sábado, 30 de noviembre de 2013

José Martí para una cultura latinoamericana de la naturaleza

Si en su tiempo pudo aspirar Martí a que nuestra naciones caminaran “con Spencer de un brazo, y con Bolívar del otro”, en el de hoy su legado estimula a forjar nuestra cultura ambiental desde nosotros mismos, con el propio Martí de un brazo, y Eric Hobsbawm del otro.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Para Patricia Pinheiro de Melo, en Recife.

Ayer desde mañana

La trascendencia de la obra de José Martí en la formación y las transformaciones de nuestra América a lo largo de nuestro siglo XX -de cuyo nacimiento da fe su ensayo Nuestra América, publicado en enero de 1891-, no puede ni debe ser juzgada mediante la sola referencia a su tiempo y su circunstancia. Martí, en efecto, debe ser juzgado en primer término por su pertinencia para la construcción de nuestras opciones de futuro.

Al presente, los problemas que nos presenta esa tarea de construcción están cada vez más determinados, en lo general, por las amenazas a nuestra especie que se derivan de la crisis ambiental global en que ha venido a desembocar el desarrollo del capitalismo a escala mundial. Al propio tiempo, en lo particular, esos problemas se expresan en el papel que desempeña nuestra América en el desarrollo de esa crisis, a partir de tres tendencias dominantes en la historia ambiental inmediata de nuestra región.

La primera de esas tendencias consiste en la creciente importancia de la región como última gran reserva de recursos naturales (hídricos, bióticos, minerales, forestales, agropecuarios) del mercado global, derivada del hecho de que nuestra América sólo vino a ingresar a la Edad de los Metales a partir del siglo XVI, junto con su ingreso a la condición de región periférica del moderno sistema mundial, hoy en crisis.[1] La segunda tendencia está asociada al hecho de que esa transformación opera a través de procesos de acumulación mediante la expropiación de quienes han venido ocupando los territorios donde se ubica lo fundamental de ese patrimonio: así, por ejemplo, se estima que un tercio de esa enorme frontera interior está habitada por pueblos originarios, y el resto por poblaciones mestizas y afroamericanas de economía campesina.

A lo anterior se agrega, en tercer lugar, la tendencia a la urbanización que ha llevado a nuestra América a convertirse, en el curso de apenas dos generaciones, en una región en la que el 70% de la población reside ya en áreas urbanas, superando el promedio mundial, de 50%. En nuestro caso, además, ese desarrollo urbano ha tenido un carácter desordenado, especulativo y predatorio, y genera una huella ecológica tan extensa como nociva, que se combina con la del extractivismo como forma dominante de explotación de los recursos naturales para generar procesos de deterioro ambiental de alcance y complejidad cada vez mayores.

Y, finalmente, está el hecho en curso de que estos procesos han generado importantes movimientos sociales de una creciente impronta ambiental que, si en las fronteras de recursos se resisten a la acumulación por expropiación, en las áreas urbanas demandan condiciones básicas de vida, en particular aquellas relacionadas con el acceso al agua, la energía y la recolección de desechos. Estos movimientos, a su vez, tienden a converger con una tradición intelectual de crítica a las consecuencias ambientales del desarrollo en la región, la cual – con altibajos - se remonta en su forma contemporánea a la década de 1980. De esa convergencia emerge un ambientalismo de base social cada vez más amplia, y de gran fecundidad cultural.

Es en ese marco donde cabe ubicar la renovación de una cultura latinoamericana de la naturaleza, entendida como aquella que expresa los valores y las normas que definen la interacción entre los sistemas sociales y los sistemas naturales en una sociedad determinada. En ese sentido, a su vez, la cultura de la naturaleza expresa también la naturaleza social de la cultura de la que ella hace parte, sobre todo en lo que hace al lugar que ocupan las relaciones con el entorno natural en la visión del mundo dominante en cada sociedad, y en los hábitos de conducta y pensamiento correspondientes a la misma. En nuestro caso, los orígenes de esa cultura se remontan a la Reforma Borbónica de mediados del siglo XVIII, para adquirir su primera madurez crítica a finales del siglo XIX y principios del XX, al calor de los debates sobre la necesidad de superar los límites de la Reforma Liberal de 1850 - 1875, que había venido a desembocar en el Estado Liberal Oligárquico.

