (así como el movimientismo boliviano de 1952) prefirieron caer antes que concederles esa emancipación estratégica, previendo que ella los desbordaría. Lo que al cabo contribuyó al desenlace opuesto, el contrarrevolucionario.

Años después, una omisión similar dio al traste con los movimientos nacional‑revolucionarios encabezados en Perú por Juan Velasco Alvarado y por Omar Torrijos en Panamá cuando, fallecido el líder, sus respectivos sucesores militares convirtieron ambos procesos en meros regímenes de fuerza, cuya base social y coherencia política enseguida se resquebrajó.[4]

Lo piensas tú u otro lo hace por ti

Como en los demás procesos históricos, esos acontecimientos y su diversidad de posibles cursos de acción no solo se desenvuelven a partir de los motivos materiales y clases sociales que les dieron cuerpo y posibilidades. También lo hacen conforme a los modos de sentir, interpretar y pensar esos motivos, de los grupos y personas involucrados, y de sus propuestas. Por consiguiente, en todo ese horizonte de alternativas y en la contingencia de elegir entre ellas interviene una rica pluralidad de opciones político‑culturales, cohesionadas por las visiones ideológicas de sus respectivos actores colectivos y sus dirigentes.

Sin embargo, del pensamiento y la discusión sobre la experiencia, necesidades y expectativas de la misma clase o grupo social pueden derivarse no una, sino distintas corrientes ideológicas. Lo más importante no será su unicidad o diversidad, ni el origen social de cada ideólogo, sino la eficacia con que esas propuestas teóricas permitan explicar estas experiencias y sustentar esas aspiraciones conforme a los intereses que incitan a la respectiva clase o grupo. Como, asimismo, su utilidad para crear argumentos propios frente a los alegatos de las demás clases y grupos a lo largo de sus enfrentamientos.

No obstante, antes de adentrarnos en el examen de lo que esas corrientes puedan postular, es importante discernir entre los clichés o presupuestos de la cultura política ya establecida, y las nuevas reacciones y disidencias que resultan del agotamiento del viejo sistema político, ante las nuevas vicisitudes y demandas sociales. En otras palabras, las nuevas percepciones y propuestas tienen que abrirse camino en el ámbito de la cultura previamente arraigada, bregando con ella, negando algunas de sus expresiones y apropiándose de otras.[5]

Por consiguiente, antes de examinar las elaboraciones intelectuales más sofisticadas, es preciso observar cómo las nuevas demandas y ofertas ideológicas logran hacerse lugar a contrapelo del llamado “sentido común”. Esto es, de las costumbres y rutinas sociales y mentales que ‑‑por su amplia cobertura y arraigo‑‑ habitualmente le dan ubicación y forma a las opiniones y actividades políticas que aún prevalecen en el sistema.

La prolongada dominación ejercida y justificada por determinado grupo o bloque social al cabo impregna a la mayor parte del conglomerado social con un conjunto de modos de ver y escoger, de actuar y valorar ‑‑es decir, de una cultura política‑‑ que sus miembros a la postre cumplen “espontáneamente”, sin preguntarse quiénes le sembraron esos modos de actuar y pensar, ni a quiénes beneficia su acostumbrado acatamiento.

Como bien observó Antonio Gramsci, cuando el grupo dominante ha mantenido su influencia sobre la mayor parte del conjunto social hasta hacer que las demás clases y grupos interioricen sus efectos y los practiquen como si fueran sus propios patrones de conducta, ya deja de hacer falta que esa élite tenga que apelar a la coerción o la fuerza para vencer resistencias y “aconductar” disidencias... Al menos mientras el respectivo sistema político‑cultural todavía funcione.

Esa perversión alcanza su apogeo cuando los demás miembros de la sociedad no solo acatan sus pautas, sino que las inculcan a sus respectivos dependientes y sucesores como el “sentido común” de su propias existencias. Cuando esto sucede, dicha élite ya no es solo dominante sino hegemónica: los explotados y sometidos no solo acatan “naturalmente” las reglas de juego históricamente implantadas como sus propias convicciones y hábitos, sino que al vivir conforme a tal sentido común, se uncen y reproducen por sí mismos el yugo que los domestica.

Esta es la cara subjetiva de la dominación, cuyas cadenas psicológicas pesan y agravian menos que los grilletes y las represiones materiales, pero son capaces de someter y paralizar de antemano, y generalmente son más difíciles de reconocer y remover.

