sábado, 5 de julio de 2014

La puerta inexistente

Hace 11 años ya sabíamos lo que ahora Barack Obama está descubriendo: que era más fácil entrar a Irak que salir de Irak, que las guerras no son un juego, que es más fácil comenzar que terminar una aventura, que nuestro mundo no es el mundo de Napoleón, sino el mundo de Kafka, y que la puerta que tal vez no existe es la puerta de salida.

William Ospina / El Espectador

Duros temas para los pragmáticos que creen que el poder lo puede todo, que las armas todo lo resuelven; para los que todavía creen en las guerras antisépticas y en los pueblos que reciben a los invasores como liberadores.

Los halcones de Bush envolvieron una cruzada delirante en un empaque de cuento de hadas, respondieron a las guerras irregulares del presente, guerras de obsesiones, de pasiones y de sombras, con la vieja lógica de los ejércitos armados hasta los dientes y envueltos en su nube electrónica. Eso produce muertos, no soluciones.

Ahora Obama está aprendiendo algo más paradójico y más doloroso: que en guerras como la de Irak no basta retirarse para estar afuera, que después de haber entrado ni siquiera saliendo se sale, que ahora contra su voluntad quizá les toque volver a entrar.

Y así la locura militarista va mostrando sus cuernos de pesadilla. No era inteligente ir a cobrarle los muertos de las Torres Gemelas a un falso culpable, con la idea de que por lo menos se les daba una lección y se le hacía sentir a un mundo que al dragón no se le puede pisar la cola.

Así no funcionan las cosas, y esa experiencia no es nueva. Los poderosos de este mundo creen que vencer es convencer, que ganar es tener la razón, pero los sabios han dicho que Dios no juega a los dados, y Einstein varió la fórmula para afirmar que “Dios será sutil, pero no es malicioso”, que nadie puede acertar si no respeta las leyes del mundo, que son elementales, pero implacables.

Cada nación necesita su territorio, los dioses no están en los templos, sino en el alma de sus pueblos, y a veces las grandes rebeliones no nacen de la rabia, sino apenas del dolor. No es creando ofensas nuevas como se curan las viejas ofensas, ni es sembrando el mundo de nuevos enemigos como se eliminan las viejas enemistades.

Esos indescifrables guerreros de la media luna roja tienen sus motivos que valdría la pena interrogar. Su odio es industrioso: convirtieron en bombas unos aviones de pasajeros, llenaron de zozobra los aeropuertos del mundo, en la edad de las bombas atómicas volvieron peligrosos los cortaúñas, y por primera vez en la historia tendieron una sombra de miedo sobre la nación más segura del mundo.

Desoyendo las advertencias generosas del planeta entero Bush decidió lanzarse a una misión de aplastamiento, y convirtió a un país maltratado en un país desgarrado, un nuevo nido de discordias en una región de tormentas. Ahora Estados Unidos e Inglaterra intentan negar que las tempestades de hoy sean cosecha de los vientos de ayer; Tony Blair afirma que lo que ocurre hoy en Irak es culpa de Irak, y Dick Cheney intenta demostrar que el error es de Obama, que no supo terminar bien la obra de arte de Bush.

Pero no aprenden: tampoco a Libia sus bombarderos llevaron la democracia. También allí convirtieron un Estado precario en un Estado deshecho, y nadie sabrá decirles qué va a salir de esos agujeros negros que andan sembrando por el mundo.

¿Les importa su propia seguridad, la seguridad de sus pueblos? En los últimos tiempos en casi todo el planeta a los gobiernos no les importa la siguiente generación, sino la siguiente elección. Lo que les importó en Irak y en Libia no es la gente de pasado mañana, sino el petróleo de mañana, una economía que ya no sabe de décadas, sino sólo de años.

Con la misma lógica los gobiernos y los empresarios del mundo han contemplado con indiferencia, como una anécdota de documentalistas y una alarma de románticos, las inexplicables lluvias de pájaros, el colapso de los insectos, el apocalipsis de las mariposas, la dramática reducción de las colmenas de abejas que polinizan el mundo.

Y sólo ahora, de repente, parecen caer en la cuenta de que esas abejas harán falta, de que el cambio climático del que se les advierte hace décadas podría afectar la economía, a la que todavía les encanta llamar “el crecimiento”. Sólo sienten el mal cuando les toca el bolsillo, y por eso son los últimos en verlo. Porque cuando los males por fin afectan a los políticos y a los empresarios, hace mucho ya que están afectando a la humanidad.

Más grave es que a la hora de responder, y también por razones de urgencia, tomen decisiones arbitrarias: decretaron la prohibición de las drogas, y convirtieron así un problema de salud pública en una ordalía de crimen y de corrupción; se niegan a ver que el negocio de los plaguicidas está tratando como una peste a unas especies necesarias y benévolas; permiten que una estrecha expectativa de ganancias ponga en peligro el patrimonio genético de las especies; cruzan entre bengalas el pórtico de guerras irresponsables, sin preguntarse si no se están internando en un laberinto que no tiene salida.

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