Aquellos debates tuvieron por objeto la transformación del Estado Liberal Oligárquico en otro de carácter Liberal Democrático, capaz de representar el interés general de sus habitantes en su propio territorio, y en el mercado mundial. Los de nuestro tiempo buscan trascender los límites políticos del Estado neoliberal productivista, en busca de formas nuevas de organización social y política que hagan viable una vida buena para nuestra gente, sin poner peligro las posibilidades de desarrollo futuro de la especie que somos.

La formación y desarrollo de una historia ambiental latinoamericana hace parte de ese proceso mayor. Si bien ella hace de su propia región su ámbito de estudio inmediato, no se limita a ser una historia ambiental de América Latina, sino que le ofrece voz propia a la participación de los historiadores latinoamericanos en el estudio del ámbito mayor de su campo, que es el proceso de formación y crisis del ambiente global formado por el desarrollo del moderno sistema mundial. Es en ese marco, también, donde adquiere pleno sentido la discusión del aporte de José Martí a la formación y desarrollo de la cultura de la naturaleza característica de las sociedades de nuestra América.

Primus inter pares

De José Martí cabe decir fue, al mismo tiempo, el más universal de los cubanos y el primero entre sus pares hispanoamericanos. Sus ideas sobre la naturaleza, en efecto, forman parte del universo más amplio de preocupaciones, intereses y lecturas que compartió con un amplio número de jóvenes intelectuales de la región, que se percibían a sí mismos como modernos en la medida en que se ejercían como liberales en lo ideológico, demócratas en lo político, y patriotas en lo cultural, y aspiraban desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado “el concierto de las naciones”. En esta perspectiva, Martí ofrece al menos tres aportes de especial interés para una historia de lo ambiental como problema en nuestra cultura.

El primero consiste en sus observaciones dispersas acerca de las interacciones entre la historia humana y la historia natural, sintetizadas en la idea de que “Cuando se estudia un acto histórico, o un acto individual, se ve que la intervención humana en la naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana...” El segundo, en su lectura –entre 1881 y 1895 y siempre en la perspectiva de su interés en la construcción de naciones modernas en las antiguas colonias de España en América–, de autores que iban sentando las bases de lo que llegaría a ser la moderna cultura ambiental anglosajona, desde Henry David Thoreau hasta Charles Darwin. Y el tercero, en su incorporación de lo natural al campo de lo político, ya a principios de la década de 1890.

Estas fechas son por demás relevantes. Los Estados Unidos en que residiera Martí iniciaban la formidable transición que medio siglo después los llevaría a una posición hegemónica entre las potencias Noratlánticas. El desarrollo de los grandes monopolios que surgían de la fusión del capital financiero y el capital industrial constituía ya el rasgo más visible de esa transición, y Martí fue de los primeros latinoamericanos cultos de su tiempo en captar las implicaciones sociales que se derivaban de la traducción, en poderío político, del poder económico así acumulado por esa nueva forma de organización del capitalismo norteamericano.

En lo que hace a la dimensión ambiental de ese proceso, la clausura oficial de la frontera interior de los Estados Unidos en 1890, daría lugar al despliegue de dos tendencias que vendrían a ser características de la relación de los norteamericanos con el mundo natural. Por un lado, la expansión hacia el exterior en nombre de la lucha por el control de recursos naturales estratégicos en ultramar, y de los mercados asociados a las mismas; por otro, la lucha por la conservación de los recursos naturales en su propio territorio.

La primera de esas tendencias se vinculaba directamente al expansionismo militar y económico, y vendría a figurar con especial relevancia en el proceso de construcción y administración del Canal de Panamá, por ejemplo. La segunda, en cambio, tendió a vincularse con aquella corriente democrática de la cultura norteamericana que, a partir de Tom Paine y Thomas Jefferson, se prolongaría en la obra de pensadores como Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman y Henry George, hacia los que Martí demostraría desde temprano una clara afinidad.

En esta perspectiva, la afinidad de Martí con la vertiente democrática de la cultura Noratlántica de su tiempo sólo puede ser comprendida tomando en cuenta su constante crítica a aquella otra vertiente que buscaba, en la experiencia de la conquista de la frontera interior –la de aquellos bosques donde “el aventurero taciturno caza hombres y lobos, y no duerme bien sino cuando tiene de almohada un tronco recién caído o un indio muerto”–, y en filósofos como Herbert Spencer, bases ideológicas que justificaran el renovado expansionismo norteamericano.

