sábado, 12 de marzo de 2016

Nota sobre el pensar de los latinoamericanos

El pensar de los latinoamericanos se forma y se transforma en un diálogo constante con todas las corrientes de pensamiento que expresan los avatares del desarrollo del capitalismo a escala mundial, pero concurre a ese diálogo con voces a la vez propias y diversas.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Para Armando Hart Dávalos, maestro de martianos

En lo más usual, la historia del pensamiento latinoamericano ha sido pensada y difundida entre nosotros de manera lineal, como el producto de una serie de influencias provenientes del exterior que han venido a animar nuestra vida interior, como si ella careciera de vigor y creatividad propias. Esas influencias van desde la del cristianismo medieval en lucha con el laicismo capitalista emergente entre los siglos XVI y XVIII, pasando por los conflictos entre el liberalismo y el pensamiento conservador en el XIX, y las afinidades y contradicciones de ese liberalismo con el marxismo soviético en el XX, hasta el triunfo del neoliberalismo como doctrina de Estado hacia la década de 1990 y su confrontación en el XXI con movimientos populares que se expresan a través de un amplio abanico de ismos.

Hay algún grado de verdad en esa visión, sin duda. Sin embargo, resulta falsa en cuanto se sustenta en la exageración unilateral de uno de los aspectos de la verdad del proceso al que alude. En efecto, el pensar de los latinoamericanos se forma y se transforma en un diálogo constante con todas las corrientes de pensamiento que expresan los avatares del desarrollo del capitalismo a escala mundial, pero concurre a ese diálogo con voces a la vez propias y diversas.

En lo contemporáneo,  el punto de partida de ese pensar está en José Martí. Su acta de nacimiento es el ensayo Nuestra América, publicado en México, en el periódico El Partido Liberal, el 30 de enero de 1891. Y en ese ensayo, la tesis fundamental en lo aquí atañe es la que señala que no hay entre nosotros batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.”

Son muchas las raíces que conducen a esa tesis, desde el pensar indígena anterior a la Conquista, y la radical ampliación de lo humano en el pensamiento occidental cristiano que resultó de la defensa de los pueblos originarios por Bartolomé de Las Casas, hasta la lucha por establecer nuestra identidad en el marco de los juicios y prejuicios de la Ilustración, y la definición del liberalismo como proyecto inicial de la constitución de nuestros Estados nacionales, a partir de la obra de intelectuales como Domingo Faustino Sarmiento. Pero esa tesis abre un período enteramente nuevo en la historia de nuestro pensar.

Parafraseando lo dicho por V.I. Lenin en su  artículo sobre las tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, y siguiendo una idea planteada y persistida por Armando Hart, la tesis martiana sobre el combate entre la falsa erudición y la naturaleza – y su comprensión de ésta a partir de la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder del amor triunfante - abre el camino que llevará del socialismo indoamericano del peruano José Carlos Mariátegui a la comprensión de la revolución como medio para abrir paso a la formación de seres humanos nuevos, en el argentino Ernesto Guevara. Lo desplegado a partir de allí en el siglo XX asombra si se lo considera en su detalle.

De 1950 en adelante, en efecto – culminado el ciclo revolucionario que liquidó al Estado Liberal Oligárquico entre las décadas de 1910 y 1940 – nuestra América dio de si, en las ciencias sociales, una teoría del desarrollo como desafío ante un mercado mundial organizado en torno al desarrollo desigual y combinado; la apertura, en 1980, del debate sobre la dimensión ambiental de ese desarrollo, y la crítica a esa teoría por parte de los teóricos de la dependencia. En el campo de las humanidades, la vieja pedagogía liberal positivista encontró el desafío de la teoría educativa elaborada por el brasileño Paulo Freire, como el clericalismo conservador encontró – desde dentro de la propia Iglesia católica – debió enfrentar su bancarrota moral y política (en el mejor y más rico sentido del término) ante el desarrollo de la teología de la liberación, a partir de la obra del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez.

Para bloquear ese impulso creador hizo falta toda la capacidad represiva de las dictaduras militares que, a lo largo de la década de 1970, crearon las condiciones para la captura de nuestros Estados por el neoliberalismo, en lo que sus ejecutores vieron como un triunfo de la civilización capitalista. Ese bloqueo ocurrió por diversas vías. Una fue, por supuesto la persecución y desarraigo de los intelectuales comprometidos con la naturaleza en lucha contra la falsa erudición; otra, la dispersión de las comunidades de conocimiento desde las cuales se llevaba a cabo esa lucha, y otra más la implantación de modalidades de gestión cultural y académica que garantizaban la separación y el extrañamiento entre los trabajadores manuales e intelectuales, en el campo como en las ciudades.

A lo largo del siglo XXI, los logros obtenidos por esa política reaccionaria han venido contradicciones y revesas de escala y profundidad cada vez mayor. La expansión del capital sobre las fronteras de recursos mineros, agrarios y energéticos, en el mundo rural, y el deterioro sostenido de las condiciones de vida de grandes segmentos de población en las ciudades de una región cada vez más urbanizada han generado conflictos socioambientales de un tipo nuevo, al calor de los cuales se ha generado un nuevo ambientalismo latinoamericano que nutre campos del saber como la ecología política, la historia ambiental y la economía ecológica.

Ese mismo proceso, por otra parte, alienta un resurgimiento cultural y político de minorías –a menudo mayoritarias – indo y afroamericanas que traen a propuesta y debate visiones como la del buen vivir, de fuerte acento comunitario y solidario, que se oponen al vivir mejor del consumo individual que estimula y legitima el crecimiento sostenido con inequidad social y deterioro ambiental que  está en la raíz del neoliberalismo. Y en ese resurgir aflora también el legado de la religiosidad popular – ni clerical ni conservadora – que, de Las Casas acá, resurge en el carácter fecundante que adquiere otra vez la teología de la liberación, expresado por ejemplo en el desarrollo de una ecología moral, y en su acompañamiento de las luchas populares por sociedades verdaderamente solidarias.

Este ciclo de renovación apenas empieza. Sus tiempos son distintos a los de las luchas políticas en el seno de formaciones estatales en crisis, y de un mundo en transición hacia un futuro aún incierto, en la que nuestro pensar renovado desempeñará – desempeña ya – un papel de creciente importancia. Ese ciclo culminará con el cumplimiento del programa subyacente a Nuestra América. Desde allí, la América nuestra estará en plena capacidad para contribuir al equilibrio del mundo y confirmar que, para cada uno y para todos, Patria es realmente Humanidad.

Panamá, marzo de 2016

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