sábado, 23 de noviembre de 2013

La noosfera y los cuatro jinetes del Apocalipsis: conocimiento, sociedad y crisis ambiental

Nos enfrentamos a una verdad que puede ser tan inquietante para unos como esperanzadora para otros: si deseamos un ambiente distinto, tendremos que crear una sociedad diferente, o atenernos a las consecuencias de no hacerlo.

Guillermo Castro Herrera[1] / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Para Mayté González, en Panamá 

El conocimiento es un producto del trabajo humano, al menos en cuatro sentidos. Primero, en cuanto es necesario trabajar para producirlo; segundo, en cuanto la materia prima fundamental para esa labor proviene de la experiencia acumulada por nuestra especie en su incesante transformación del mundo en que habitamos mediante el trabajo sociales organizado; tercero, en cuanto que – como todo proceso de trabajo – la producción de conocimiento es una acción racional determinada en sus métodos y procedimientos por los fines que persigue. Y, finalmente porque, siendo la práctica es el criterio de la verdad, la calidad del conocimiento está íntimamente relacionada con su capacidad para ayudarnos a comprender el mundo, para transformarlo de manera adecuada a nuestras necesidades, tal como las entendemos en cada etapa de nuestro desarrollo como la especie que somos.

Esto permite entender que el conocimiento  puede y debe ser objeto de una gestión encaminada a organizar y orientar su producción, y a optimizar el aprovechamiento de sus frutos. Esa gestión del conocimiento, como se la denomina hoy, ha venido a emerger como un área específica de actividad social en el marco más amplio del proceso de globalización, esto es, de transformación del mercado mundial en una unidad que funciona en tiempo real.

Esto no equivale a decir, de ninguna manera, que la gestión del conocimiento sea un producto de la globalización. En lo más esencial, la labor de organización y dirección de los procesos de producción, aplicación y difusión del conocimiento ha estado presente en toda sociedad, desde las más primitivas a las más modernas, y determinada en cada una de ellas por sus formas de vida y propósito.

Así, por ejemplo, en la Grecia clásica coexistieron formas extraordinariamente refinadas de producción de conocimiento con otras particularmente toscas de organización del trabajo y aplicación del conocimiento a la producción material, junto a una difusión limitada a las formas más abstractas del conocimiento restringida a los estratos superiores de aquella sociedad. El paso de la Academia clásica al monasterio de la Alta Edad Media y a la Universidad del otoño del feudalismo constituye un proceso relativamente bien conocido de sucesión de estructuras de gestión del conocimiento correspondientes a sociedades rurales, rígidamente estratificadas y organizadas en lo esencial como economías mundo autosuficientes.

El período que va de 1450 a 1650 fue, a un tiempo, el del nacimiento de lo que vendría a ser la moderna sociedad capitalista – cuya primera madurez se ubica hacia 1850 - ; de la desintegración de las estructuras de gestión del conocimiento precedentes, y de la formación de las premisas sobre las que llegarían a integrarse estructuras nuevas. Estos procesos están íntimamente vinculados entre sí, y con el desarrollo y difusión de lenguas nacionales cultas, distintas al latín clerical hasta entonces dominante en la difusión del conocimiento, que alcanza su primer momento climático entre 1534 y 1611, en lo que va de la publicación de la Biblia traducida al alemán por Martín Lutero a la de la traducida a lengua inglesa por iniciativa de la casa reinante en Inglaterra.

Ese período es, también, el de la formación de una cultura laica, en cuyo marco se desarrollan actividades de investigación que hoy llamaríamos “científica”; surgen demandas de un tipo nuevo de producción de conocimiento para la producción material – en casos como los del control de la energía hidráulica, y del fomento de la agricultura y de la minería - y empiezan a formarse especialistas laicos en la aplicación del conocimiento a las actividades productivas. Al propio tiempo, las viejas estructuras de gestión del conocimiento se van viendo marginadas de ese proceso de transformación de los vínculos entre el conocimiento, la producción material y la vida espiritual.

Esta transformación se hace evidente, por ejemplo, en hechos como la escasa – si alguna - participación de las viejas universidades en la revolución industrial de fines del XVIII y principios del XIX, y el florecimiento – paralelo a esa revolución – de organizaciones laicas estatales de promoción del conocimiento científico que adoptaron el nombre de Academias o Colegios Reales. La importancia de estas entidades se expresa, por ejemplo, en que ni Adam Smith estudiara economía ni Charles Darwin biología en el sentido en que entendemos hoy esas disciplinas, ni en el tipo de entidades en que vino a practicarse ese estudio de mediados del XIX en adelante. Ninguno de ellos, por otra parte, desempeñó su labor de investigación en entidades universitarias