Esa postura puede ser apreciada en la forma en que la obra de Martí aborda un conjunto de figuras clave en las ciencias naturales y humanas del mundo Noratlántico de su tiempo, como Charles Darwin, el propio Spencer, y Henry David Thoreau. Darwin, en particular, constituye un importante referente de seriedad y dedicación en el trabajo científico, y los rasgos más generales de su obra son objeto de comentario bien informado, sobre todo en relación al problema de la universalidad del conocimiento en un mundo signado por la inequidad entre los hombres como entre sus naciones.

En ese comentario, Martí destaca a un tiempo las importancia de las ideas de Darwin para sostener la existencia de una identidad fundamental en el género humano, y el papel desempeñado por la naturaleza americana en el surgimiento y desarrollo de esas ideas. “El genio de este hombre”, dice en 1882, “dio flor en América; nuestro suelo incubó; nuestras maravillas lo avivaron; lo crearon nuestros bosques suntuosos; lo sacudió y puso en pie nuestra naturaleza potentísima”. Y, como para darle aliento aun mayor a lo que propone, el artículo que dedica a la muerte del sabio inglés incluye algunas de las descripciones más ricas del mundo natural americano –las selvas de Brasil, las pampas argentinas, la Patagonia y la Tierra del Fuego, el centro y el Norte Chico chilenos– creadas por nuestra literatura.

Y es también desde esa perspectiva americana que juzga Martí la obra de Darwin en su doble dimensión, científica y filosófica. “Cargada así la mente”, dice, “volvió el sabio de América a Europa” y, ya en su patria, echaba “con los ojos mentales, a andar a la par los animales de las diversas partes del globo”, pero también recordaba “más con desdén de inglés que con perspicacia de penetrador, al bárbaro fueguino, al africano rudo, al ágil zelandés, al hombre nuevo de las islas del Pacífico”. De ello resultaba, para Martí, que Darwin –“como no ve el ser humano en lo que tiene de compuesto, ni pone mientes cabales en que importa tanto saber de dónde viene el efecto que le agita y el juicio que le dirige, como las duelas de su pecho o las murallas de su cráneo”– diera en pensar “que había poco del fueguino a los simios, y no más del simio al fueguino que de éste a él”.

Con todo, el modo y los propósitos conque acudía a dialogar Martí resaltan en el párrafo con el que concluye el artículo que dedica a la memoria del naturalista inglés. “Bien vio”, dice allí, “a pesar de sus yerros, que le vinieron de ver, en la mitad del ser, y no en todo el ser, quien vio esto; y quien preguntó a la piedra muda, y la oyó hablar; y penetró en los palacios del insecto, y en las alcobas de la planta, y en el vientre de la tierra, y en los talleres de los mares. Reposa bien donde reposa: en la abadía de Westminster, al lado de héroes”.

Otro es el caso del aprecio de Martí por Henry David Thoreau. Ya en 1881 lo llamaba “el trascendentalista, el místico, el filósofo natural de Massachussets”, resaltando aquel íntimo nexo en que lo ético y lo estético convergen en una misma relación simultánea del individuo con sus semejantes y con su mundo natural. Hay aquí una huella romántica, por supuesto, pero hay, sobre todo, la valoración de una actitud que –en su aparente retiro del mundo– expresa un triple compromiso de índole muy cercana a las más íntimas convicciones del propio Martí: el de la armonía de la naturaleza ante las pasiones desordenadas de la sociedad capitalista norteamericana en ascenso; el del papel de la síntesis intuitiva en el proceso del conocer y, por último, el de una vocación libertaria enemiga de todo prejuicio y de toda restricción externa al ejercicio de la propia creatividad.

En efecto, tanto la lectura de Walden, su libro clásico, como la de textos de tono militante como Civil Desobedience nos revelan en aquel “filósofo natural” a un crítico temprano, severo y consistente del impacto del capitalismo sobre la vida y la cultura de sus conciudadanos, al punto de afirmar en 1861 que

Este mundo es un lugar de negocios... Si un hombre que ama los bosques camina por ellos durante la mitad de cada día, se arriesga a ser visto como un vago; pero si dedica todo su día a la especulación, destrozando esos bosques y dejando pelada a la tierra antes de que haya llegado su hora, es estimado como un ciudadano industrioso y emprendedor. ¡Como si un pueblo no tuviese más interés en sus bosques que derribarlos!