Para instaurar y arraigar esa sumisión, el grupo dominante no solo dispone de su autoridad social y política, sino del control de los mecanismos de transmisión de valores y pre‑juicios culturales y morales: los modelos y clichés de comportamiento (mental y social) inducidos por las instituciones civiles y eclesiásticas, el sistema educativo, los medios de comunicación más influyentes, etc. En las sociedades contemporáneas, en particular, los medios periodísticos y recreativos no solo informan o desinforman sobre lo que sucede, sino que resaltan o ningunean los temas que cabe percibir y mencionar, esto es, implantan la mayor parte de la agenda mental, emocional y valorativa de jóvenes y adultos, y así el correspondiente sentido común.

En ese contexto, los medios constituyen uno de los instrumentos más poderosos de conformación y manipulación de la cultura política dominante y, a través suyo, de la entronización y operación del sistema político establecido. No apenas por las interpretaciones que viertan a favor o en contra de determinados acontecimientos o ideas, sino por el destaque o la anonimia que su política editorial decida asignarles.

Pero no hay hegemonía total

Aun así, ninguna hegemonía es absoluta. Aunque cada élite dominante se empeñe permanentemente en lograrlo, la heterogeneidad social y la emersión de acontecimientos una y otra vez generan disyuntivas y contrapropuestas, obligando a renovar ese esfuerzo, sin que este objetivo pueda quedar total ni duraderamente logrado. En la pluralidad de los nichos y comportamientos sociales repetidamente brotan otras visiones y valoraciones, que desafían al “pensamiento único” que la dominación quisiera establecer a despecho de la diversidad de las experiencias y afanes de los distintos grupos y vicisitudes sociales.

En otras palabras, la hegemonía es un proceso que nunca puede darse como cumplido, sino como un interés obligado a incesantes reactualizaciones. Eso la obliga a un reiterado secuestro y “domesticación” de las expresiones y temas rebeldes que brotan desde los distintos nichos sociales, los que los instrumentos de dominación enseguida buscan atraer y subordinar a su propio campo comunicativo y cultural. Por ejemplo, las imágenes, cantos, bromas y grafitis expresivos del desacato social ‑‑como el retrato del Ché, el gesto manual de “venceremos” o las mejores canciones de protesta‑‑ que la publicidad y los medios se toman y frivolizan como elementos de moda, vaciándolos de sentido contestatario.[6]

Esfuerzo inagotable, puesto que las creaciones expresivas del malestar y la progresiva indocilidad de los inconformes no por ello deja de emerger cuando sus causas continúan produciéndolas.

Durante largo tiempo se confirma la observación de Vladimir Lenin ‑‑que Gramsci reitera‑‑, de que en tales condiciones la cultura de la clase dominante tiene las ventajas y el atractivo de un sistema maduro y sofisticado, mientras que las manifestaciones culturales de la mayoría popular apenas son un tropel de elementos desarticulados y hasta contradictorios, que se acumulen desordenadamente.

Sin embargo, las vicisitudes y aprendizajes de los sectores populares más fogueados gradualmente dan pie a la elaboración ideológica de sus experiencias, que selecciona y articula sus propias formas de apreciar, pensar y desear. Es decir, que sistematiza su núcleo cultural, alrededor del cual puede organizar sus demás percepciones, interpretaciones y expectativas: va estructurando sus propias opciones culturales, esto es, su contracultura.

La cual, a su vez, progresará al tomarse los mejores conocimientos y valores de la cultura dominante, y les dará nueva vida al revalorizarlos y alinearlos según sus intereses como fuerza social, contrarios a la dominación existente y promotores de otros modos de organización y comportamiento colectivos. Por ejemplo, como sucede al rescatar e reinterpretar personajes y episodios históricos que la clase dominante había ignorado o adocenado, pero que los inconformes revalorizan como emblemáticos de sus críticas y aspiraciones.

Este no es para nada un proceso lineal ni sencillo. A lo largo de sus resistencias y luchas reivindicativas, y de la decantación de sus propias necesidades y expectativas, los sectores populares toman distancia crítica ante los valores y dogmas que antes se les impusieron, depuran, completan y jerarquizan sus respectivas convicciones y modelos de convivencia y comportamiento, aprenden o crean otros conocimientos, integran su propia cultura política, y reoxigenan a su cultura general.

De elementos sueltos se pasa a un sistema rudimentario, y de uno rudimentario a otro cada vez más enriquecido y sistematizado. Pero esto demanda un agente dinamizador que le imprima determinada orientación. La dinámica de ese proceso empieza por el trabajo ideológico que, progresivamente, reclama valorizar, expurgar, completar y sistematizar las demás expresiones de una cultura distinta de aquella que la dominación históricamente había implantado.

En ausencia de ese procesamiento ideológico, las reacciones contraculturales pueden no ser más que un desordenado repertorio de manifestaciones contestatarias que confrontan las reglas y valores de la cultura dominante, sin aportar todavía una nueva propuesta coherente y enriquecible. A ese nivel los brotes contraculturales todavía admiten y hasta exaltan comportamientos “antisociales”, plagados de expresiones y actitudes individualistas, insolidarias o agraviantes, como las conductas de auto marginación y las acciones vandálicas o delictivas.