Aquel proceso de transición vino a culminar cuando el cascarón de la vieja universidad medieval, con su carga de añejo prestigio, fue convertido en el andamio adecuado para crear una entidad de nuevo tipo, destinada a vincularse de manera cada vez más estrecha a la producción material y espiritual de una sociedad que entonces alcanzaba su primera madurez. Así, el viejo trívium medieval cedió lugar al positivista –ciencias naturales, ciencias sociales, Humanidades-, y al nuevo quadrivium tecnológico, con la incorporación de las ingenierías a la tríada anterior.[2]

Con todo, lo fundamental consistió aquí en un cambio en la función a cumplir por la gestión del conocimiento. En efecto, si en el medioevo esa gestión se organizaba en torno al problema de la salvación del alma –y de la Teología como disciplina especializada en el tema-, en el mundo moderno esa organización pasó a girar en torno al problema de la ganancia, a la luz de la economía como disciplina dominante.

Aquella transición vino a culminar hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX. El desarrollo de las nuevas estructuras de gestión del conocimiento, acelerado por las demandas siempre crecientes del Estado y del nuevo sector empresarial dominante – industrial primero, financiero después -, vino a generar contradicciones cada vez más agudas desde mediados del siglo XX. Es en ese marco, desde fines del siglo XX y a lo largo del XXI se ha iniciado un nuevo proceso de transición en cuyo marco ha emergido, como se dijo, la gestión del conocimiento como campo específico del saber.

Para comienzos del siglo XXI la gestión del conocimiento tiende a organizarse en torno al problema de la sustentabilidad del desarrollo de la especie humana, y asume como su eje de racionalidad a la ecología. Esta transición surge del proceso de desarrollo y maduración de la primera cultura universal en la historia humana – aquella creada por la generalización de los intercambios entre todos los pueblos y todas las economías del planeta, de mediados del siglo XVIII en adelante -, y de la crisis ecológica global surgida asociada a la organización de dichos intercambios en torno al propósito de la acumulación incesante de ganancias.

En el plano del conocimiento, este proceso está asociado a dos fenómenos de especial importancia. Uno consistió en el extraordinario volumen y diversidad de la información generada por dichos intercambios. Así, para 1876 ya era posible afirmar que en la naturaleza

nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de esta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más simples.[3]

La percepción de esa interrelación universal de los fenómenos naturales y sociales se vio favorecida, además, por el extraordinario desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones desde fines del siglo XIX y, sobre todo, desde fines del XX. De allí ha resultado que la gestión del conocimiento disponga hoy de capacidades tecnológicas que le permiten operar con enormes volúmenes de datos de las procedencias y calidades más diversas. Y de allí ha resultado, también, el riesgo de disponer cada vez más de mayor información y menor conocimiento.

Esas posibilidades, y ese riesgo, resaltan la importancia de construir marcos de referencia para la gestión del conocimiento que hagan explícita la concepción del mundo y la racionalidad que la animan, y que permitan cumplir con tres propósitos básicos. Uno, preservar la capacidad de convertir experiencias diversas en un conocimiento que pueda ser compartido por actores muy diferentes; otro, facilitar a cada uno de esos actores la tarea de adecuar ese conocimiento a sus propios intereses y, en particular, fomentar y facilitar la interacción entre esos actores para encarar riesgos y aprovechar oportunidades de interés común.

Esos problemas hacen parte de los desafíos que ha venido a plantearnos la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie desde fines del siglo XX, cuando el volumen y complejidad de nuestras intervenciones en el medio natural han venido a crear una circunstancia que algunos designan como el antropoceno, entendiendo por tal un periodo en la historia del planeta en el que el impacto de nuestras intervenciones han adquirido una dimensión geomorfológica, como se aprecia por ejemplo en la devastación de los humedales marino – costeros de Panamá.

De esos desafíos, los más visibles son, sin duda, de orden científico y tecnológico. Otros, no menos importantes y probablemente decisivos a mediano y largo plazo, son de orden cultural, y se expresan con particular claridad en las diferencias de percepción de la crisis que encaramos. Así, por ejemplo, el sistema interestatal tiende a privilegiar en su abordaje de la crisis el tratamiento de los problemas asociados al cambio climático, reduciéndolos – en una serie de aproximaciones sucesivas – a problemas de adaptación y mitigación, de tecnología adecuada al tratamiento de esos problemas y, finalmente, al acceso a los fondos necesarios para abordar esos problemas con esa tecnología conservando al propio tiempo el orden vigente en nuestras relaciones con la naturaleza, y de las sociedades entre sí. [4]

Por contraste, organizaciones como la Alianza del Milenio por la Humanidad y la Biosfera, en su documento Consenso de los científicos sobre la necesidad de Conservar los Sistemas Vitales de la Humanidad en el Siglo XXI[5], resalta que el estudio de “la interacción de la gente con el resto de la biosfera desde una amplia gama de perspectivas”, indica “que la evidencia de que los humanos están dañando sus sistemas ecológicos vitales es abrumadora” y que “la calidad de la vida humana sufrirá un deterioro sustancial hacia el año 2050, si persistimos en seguir por la senda que venimos recorriendo.”

