sábado, 23 de agosto de 2014

“Ha sido un siglo sangriento”

A pesar de todo, no queda otra alternativa que mirar con optimismo realista al siglo que ha comenzado, retomar las banderas de la paz, asumirlas en serio frente a provocaciones y demagogia, pero siempre sin olvidar la historia que nos ha traído aquí. Estamos obligados a no perder de vista lo que somos y dónde estamos.

Aurelio Alonso / La Ventana (Cuba)

Este año se cumplen cien del inicio de la guerra que recordamos como primera mundial, a partir del hecho de que se vivió, más de dos décadas después, una segunda, más definitiva, más global y más brutal aún, cuya memoria parece dejar en la sombra a la que le antecede.

Anoto desde ahora que aquel conflicto, que hoy llamamos primero, era citado en la mayoría de los textos serios anteriores a los años sesenta como la Gran Guerra o la Guerra Europea, a pesar de terminar enrolados en ella más de cincuenta Estados, que representaban una parte considerable de la población mundial, de haber participado más de sesenta millones de personas en combate y de haber dejado el saldo sin precedente de más de nueve a diez millones de muertos. Ese fue solo el estimado en números redondos, pero que queda corto frente a todos los intentos de precisar. Para citar un ejemplo, el profesor Ernest L. Bogart, de la Universidad de Illinois, calculó nueve millones, novecientos noventa y ocho mil, ciento setenta y una pérdidas humanas, el estimado más cercano a los diez millones que he conocido.

Redondear las cifras facilita los cálculos y es un recurso legítimo sobre todo en casos, como este, en los cuales se hace imposible contabilizar con exactitud. No obstante no puedo evitar una rara sensación de complicidad cuando se trata de estadísticas de muertes humanas.

La mayoría en la nómina de los países beligerantes lo fueron, sin embargo, obligados por la relación de dependencia con una u otra de las potencias que se involucraban en la guerra, y en consecuencia, sin posiciones propias.

Los Estados Unidos declararon la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917 cuando fueron hundidos por torpedos alemanes ocho cargueros estadunidenses en los dos meses precedentes, daño físico y moral que puede haber sido demasiado para mantener una neutralidad en la cual las empresas de la familia Dupont, y otros de la industria bélica, y la de alimentos, se beneficiaban ostensiblemente.

Desde el 1915 en que los submarinos alemanes hundieron el trasatlántico Lusitania, con ciento veintitrés norteamericanos a bordo, estos “descuidos” se subsanaban con compensaciones monetarias. Pero habían pasado tres años de guerra en Europa, y el cálculo de costos y ganancias geopolíticas parece haber marcado para Wáshington la hora de involucrarse directamente.

Resulta curioso que el primer país latinoamericano en sumarse a aquella declaración de guerra fuera Cuba, dos días después. Tal resolución parecería una payasada, si eso bastara para explicarla. En nuestro Continente le siguieron, en este orden, Panamá, Brasil, Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Haití y Honduras, mayormente repúblicas de su «patio trasero» en trance, más avanzado que otros, de trocar su frágil independencia en subalternación neocolonial del «coloso del Norte». Ninguna de ellas tenía motivos propios para declararse beligerante, pero hacían número para la mundialización formal del conflicto, alrededor del nuevo poder imperialista.

Recuerdo que el historiador Eric Hobsbawm alude como «era de los extremos» al período que transcurre entre 1914 y 1991, año de referencia, el primero, para el comienzo de la Primera Guerra Mundial y los cambios a que dio lugar, y el último, para el derrumbe del socialismo soviético y del llamado orden bipolar. Lo cual hace del XX un siglo corto, si sabemos relativizar, con Hobsbawm, la severidad de los esquemas cronológicos, y nos atenemos al significado trascendente de los acontecimientos históricos. La densidad del siglo vivido se enmarca entre aquellos dos explosivos sucesos.