La maduración ideológica de los comportamientos contestatarios, al formar y proponer nuevas visiones colectivas y modos de participación y cooperación ‑‑orientados a compartir unos objetivos comunes y su correspondiente escala de valores‑‑, es la que podrá aglutinar a una creciente masa de inconformes dentro de un nuevo proyecto sociocultural, ya no apenas hostil sino alternativo de la cultura establecida. Este es el momento, como observó Marx, en el que, al impregnarse en esa gente, las ideas se convierten en fuerza material o, más precisamente, en una fuerza histórica.

Así pues, la formación de una contracultura recorre un proceso complejo que conlleva sobrepasar una sucesión de disyuntivas y elecciones, de depuraciones, enriquecimientos y validaciones, así como de gradual sistematización. Proceso que enseguida deberá propagarse ‑‑como una mancha de aceite sobre el tejido de un mapa‑‑ a través de la pluralidad de poblaciones descontentas pero aún sometidas y fragmentadas por la cultura precedente.

El poder, esa es la cuestión

Todo eso vale para el tema específico del sistema y la cultura políticos o, mejor dicho, el de su desgaste, degradación y eventual reconstrucción. Pero, dado que en este caso ello tiene que ver directamente con las distintas formas de la lucha por disputar, retener, manejar y cuestionar la dominación y el poder, con mucha frecuencia sus manifestaciones son menos sutiles y tocará reconocer que en su ámbito práctico ‑‑necesariamente pragmático‑‑ esos procesos suelen instrumentarse más descarnadamente. Además, que en ese ámbito, el sistema y la cultura políticos son indisociables.

El ejercicio de la dominación ‑‑así como el de la hegemonía‑‑ es cuestión de poder, es decir, de poderla ejercer. Como decíamos páginas atrás, cuando hablamos del sistema político, nos referimos a las instancias y organizaciones a través de las cuales se realizan físicamente las facultades y la autoridad que el poder otorga (o se procura impedir que otros lo hagan), así como a la incidencia mutua entre esas instancias y organizaciones y, desde luego, a los actores sociales y los dirigentes que las operan y les imprimen uno u otro sentido.

A la vez, al hablar de la cultura política, nos referimos a las normas y reglas de comportamiento ‑‑escritas o no‑‑ con las cuales se piensan y valoran las actuaciones, y se actúa de hecho, en dichas instancias y organizaciones, a lo largo de los esfuerzos y rivalidades entre los grupos, bloques e individuos que disputan poder.

Ahora bien, es preciso discernir entre el discurso que justifica o critica los comportamientos políticos y los comportamientos mismos. Ya que el tema se refiere a la acumulación, conquista o retención de poder (o de cuotas de poder) sobre el resto de la sociedad, y de los consiguientes modos de manejar ese poder, el discurso de los actores políticos puede echar mano de las argumentaciones justificativas más diversas, pero solo las actuaciones mismas ‑‑en la materialidad de su realización y de sus consecuencias‑‑ permiten identificar y calificar su verdadera naturaleza.

Para comprenderlo hace falta recordar que poder es verbo, no sustantivo. No es un objeto: una silla, palacio o aparato burocrático, ni siquiera cuando desde allí se pueda ejercer. Como acertadamente afirma la primera acepción que el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española le atribuye a este vocablo, poder es “tener expedita la facultad o potencia de hacer algo”. Y, para cuando falta esa facultad o potencia efectiva, su antónimo es impotencia.

Por consiguiente, no es lo mismo tener poder que detentar el gobierno. En el campo de la política y el gobierno esa facultad o potencia se gana o se pierde ‑‑o más precisamente, se acumula o se malogra‑‑ en tanto que se consigue, organiza y moviliza la adhesión de los apoyos y fuerzas sociales necesarias para llevar a cabo o repeler determinados propósitos. Esa acumulación y uso de fuerzas puede realizarse desde el gobierno o fuera de él ‑‑sin desconocer que, por supuesto, el gobierno es un excelente instrumento de poder‑‑, puesto que mal manejado un gobierno también puede perder tales fuerzas y resultar impotente.

Sin ir más lejos: cuando los indignados de Buenos Aires o los de Quito se tomaron la capital, o las protestas de El Alto se reprodujeron en La Paz, las multitudes indignadas desbordaron a los gobiernos y pusieron en fuga a los gobernantes, una vez que así hubo más poder en la calle que en Palacio. Si alguno de esos movimientos luego entró en reflujo fue porque faltó la conducción ‑‑liderazgo y proyecto‑‑ que le diera sentido y consistencia, con lo cual ese poder se dispersó y desvaneció.

