sábado, 25 de agosto de 2012

Cambio de época

Día a día las evidencias están ahí, poco a poco Occidente va renunciando a sus propios valores y sustituyéndolos por el uso indiscriminado de la fuerza como única ley del juego, o en otras palabras, otorga validez plena a la barbarie como factor determinante de los hechos políticos y sociales internacionales.

Miguel Guaglianone / Barómetro Internacional

Para las potencias occidentales, el uso de la
fuerza se convierte en el único camino.
A estas alturas parece difícil negar que la humanidad esté atravesando una profunda transformación global en toda su organización social. Si bien algunos historiadores afirman que en cada momento histórico sus protagonistas se han sentido viviendo en una situación crítica, parece bastante evidente que lo que llevamos del Siglo XXI está constituyendo no solo un período de grandes cambios sociales y culturales, sino también una época de grandes caídas y nuevos alzamientos en un entorno en crisis progresiva.

Parte del pensamiento de izquierda ha definido esa característica de nuestra contemporaneidad como una crisis terminal del sistema capitalista. A pesar de la teórica económica de los ciclos –comúnmente aceptada por los economistas de izquierda– que define a este sistema en constante crisis estructural desde su nacimiento, que solo va alternando etapas, la verdad es que la situación de la economía global –sobre todo la de los centros de poder– se mantiene desde hace unos años en una trayectoria de caída y desintegración que a estas alturas parece ser irrefrenable y no sólo constituir otra vuelta más de la espiral.

Algunos creemos que esta crisis abarca bastante más allá del sistema económico, de los medios de producción y la acumulación de capital.  Pensamos en que estamos atravesando una crisis civilizatoria, un proceso de desintegración de nuestra civilización Occidental y Cristiana.

No es un pensamiento gratuito, junto (o precediendo) a la crisis económica viene dándose desde hace tiempo el progresivo deterioro en los sistemas de valores, en las expectativas y creencias y en la propia concepción del mundo que generó nuestra cultura actual.

Uno de los más importantes aspectos en el cual es relativamente fácil percibir el deterioro, tiene que ver con el abandono sistemático de los valores “humanistas” con que Occidente fue reconociéndose a partir del Iluminismo.

Los conceptos por ejemplo de “derechos del hombre y el ciudadano”, “democracia”, “libertad”, “igualdad” o “autodeterminación de los pueblos”, que nacieran en el entorno de la Revolución Francesa y que en adelante el nuevo status quo resultante reconociera como principios motores en su óptica del mundo, han venido perdiendo su vigencia, convirtiéndose paulatinamente en conceptos “vacíos” hasta llegar finalmente al reconocimiento público de su obsolescencia.

No estamos exagerando, lo vemos constantemente a nuestro alrededor. Lo vemos cuando el presidente de la mayor potencia del planeta reconoce y califica de “beneficioso para el mundo” el asesinato selectivo, a partir de la “muerte” de Bin Laden, y aparece simultáneamente en un video junto a su Secretaria de Estado contemplando muy interesados los asesinatos en “tiempo real”; cuando aparece en prensa internacional la noticia de que éste es un procedimiento usual manejado desde la Casa Blanca (ya no desde los oscuros centros de decisión de la “inteligencia”) y que es el presidente personalmente quien aprueba a partir de un listado cuales se ejecutarán; cuando vemos al Secretario General de las Naciones Unidas –que debería en teoría ser un gran conciliador preocupado por el beneficio de toda la humanidad– operar francamente como ministro de colonias en beneficio de las potencias centrales; cuando los voceros diplomáticos de esas grandes potencias pueden calificar sin pestañear siquiera como “dictadores” a jefes de Estado elegidos por sus pueblos en votaciones limpias, mientras a la vez califican de “democráticos” a regímenes dominados por monarquías absolutistas hereditarias; o cuando la tortura legalizada por la “Ley patriota” de George W. Bush (que continúa vigente en los EE.UU y que arrasa con toda la legislación que protege los derechos de los ciudadanos) sigue ejerciéndose con el reconocimiento, la aprobación y complacencia del grueso de la sociedad. Y estos son sólo un puñado de los hechos que nos están mostrando cotidianamente el fin de ese sistema de valores y de las instituciones que en ellos se sustentan.

En los últimos días los sucesos alrededor del asilo concedido por el Estado de Ecuador a Julian Assange, refugiado en su embajada en Londres, revelan con plena transparencia el final de la vigencia de otros valores e instituciones que se supone son comunes y reconocidos a nivel global. Las acciones del gobierno de la Gran Bretaña, amenazando primero con invadir la embajada –supuestamente protegidos por una ley inglesa– y sus declaraciones posteriores de que no concederán un salvoconducto al asilado, dejando sobre el tapete la amenaza de violar territorio soberano de otro estado (como se supone que son todas las embajadas); echan por tierra décadas y décadas de creer en la existencia de un cierto “derecho internacional”, en el “sistema diplomático internacional” o en la validez de las convenciones de Viena y de Ginebra, que se supone son compartidas y aceptadas por todas las naciones del mundo.

Día a día las evidencias están ahí, poco a poco Occidente va renunciando a sus propios valores y sustituyéndolos por el uso indiscriminado de la fuerza como única ley del juego, o en otras palabras, otorga validez plena a la barbarie como factor determinante de los hechos políticos y sociales internacionales.

Mientras tanto, surgen nuevas alternativas en el panorama global. Una cultura milenaria como la china se hibrida con la producción industrial capitalista, para constituir un nuevo polo de poder y proponer nuevas reglas del juego a las relaciones internacionales, una cultura acorralada como el Islam, se resiste con todas sus fuerzas a Occidente (y provoca su miedo y su satanización), y los pueblos jóvenes de América Latina intentan nuevas formas de organización social y de integración continental en la búsqueda de su autodeterminación. Desde las periferias comienzan a perfilarse distintas respuestas a la crisis de Occidente.

En definitiva, que si es cierto como creemos, que los grandes cambios sociales se originan en cambios profundos en los sistemas culturales (los que tienen predominancia –o por lo menos la misma importancia– que los cambios económicos), parece ser verdadero que estamos totalmente sumergidos en una época de cambios, o más aún, como dice Rafael Correa presidente de Ecuador, estamos viviendo un cambio de Época.

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