De este modo, el diálogo entre culturas que emprende Martí a partir de 1880, y que prolonga hasta el fin de sus días, sólo requiere atender a dos condiciones. Por un lado, la de no suponer “por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras”; por el otro, la de que la América nuestra se de a conocer –“una en alma e intento”–, de modo que el vecino “no la desdeñe”, ni agregue con ello nuevos elementos de peligro al período “de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país” al que entonces ingresaban los Estados Unidos.

A esas advertencias, en todo caso, llega Martí a lo largo de dos grandes etapas en su tratamiento del tema. En la primera, centrada en sus colaboraciones para el periódico La América, de Nueva York, y La Opinión Nacional, de Caracas, entre 1881 y 1884, su atención se concentra en las relaciones entre el desarrollo de la ciencia y la tecnología, la economía y la naturaleza, en busca de alternativas para una inserción más productiva y justa de América Latina en el mercado mundial, en creciente conflicto con el modelo de crecimiento hacia fuera impulsado por el Estado Liberal Oligárquico.

Lo propuesto por Martí, en efecto, incluye una producción diversificada que evite los riesgos de la especialización excesiva; adecuada al potencial ecológico de cada país; centrada primordialmente en una agricultura tecnificada, bien articulada a la industria, y capaz de garantizar la integración social a través de la promoción del bienestar de las mayorías ciudadanas mediante el acceso a la tierra, a una educación adecuada a la lucha por el progreso en sus propias circunstancias, y a empleos productivos.

Pero, y sobre todo, entre 1889 y 1891 –en lo que va de sus reportajes a La Nación, de Buenos Aires, sobre la Conferencia Internacional Americana y la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América, a la publicación en Nueva York y México de su ensayo Nuestra América– el tema ambiental aparece en Martí cada vez más vinculado al problema de la autodeterminación nacional, hasta que ambos se fusionan virtualmente, y la naturaleza se ve convertida en una categoría central de su discurso político.

De Nuestra América podría decirse, en esa perspectiva, que es el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí, el que fuera un joven liberal radical en el México de Lerdo de Tejada, y admirador entusiasta de los primeros momentos del gobierno de Justo Rufino Barrios en Guatemala, rompe con el liberalismo triunfante de su tiempo, y plantea de modo abierto los que serían grandes temas de la política y la cultura latinoamericanas a partir de la revolución mexicana de 1910-1917. Y resulta notable que esa ruptura se produzca, además, mediante un vigoroso esfuerzo por trascender el paradigma oligárquico sintetizado de manera tan admirable en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento.

En ese esfuerzo, Martí empieza por definir en su ensayo al “buen gobernante en América” como:  “el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidos del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y se ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas”.

Para que ello sea posible, agrega, el gobierno debe “nacer del país”; su “espíritu” debe ser “el del país”, y su forma debe “avenirse a la constitución propia del país”, de modo que –en suma– no sea más que “el equilibrio de los elementos naturales del país”. Y a esa definición la sigue el corolario famoso en que Martí, tras señalar que la inestabilidad recurrente de la región sólo prueba que “el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural”, desafía al sentido común de su tiempo –y para muchos aun, del nuestro – para afirmar: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

El propio planteamiento es inquietante: estamos ante un discurso nuevo, en el que lo social y lo político, lo natural y lo cultural, se fusionan en un todo indesligable, y la naturaleza misma es reformulada como categoría política, directamente asociada a la reivindicación de los sectores no capitalistas como actores legítimos del proceso político. Y al situar así la discusión, abre paso al rescate de la cultura de la naturaleza de los sectores populares como elemento legítimo en la definición de la identidad cultural de la región.

Lo natural como social, y la naturaleza como categoría política

Poner en movimiento una reforma cultural y moral de un alcance así, por supuesto, es un problema más fácil de plantear que de resolver. De sus años de juventud en México, por ejemplo, databan las dudas de Martí sobre el lugar de los indígenas en el proceso de construcción de los nuevos Estados latinoamericanos. “¿Quién despierta a este pueblo sin ventura?”, se pregunta, “¿Quién reanima este espíritu aletargado?”. Porque, afirma: “No está muerto: está dormido. No rehúye, espera. El tomará la mano que le tiendan; él se ennoblece con el conocimiento de sí mismo, y esa raza, llena de sentimientos primitivos, de natural bondad, de entendimiento fácil, traerá a un pueblo nuevo una existencia nueva, con todo el adelanto que ofrece la moderna vida, con la pureza de afectos y de miras, el vigoroso empuje, la aplicación creadora de los que conservan el hombre verdadero en la satisfacción de sus apetitos, el cumplimiento de sus necesidades, y la soledad de una existencia escondida y tranquila”.