Por razones que no alcanzo a explicarme, la reflexión y el debate sobre la importancia de tan significativo conflicto ha sido descuidada, desenfocada con la ayuda de esquemas historiográficos simplistas, y disuelta borrosamente en el imaginario popular. Se me dio la posibilidad de revisar las respuestas a una encuesta reciente que revelan el sensible desconocimiento que rodea a este episodio entre los cubanos. Y estoy seguro de que, a nivel general, es poco lo que se recuerda en nuestro hemisferio de aquella guerra, y más centrado en lo anecdótico que en las realidades de fondo. Fue un análisis que me sirvió, además, para percatarme de que tampoco escapaba yo del todo de esa trampa deformadora.

Llamo la atención, al mismo tiempo, sobre el peso que tuvo aquel conflicto en preparar el escenario en el cual se desencadenó el proceso revolucionario ruso, y las páginas brillantes que le tuvieron que dedicar al tema los más notables pensadores socialistas de la época, como Jean Jaurès, Rudolph Hilferding, Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo, Leon Trotsky y especialmente Vladimir Ilich Lenin. Lecturas a las cuales tal vez hemos dado menos atención que a otras menos rigurosas. Fueron varios, sin embargo, los revolucionarios que comprendieron que el papel de la guerra europea como incubadora de la revolución sería probablemente grande, y vislumbraron una fuerte correlación entre la derrota en la guerra y la maduración de condiciones para la revolución (e igualmente facilitaba la introducción, por Lenin, de la doctrina del «eslabón más débil» en la teoría marxista de la revolución).

Se bifurcan desde aquel proceso los significados del curso de la historia del siglo, cuyas conexiones con lo que trataré en estas líneas requerirían otro artículo, aunque, en todo caso, no podía dejar de advertirlo aquí.

Para explicarnos con rigor las causas profundas de la Primera Guerra Mundial tenemos que comenzar por constatar que la transformación en las fuerzas productivas generadas por los grandes procesos de acumulación de capital hacia la segunda mitad del siglo XIX habían consolidado el carácter mundial del mercado y llevado a una nueva división internacional del trabajo, y urgían un cambio en la correlación de fuerzas dentro del mapa de la dominación a escala planetaria. Sería imposible explicar esta guerra al margen del cambio que se producía a escala mundial. Los Estados Unidos saltaban del quinto lugar que representaban entre las potencias industriales en 1840, al primero en 1895, en tanto Alemania se consolidó hacia 1900 en la segunda posición, relegando al imperio británico (cuna histórica de la revolución industrial) a un tercer lugar. Entre 1872 y 1914 las principales potencias conquistaron veinticinco millones de kilómetros cuadrados, dos veces y media la superficie de Europa.

Con la comunicación interoceánica (el Canal de Panamá) y el Caribe en sus manos, los Estados Unidos se reservaban como propia la ecuación de dominar el resto del continente americano, pero para Alemania se agudizaba una contradicción entre la expansión de las fuerzas productivas y la relativa estrechez del espacio económico que poseía. Lenin acuñó, en el discurso contra la guerra, la comprensión de que Alemania había llegado tarde al reparto imperialista del mundo, en tanto Rosa Luxemburgo, en La acumulación del capital, fundamentaba cómo las condiciones en las cuales Marx había previsto el colapso del capitalismo habían cambiado.

Me permito volver atrás un instante para recordar que el poderío colonial español se hundió definitivamente en Cuba en 1898 ante la política invasora de los Estados Unidos, quienes intervinieron en su provecho, como siempre, en el instante en que les convino, apropiándose del resultado de treinta años de luchas independentistas cercanas ya a la victoria, y asegurándose por la fuerza el estratégico dominio del Caribe y una plataforma en el océano Pacífico, con el archipiélago de las Filipinas.

