sábado, 26 de noviembre de 2011

Educación, desarrollo, Singapur, nosotros.

Panamá, en efecto, está inmerso en un proceso transformación que abarca –con ritmos e intensidades distintos, a menudo contradictorios- todos los campos de nuestra vida social. En ese marco, aquello que llamamos la crisis de la educación expresa, sobre todo, el creciente desencuentro entre la educación como práctica social y ese proceso mayor.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América

Desde Ciudad Panamá

Educación

Al discutir los problemas relacionados con la formación de los recursos humanos que demanda la nueva etapa de desarrollo en que ha ingresado Panamá en el siglo XXI, conviene recordar que en nuestra vida cotidiana tendemos a identificar formación con instrucción. Del mismo modo, identificamos una carrera exitosa como el resultado de un desempeño cada vez más calificado y reconocido en el ejercicio del oficio para el que hemos sido instruidos.

Nuestra formación, sin embargo, está indisolublemente vinculada a la educación que hayamos recibido, antes, durante y después de adquirir la capacidad para ejercer esa profesión. Esto tiene sus propias complejidades, que conviene atender. La educación, en efecto, comprende dos componentes fundamentales, estrechamente ligados entre sí.

Uno es el de la instrucción, entendida como la adquisición del dominio de aquello que los anglosajones llaman las herramientas del oficio. El otro es el de la formación propiamente dicha, que se refiere a la comprensión de los valores que nos permiten establecer nuestros propios fines en el ejercicio de la profesión, y la acción racional correspondiente a los mismos.

La instrucción tiene, así, un carácter esencialmente técnico y está referido a nuestras capacidades personales. La formación, en cambio, es un hecho de cultura, referido a nuestras relaciones con los demás, y con el mundo en el que vivimos.

La atención a las implicaciones de este doble carácter de la educación tiene una larga trayectoria en nuestra cultura. Por ejemplo, en la Grecia clásica el héroe mítico Aquiles sintetizaba la síntesis de estas dos dimensiones. Él sobresalía entre sus pares por su dominio de la técnica del combate personal, pero sin la formación en valores que inspiraba su conducta hubiera sido un mercenario carente de honor y de dignidad.

Este vínculo entre la instrucción y la formación resalta aún más al considerar la diferencia entre la educación y la enseñanza. Aquí, siguiendo a Henri – Irenée Marrou, podemos entender a la educación como una práctica colectiva mediante la cual una sociedad “inicia a su generación joven en los valores y en las técnicas que caracterizan la vida de su civilización.” [1] La enseñanza, por su parte, tiene un sentido más práctico, referido a la organización y dirección de los procesos mediante los cuales la sociedad educa a sus integrantes, y a las técnicas utilizadas para llevar a cabo esa tarea.

Lo que interesa resaltar aquí es que cada sociedad tiene una educación que le es característica en cada momento de su historia, por un lado, y con respecto a la que ofrecen otras sociedades, por el otro. Por lo mismo, todo proceso de transformación social culmina por necesidad en la formación de una educación nueva, capaz de expresarse en una instrucción y una formación renovadas. Y esto no ocurre a partir del mero ejercicio de la voluntad burocrática, sino a lo largo de un proceso de creación social cuyas manifestaciones estatales expresan, siempre, la calidad de los vínculos existentes entre el Estado y su sociedad en cada momento de su desarrollo.

Desarrollo

De ese vínculo entre transformación social y transformación educativa se trata lo que está ocurriendo en nuestro país. Panamá, en efecto, está inmerso en un proceso transformación que abarca – con ritmos e intensidades distintos, a menudo contradictorios - todos los campos de nuestra vida social. En ese marco, aquello que llamamos la crisis de la educación expresa, sobre todo, el creciente desencuentro entre la educación como práctica social y ese proceso mayor. Ante una situación así, el mejor punto de partida en el análisis de esa crisis consiste en la caracterización de ese proceso mayor.

Aquí, destaca el hecho de que éramos un Estado semicolonial que ahora se transforma en un Estado nacional en el pleno sentido del término. El Estado que ahora está en transformación fue organizado entre las décadas de 1950 y 1970 con el propósito de promover un modelo de desarrollo protegido, sustentado en subsidios masivos – directos, en la forma de privilegios fiscales, e indirectos, mediante la inversión estatal en infraestructura y servicios básicos - a la actividad económica local.

Ese modelo entró en crisis ya en la década de 1980 debido al agotamiento de la capacidad del Estado tal como estaba organizado para sostenerlo. Para comienzos del siglo XXI esa crisis tomó otro rumbo, a partir de la incorporación del Canal a la economía interna de Panamá.

Las transformaciones económicas asociadas a este segundo factor han sido tan intensas como complejas son sus consecuencias. De ello ha resultado, en efecto, la formación de una nueva plataforma de servicios transnacionales y de un mercado de servicios ambientales en Panamá, que a su vez se vinculan con la transformación del país en un punto vital de articulación entre el Atlántico americano y la región de Asia Pacífico.

El proceso de transformación del Estado, sin embargo, ha sido mucho más lento y contradictorio. Hasta ahora, ese proceso ha operado a partir de dos factores principales. Uno ha sido el debilitamiento de la capacidad de gestión de los grandes organismos estatales a cargo de la atención a demandas sociales masivas, como las de educación, salud y seguridad social. El otro, la multiplicación de agencias con mandatos específicos en sectores de interés económico prioritario, como el ambiente, la energía, la ciencia, la formación profesional y la aplicación de la tecnología a la gestión pública.