Atendiendo a este tipo de situaciones, se hace evidente que la construcción de nuevos marcos de referencia destinados a facilitar el entendimiento y la colaboración entre organizaciones de tipo muy diverso no puede limitarse a ejercicios de reordenamiento en el marco del trívium y el quadrivium positivistas. En ese marco, por ejemplo, se asume que existe una diferencia – antes que una relación – entre lo social y lo natural, y se da por supuesto que corresponde a las ciencias naturales explicar los procesos, y a las sociales describir las estructuras de acción colectiva y proponer las modificaciones que puedan ser necesarias para que las mismas permitan enfrentar problemas de nuevo tipo en la relación entre la sociedad y la naturaleza. De ese esquema básico de acción cognitiva quedan excluidas, así, las Humanidades por un lado, mientras se privilegia por el otro el vínculo entre ciencias naturales y tecnología en el marco de sociedades imaginarias, que cambian sin transformarse.

Aquí, el desafío que encaramos es el de pasar, de la racionalidad del productivismo, con su énfasis en el crecimiento sostenido que demanda la acumulación incesante de capital, a una racionalidad ambiental, que nos permita entender que el desarrollo del que se trata es el de nuestra especie, que depende de una interacción sostenible con los ecosistemas de los que depende nuestra existencia. Un marco nuevo de referencia tendría que trascender, así, la mayor parte de los supuestos que sustentan la gestión del conocimiento para el desarrollo sostenible en la vieja perspectiva positivista – progresista, para encarar el hecho de que una parte sustancial de las premisas que sustentan nuestro pensar y nuestro actuar frente al conocimiento provienen del período histórico anterior a la crisis ambiental global.

Nos encontramos, en suma, en una situación de desencuentro entre la cultura de ayer y los cambios que van definiendo nuestras opciones ante la crisis ambiental global se expresa de múltiples maneras. Una, por ejemplo, se hace sentir en la formación de campos de estudio nuevos, como los de la ecología política, la economía ecológica y la historia ambiental. Otra emerge en la revaloración de los saberes populares, y la búsqueda de mecanismos de diálogo entre éstos y los de tipo técnico y universitario, todos ellos vinculados entre sí por su común origen en el trabajo humano. Y otra manera más emerge en la revaloración de que vienen siendo objeto las Humanidades en su capacidad de aportar tanto a la mejor comprensión de los procesos de larga y mediana duración, como a la de los lenguajes – y en particular las metáforas – que nos permiten construir el conocimiento común que vamos adquiriendo a partir de la infinita diversidad de la actividad humana.

Ese aporte de las Humanidades, en interacción cada vez más fecunda con el conocimiento de lo natural y de lo social, nos permite entender hoy que el ambiente es el producto de las interacciones entre cada sociedad y el medio natural que la sustenta. Con ello, el ambiente viene a ser –como lo dijera Donald Worster– un espejo que la naturaleza pone ante nuestros ojos, para permitirnos ver el verdadero rostro de la sociedad que somos, la cual – como cada una de las que la precedieron a lo largo de la historia- ha creado un ambiente que la retrata de cuerpo entero.

De todo ello resulta una verdad que puede ser tan inquietante para unos como esperanzadora para otros: si deseamos un ambiente distinto, tendremos que crear una sociedad diferente, o atenernos a las consecuencias de no hacerlo. Tenemos, pues, una opción: podemos culminar el proceso de transformación de la biosfera en la noosfera fecunda que imaginaron Vladimir Vernadsky y Pierre Teilhard de Chardin, en la que finalmente ocurra el paso del reino de la necesidad al de la libertad, o podemos retroceder ante esa posibilidad, y emprender el viaje de retorno a la barbarie, a la zaga –otra vez– de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Ciudad del Saber, Panamá, noviembre de 2013

NOTAS
[1] Panamá, 1950. [2] Es bueno recordar que en la universidad medieval el trívium incluía el aprendizaje de la gramática, la lógica y la retórica, complementadas por el quadrivium de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, antes de pasar a estudios más especializados.
[3] Engels, Federico: “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”. Marx, Carlos y Engels, Federico: Obras Escogidas en tres tomos. Editorial Progreso, Moscú, 1976. III, 74.
[4] Con ello, todo el proceso conduce de vuelta a la puerta de las agencias que tienen a su cargo financiar la acumulación incesante de ganancias a escala mundial y, ahora, proveer servicios financieros para encarar algunos de los problemas generados por esa acumulación en campos como el de la variabilidad climática.

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