En esta perspectiva, la síntesis de lo natural y lo cultural –que hace de la “Naturaleza” un concepto central en el discurso político martiano – vincula el tema del progreso al problema de la construcción de una autodeterminación nacional sustentada en la construcción de sociedades democráticas en América Latina. Con ello, además, la “Naturaleza” pasa, de la función de expresar un orden de factores extrahumanos, a designar la especificidad de los problemas y las potencialidades de las nuevas sociedades latinoamericanas, particularmente en lo relativo a la necesidad de trascender el discurso liberal dominante para abrir paso a la tarea de concebir un modelo de sociedad distinto al dominante ya en toda la región.

El curso de los acontecimientos, sin embargo, convirtió las esperanzas de la modernidad en la condena a la dependencia, sin que estas sociedades llegaran a superar de manera clara y suficiente los males del legado colonial. La vieja economía de rapiña se diversificó y se intensificó, sin dejar de ser en ningún momento la forma fundamental de nuestra inserción en el mercado mundial. En el Estado Liberal Oligárquico, hegemónico en la región entre 1880 y 1930, la colonia siguió “viviendo en la República”, confirmando así que el problema de la independencia “no era el cambio de forma, sino el cambio de espíritu”. De este modo, la visión “imperial” de las relaciones entre el mundo social y el natural siguió vigente incluso cuando su promesa aparente empezaba a presentarse como una fatalidad, como la percibió en 1905 Euclides Da Cunha, al ver a los brasileños “condenados a la civilización”, y preguntarse:

¿Cómo obtener una combinación armoniosa, una síntesis entre lo que fue aprendido en los libros y en la convivencia urbana, con esos extraños peligrosos, tan brasileños como nosotros? ¿Cómo comprenderlos, cómo entenderlos, cómo confraternizar con ellos, si son tan diferentes a nosotros, si no aceptan nuestra ciencia, si no aceptan nuestra revolución? ¿Cómo pueden no admitir que nosotros estamos en lo cierto y ellos están equivocados? ¿Por qué nos odian?

De este modo, la obra de José Martí, al señalar con pasión y claridad tan singulares la persistencia de la falla geológica que llevaba al choque recurrente entre “el mestizo autóctono” y el “criollo exótico”, dejó establecida –como un desafío que a la larga resultaría imposible de salvar para la hegemonía de sus adversarios–, aquella máxima sencilla que planteara en Nuestra América, en torno a la cual se decide hoy buena parte del futuro de la región toda: “Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías”. (1975: VI, 18).

Las dos vías del diálogo martiano, pues, están abiertas a todas las manifestaciones de las culturas que dialogan. Hoy enfrentamos la crisis ambiental más compleja que ha conocido la Humanidad en su historia. Y en esta circunstancia, si en su tiempo pudo aspirar Martí a que nuestra naciones caminaran “con Spencer de un brazo, y con Bolívar del otro”, en el de hoy su legado estimula a forjar nuestra cultura ambiental desde nosotros mismos, con el propio Martí de un brazo, y Eric Hobsbawm del otro. Podemos, ahora, crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar.

México, DF, 1992 – Recife, Pernambuco, 2013




NOTA

[1] Así, por ejemplo, según el Fondo de las Naciones Unidas para Actividades de Población, nuestra América cuenta con 576 millones de hectáreas en reservas cultivables; el 25% de las áreas boscosas del mundo, “el 92% localizadas en Brasil y Perú”; una megadiversidad biológica concentrada sobre todo en “Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela”, que albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del planeta; “el 29% de la precipitación [pluvial] mundial” y “una tercera parte de los recursos hídricos renovables del mundo.” A esto se agrega el bono demográfico que representa una población activa de entre 20 y 59 años de edad, que actualmente “es más numerosa que sus dependientes, proporcionando una gran oportunidad para el crecimiento económico”.

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