De momento, esto nos ha llevado a la situación - paradójica solo en apariencia - de tener en el siglo XXI un gobierno cada vez más fuerte en un Estado cada vez más débil. Con ello, hemos ingresado a una circunstancia caracterizada por la erosión simultánea de la eficiencia del Gobierno y de la legitimidad del Estado en la tarea de conducir las transformaciones en curso en el país.

Esto ocurre además en momentos en que emergen nuevos actores en la vida nacional – desde corporaciones transnacionales hasta movimientos indígenas -, mientras pasan a planos cada vez más discretos otros – como las organizaciones empresariales y sindicales vinculadas al modelo de desarrollo protegido - de gran influencia en un pasado reciente. Nos encontramos, así, ante un panorama de lucha de las especies “por el dominio en la unidad del género”, como definiera José Martí la situación de Hispanoamérica en 1881.

Es a la luz de la maduración de esas contradicciones, y bajo su impacto, que cabe discutir los problemas que aquejan a la educación que ofrece la sociedad panameña, porque será a partir de las transformaciones que generen esas contradicciones como tendrán que ser resuelto esos problemas. De momento, el país que emerge carece aún de identidad y comunidad de propósitos, como carece del sistema institucional de formación de recursos humanos que demanda el fomento de ventajas competitivas inéditas. Crear esa comunidad de propósitos, y el sistema institucional correspondiente al país que deseamos construir a partir de esas ventajas nueva esel desafío mayor que encara hoy nuestra sociedad.

Comprender esto es imprescindible para entender, también, las nuevas necesidades de desarrollo en nuestra propia formación, y en la de aquellos a quienes nos corresponde educar. Dentro de esas necesidades destaca, en particular, la de desarrollar las capacidades individuales y colectivas necesarias para lograr tres objetivos de cultura.

El primero consiste en identificar, de entre las opciones que nos ofrece el proceso de transformación en curso, aquellas que sean más adecuadas para atender a las necesidades y aspiraciones del colectivo social que deseamos llegar a ser. El segundo, en trascender las apariencias, para encarar los desafíos que esas opciones plantean a partir del análisis concreto de problemas concretos. Y el tercero, en comprender que, ante una tarea de esta magnitud y complejidad, lo falso no puede ser definido como lo opuesto a lo cierto, sino como el resultado de la exageración unilateral de uno de los aspectos de la verdad, que siempre es multifacética en su estructura y en su circunstancia.

Singapur

La necesidad y la dificultad de esta tarea puede ser ilustrada con el ejemplo de Singapur. Es común entre nosotros decir que Panamá puede y debe ser un nuevo Singapur porque aquí, como allá, se cuenta con una posición geográfica privilegiada para el comercio internacional, que ha estimulado el desarrollo de actividades de servicios de transporte, finanzas, logística y negocios de alcance global.

Esa percepción oculta importantes diferencias de historia, territorio y cultura entre ambas sociedades que no es el caso presentar con detalle aquí. Pero, y sobre todo, esa percepción nos oculta la clave mayor del éxito logrado por el Estado de Singapur en el desarrollo de una exitosa plataforma de servicios transnacionales, y limita nuestra posibilidad de aprender algo de aquel caso.

Aquí, lo primero que hay que entender es que quienes crearon el Estado de Singapur en la década de 1960, en efecto, supieron plantearse de manera concreta un problema que no podía ser más concreto. Para ellos, se trataba de crear, a partir de la ventaja comparativa de la posición geográfica de Singapur como punto de escala en la ruta de Hong Kong a Calcuta – de importancia crítica para el sistema colonial inglés en Asia -, las ventajas competitivas necesarias para sobrevivir con éxito al derrumbe de ese sistema después de la Segunda Guerra Mundial.

En lo más esencial, y aprovechando lo mejor del legado cultural asiático y británico, ese problema fue resuelto mediante un prolongado esfuerzo estatal encaminado a dotar a Singapur de los recursos humanos y la gestión institucional de alta calidad que lo han convertido en un competidor de primer orden en la que hoy es la región más próspera del planeta. Singapur, en este sentido, es un modelo de desarrollo por innovación, no por imitación. Frente a ese ejemplo, lo único que cabría imitar es la creación de las condiciones necesarias – y de la disposición al riesgo – para hacer de Panamá una nación próspera, justa y buena.

Nosotros

Ante desafíos como los planteados, cabe recordar que el éxito - como categoría social de valor moral -, tiene dos definiciones básicas. Una, la más usual, consiste en la capacidad de un individuo en triunfar sobre los demás, como Aquiles en la tarea de construir su propia leyenda. La otra consiste en triunfar con los demás. Como Cristo, por ejemplo, en la tarea de construir un mundo nuevo, cuyas disyuntivas aún sirven de último referente para evaluar nuestro desempeño en sociedad.

Como siempre, se trata de escoger entre opciones, que es tanto como escoger entre los riesgos asociados a las ventajas que cada una pueda ofrecer. En la opción que escojamos, - como individuos y como sociedad - y el modo en que seamos capaces de ejercerla, se hará evidente la formación que en realidad hemos llegado a tener. En verdad, es un privilegio tener la oportunidad de vivir en tiempos así.

NOTA

[1] Historia de la educación en la Antigüedad. Fondo de Cultura Económica, México, [1998] 2004. “Introducción”, p. 13.

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