Por otro lado, la mayor parte de los ciudadanos es consciente de que, al margen de las formas de actuación política generalmente aceptadas y visibles, las dirigencias también realizan otro conjunto de comportamientos y acuerdos que se implementan “por debajo de la mesa”, a espaldas del público. Hay así, como en otras instancias sociales, una política “formal” y otra “informal”[7]. La segunda no es necesariamente inmoral ni ilegal y a veces incluso puede ser útil si contribuye a darle funcionalidad a la primera; sin embargo, de hecho es menos fiscalizable y transparente, lo que le puede dar oportunidades a las prácticas más deleznables.

No obstante, en el tema que nos ocupa el dato medular es que, cuando el sistema político pierde fluidez y/o legitimidad, y la cultura política deja de cumplir sus fines o se degrada, el aspecto formal pierde espacio, valor e incidencia y se vuelve cada día más retórico, mientras que el informal ‑‑con toda su opacidad‑‑ se toma los roles más determinantes. Lo que a su vez tiene efectos ruinosos para la confianza de los ciudadanos en la política y en quienes se dedican a ella, fenómeno harto conocido que obviamente desacredita y erosiona la cultura y el sistema políticos.

En lo relativo a si el sistema y la cultura políticos todavía son funcionales, esto resulta de si ellos todavía viabilizan una conducción y administración coherente y generalmente consentida de los asuntos que más le importan a la respectiva sociedad. La cuestión es si el grupo o bloque gobernante conserva o no sus capacidades de dominación y hegemonía ‑‑es decir, cuánto le queda del prestigio, la autoridad cívica y la habilidad persuasiva necesarios para ejercerlas‑‑ o, visto desde el lado opuesto, si la población gobernada aún le concede a ese grupo la confianza, la credibilidad y el respeto necesarios para reconocerle legitimidad y concederle acatamiento a su dominación.

Preparar el recambio

Así el asunto, las conclusiones se desprenden por sí mismas. Hay una historia en curso pero solo el más tonto se sentaría a la puerta de la tienda a esperar que pase el funeral del enemigo, puesto que ese enemigo no es manco y también él vela por sus alternativas. Y si esa historia está en desarrollo es porque unos y otros al contrincar la tenemos en marcha, liberando opciones y fortaleciendo unas en detrimento de otras.

Pero esto solo puede hacerlo provechosamente quien las prevé, las configura y desarrolla los soportes sociales necesarios ‑‑el poder social requerido‑‑ para disputarle fuerzas a las demás alternativas, y superarlas. Lo que implica no apenas desentrañar y denunciar el sistema político existente, sino contribuir a desarrollar la cultura política indispensable, en el pensamiento y la organización de las gentes. Es esta contracultura quien las ayudará a configurar y alcanzar sus propios objetivos, para que inconformidad y la fuerza de la indignación de los diversos contingentes populares no se desintegren en los desmanes o el caos, sino que ellos se fundan en la producción de otro sistema más coherente y sustentable, que antes toca proponer.


NOTAS


[1]. Despacho de la AFP del 5 de julio de 2011, titulado “Dimite el nuevo ministro de Reconstrucción japonés, otro revés para Kan”.

[2]. Despacho de PL de la misma fecha, titulado “Consideran insalvable sistema político de Costa Rica”.

[3].Con relación a los regímenes de Vargas y Perón, y sobre los implantados por los generales nacional‑revolucionarios de los años 70 (particularmente Velasco, Torres y Torrijos), se ha abusado de la noción de “bonapartismo”. En este caso empleo la expresión apenas en sentido metafórico.

[4]. En el caso del general Torrijos debe hacerse la salvedad de que él previó constituir un partido capaz de continuar el proceso revolucionario por medios políticos civiles y democráticos, y al mismo tiempo retirar a los militares de las funciones políticas y gubernamentales. A pesar de ello, para mitigar controversias con otros miembros de la cúpula castrense, demoró en implementar ese proyecto, con lo cual sus colegas de armas aprovecharon la muerte de su comandante para subordinar al naciente partido y darle un sesgo clientelista que con el tiempo frustró su objetivo original.

[5]. Por ejemplo, rechazando el clericalismo y el poder terrenal de la Iglesia, pero reafirmando la vigencia de los valores de la ética cristiana.

[6]. Tal como de antemano ocurre con los productos de la labor de los trabajadores rurales o urbanos, manuales o intelectuales, cuyos frutos son cotidianamente apropiados y reasignados por los dueños o intermediarios empresariales.

[7]. Así como hay economía o diplomacia formal o informal, para mencionar apenas un par de ejemplos.

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