El derrumbe hispano era seguido, en Europa del Este, por el desmembramiento del imperio otomano en los Balcanes, donde los serbios ayudaban a liberarse a los eslavos de los turcos en Macedonia y se preparaban para hacerlo también en Hungría, a la vez que los armenios eran masacrados por los turcos, y El Maghreb y el Oriente Medio se convulsionaban. Acontecimientos aparentemente inconexos que respondían, sin embargo, al mismo giro de la historia global. Uno marcaba el despegue del empoderamiento norteamericano, mientras el otro parecía servir la mesa a la segunda potencia (Alemania) para buscar la dominación europea. La trama artificiosa de las condicionantes locales, que enfrentan a la causa eslava con la decadente tradición austro-húngara de poder encubría la voracidad germana, que se reveló rápidamente como la fuerza conductora del conflicto.

Si nos detenemos por un instante a analizar la rivalidad comercial y financiera en juego, podemos percatarnos de que en 1914 ningún país europeo hubiera podido ser responsabilizado aisladamente con el desencadenamiento de esta guerra. Un influyente parlamentario británico de entonces afirmaba públicamente: «Seríamos unos tontos si no encontramos una razón para declararle la guerra a Alemania antes de que construya demasiados barcos y desplace nuestro comercio», revelando así las motivaciones profundas de la corona inglesa.

¿Cómo cobraba forma este conflicto, que introducía la tónica de la competencia a una nueva escala imperialista? Definir su perfil, su naturaleza y su duración posible era algo que se trataba de esclarecer en un clima de confusión generalizada. Atribuirle peso al asesinato del heredero de la corona austriaca, el archiduque Francisco Fernando, y su esposa, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, o al conflicto nacionalista entre la cultura sajona y la eslava, y con ello a los diferendos locales, es una visión que desvirtúa la complejidad del panorama bélico; la oculta tras explicaciones inmediatistas y localistas. Adviértase que aún si se le podía llamar, territorialmente, Gran Guerra Europea, en tanto los países involucrados al inicio eran los cuatro imperios de comienzos de siglo (británico, alemán, austro-húngaro y otomano), y los países aledaños, la entrada de los Estados Unidos y en medida secundaria de Japón, desbordaba a Europa. Y ni Japón, ni mucho menos los Estados Unidos, pueden ser subestimados en las causas ni en el resultado de esta contienda.

El conflicto acabó por mundializarse con las implicaciones participativas que ya he citado antes, y propiciando a las grandes potencias el desarrollo de su industria militar y la posibilidad de experimentar nuevas armas, inesperados ingenios de exterminio, en un recurso al terror sin precedente en la historia. Sin embargo, los principales jefes políticos y militares pensaban, al inicio, que el conflicto duraría poco, y tanto los británicos y los franceses, como los alemanes se creían con una superioridad que podrían imponer con rapidez. Hay que hacer la salvedad de las voces más lúcidas, entre los socialistas, como la de Jean Jaurès, que advirtió, una semana después del atentado de Sarajevo, que no estaban ante otro conflicto balcánico, sino ante un desastre europeo sin precedente, entre muchos ejércitos de millones de hombres, y esa visión le hizo clamar, premonitoriamente: «Quel massacre, quelles ruines, quelle barbarie!» Poco después fue asesinado en otro atentado, menos recordado que el del archiduque, que le privó de testimoniar el acierto de su profecía.

La agresividad imperial estaría respaldada, en las nuevas condiciones, por la explosión de la tecnología y la industria militar, que daba lugar a una verdadera revolución en el terreno de la logística. La guerra no descansaría más en las tres armas tradicionales: infantería, caballería y artillería. Una complejidad superior obligaba a revisar estrategias y tácticas. En el campo de batalla la caballería era reemplazada, por vez primera, por los carros blindados, que integraban el poder de fuego artillero. Se incorporaba, a la vez, la industria química, con los criminales usos bélicos del gas y del fuego. Se llegaron a producir cañones de un calibre descomunal. Al comienzo de la guerra se mantuvo un equilibrio entre las fuerzas beligerantes de tierra, de la técnica y de la experticia de los jefes, a lo cual me referiré más adelante.

Alemania desarrolló la guerra en dos frentes: el occidental y el oriental. Comienza ganando batallas en el oriental (ruso) y avanzando allí hacia fines de agosto de 1914, en tanto en el occidental (francés) su ofensiva tiene victorias en Alsacia-Lorena y Luxemburgo. A finales de 1915 los aliados no habían logrado avanzar más que unos pocos kilómetros, al costo de cerca de millón y medio de muertes. El incremento del poder destructivo del armamento convertía las batallas en verdaderas masacres, de cientos de miles de muertes, especialmente donde se hacía sensible la desigualdad entre los soldados, y la técnica bélica. El Marne, Galiploli, Verdun y otras muchas se recuerdan como escenarios de verdaderas carnicerías.

Los cambios en los mandos de una y otra parte trastornaban a veces el curso de los enfrentamientos victoriosos, aunque en otras ocasiones esto sucedía cuando se mantenía a un jefe que no hubiera desarrollado una estrategia de respuesta adecuada a las novedades mostradas por el adversario, fueran estas de carácter tecnológico u operativo. Con frecuencia la experticia guerrera de la alta oficialidad se volvía obsoleta muy rápidamente ante los avances del ingenio armamentista. Los generales cuyo currículo mostraba como los más confiables por su probada competencia protagonizaban a veces bochornosos fracasos. El caso más manejado es el del mariscal Joffre, en cuyo prestigio había descansado en un momento la designación al frente del mando unificado, y tuvo que ser destituido debido a los reveses. El 21 marzo de 1918 comenzó la gran ofensiva del ejército alemán, que logró romper el frente aliado. La unificación del mando aliado bajo el general Foch introdujo la táctica llamada de «ataques concéntricos» en el uso de los tanques, con la cual logró imponerse a las líneas alemanas, anulando sus últimos avances sobre el Marne.

Como se habrá podido observar, he evitado detenerme en la descripción del conflicto salvo cuando lo necesito para mostrar significados olvidados. Y este desfase entre la competencia de los mandos y la necesidad de búsqueda de nuevas fórmulas en el campo de batalla, tan extendida entonces, se vuelve a observar en la Segunda Guerra, en lo que, por supuesto no me corresponde entrar en detalle.

En el mar, escenario que el prolongado contencioso colonial experimentado hasta el XIX había contribuido a poner en primer plano, la ingeniería naval llevaba ahora a su máxima expresión la combinación de blindaje y armamento en el acorazado y el crucero pesado, en tanto que el submarino introducía un nuevo desafío en el combate. Al comienzo de la guerra el tonelaje de la armada británica era de dos millones setecientas catorce mil ciento seis toneladas, en tanto la alemana era un millón trescientas seis mil quinientos setenta y siete (Bogart). Sin embargo la superioridad del poder submarino alemán se hizo sentir desde los primeros años del conflicto. En la batalla de Jutlandia, en mayo de 1916, hasta esa fecha la mayor confrontación naval de la historia, un centenar de naves inglesas y cuarenta y cinco mil efectivos se enfrentarían a ciento cuarenta y ocho barcos y sesenta mil soldados alemanes. Exponente máximo en su mayoría de la ingeniera naval de guerra de la época. Gran Bretaña perdió catorce barcos y seis mil seiscientos efectivos, en tanto Alemania perdía once navíos y sufría tres mil cuarenta bajas. En realidad, los resultados de esa batalla no se reconocieron como significativos en la balanza del conflicto por ninguna de las partes. Nadie se sintió claramente ganador.

Cuenta, en un tercer lugar, en el plano logístico, la introducción del dominio del aire: el dirigible y el avión irrumpen en el escenario bélico. De 1915 a mediados1916 los dirigibles alemanes realizaron numerosas misiones de bombardeo en Francia e Inglaterra, y a partir de ese año fueron sustituidos por la aviación. El combate aéreo se implantó como un cuerpo a cuerpo en el cual la eficiencia de los pilotos se medía por aviones enemigos derribados, pero su verdadero papel era impedir el bombardeo aéreo de los objetivos militares. Los pilotos más diestros de la aviación alemana, inglesa y francesa (y al final de la guerra, también la norteamericana) llegaron a derribar varias decenas de aparatos de parte y parte. La aviación de guerra conlleva, a su vez, la creación de otra arma: el arma de la defensa antiaérea.

En resumen, que la revolución macabra de la tecnología de exterminio implicaba una potenciación del poder destructivo que ya no podrá ser detenida sin afectar fuertemente los intereses del capital involucrado en ella, cada vez más significativo proporcionalmente dentro de las economías de las nuevas potencias imperialistas. Ha sido de sobra estudiado cómo al final de la Segunda Guerra Mundial el complejo militar industrial se había posicionado en el andamiaje conductor de las finanzas del imperio y de sus trazados hegemónicos. Abriría junto con el petróleo lo que se caracterizó como proceso de la transnacionalización del capital.

Al término de esta guerra, tan engañosa resultó al final como al comienzo, ya que tras el armisticio no faltó quienes creyeran con ingenuidad que podía quedar como única, que no tenía por qué repetirse tal matanza, que estaba llamada a marcar el final de los grandes conflictos armados, que se transitaba del tiempo del enfrentamiento al tiempo de la negociación. En tanto las fuerzas decisoras del sistema-mundo preparaban la antesala de otra que produciría seis veces los muertos de la anterior en casi el mismo tiempo de duración, y con un perfeccionamiento de la industria de la muerte que llegaría a alcances insospechados. Este dato encuadra de manera inequívoca a la Primera Guerra Mundial como el comienzo de un tiempo de masacre, de abolición de las condiciones pacíficas de la subsistencia humana, que abre una época de confusión, en las relaciones humanas y hasta en el lenguaje. Ese me parece que es precisamente el dato más relevante en el centenario del cruce y ocupación del territorio de Bélgica por las tropas alemanas, el 2 de agosto de 1914, en su ruta de invasión hacia Francia.

«El siglo XX, afirma Eric Hobsbawm, ha sido el más sangriento en la historia conocida de la humanidad. La cifra total de muertos producidos directa o indirectamente por las guerras se eleva a unos ciento ochenta y siete millones de personas, un número que equivale al 10 % de la población mundial de 1913 [...] Ha sido un siglo de guerras casi ininterrumpidas». En el siglo que le antecedió, el conflicto más sangriento se vivió a mediados del mismo y fue la guerra civil dentro de los Estados Unidos, que costó seiscientas mil vidas. Con el final del siglo había llegado la hora de salir a matar fuera de sus fronteras y es lo que los ejércitos norteamericanos han hecho desde entonces. Lejos de propiciar un clima definitivo de paz, los años que siguieron a la Segunda Guerra ha servido de escenario a unos sesenta conflictos de más de cien mil muertos cada uno, y entre ellos nueve que sobrepasan el millón. Unos desencadenados desde los Estados Unidos y otros instigados desde allí. El mundo devino un paisaje de muerte. De 1914 a 2014 fue un siglo verdaderamente sangriento.

Pero a pesar de todo, no queda otra alternativa que mirar con optimismo realista al siglo que ha comenzado, retomar las banderas de la paz, asumirlas en serio frente a provocaciones y demagogia, pero siempre sin olvidar la historia que nos ha traído aquí. Estamos obligados a no perder de vista lo que somos y dónde estamos.

La Habana, 6 de mayo de 2014


Incluido en el No. 275 de la revista Casa de las Américas que se presentará en el próximo mes de septiembre

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