sábado, 21 de enero de 2017

Trump, EE.UU y la nostalgia imperialista

El regreso a la narrativa de la nostalgia imperialista como recurso ideológico es uno de los principales rasgos del declive del poder de los Estados Unidos, en el contexto mayor de la crisis capitalista, que es también la crisis civilizatoria de nuestra época.

"El vecino de arriba", de Rocha
(Tomado de LA JORNADA).
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Frente al estupor de unos, la indignación de otros y la expectativa generalizada en el mundo entero –no exenta de sus dosis de temor-, Donald Trump, el magnate del negocio inmobiliario y de los reality shows, cuya fortuna en 2016 fue estimada por la revista Forbes en $3700 millones de dólares, finalmente juró su cargo como presidente de los Estados Unidos para los próximos cuatro años.

¿Debe sorprendernos que un personaje de su calibre, que se anuncia defensor del ciudadano promedio afectado por la globalización y la crisis económica, pero que ha usufructuado de todos los beneficios y portillos que tolera el sistema que dice cuestionar, asuma la presidencia de la que, con acierto, ha sido llamada la más poderosa potencia económica y militar de la historia de la humanidad? Desde nuestra perspectiva, no.

Trump, lo hemos dicho ya, es una grotesca metáfora del capitalismo y de la cultura machista, patriarcal, xenófoba y racista que subyace en las profundidades del autoproclamado mundo libre; ese reflejo deformado y amenazador en el que se miran, asombrados, millones de hombres y mujeres en la Roma americana.

El nuevo jefe de la Casa Blanca encarna los valores constitutivos del capitalismo (como el individualismo, el culto al dinero, la divinización del mercado, o la inversión ideológica de la libertad –conviertida en estratagema opresiva- como recurso de dominación); de la ideología del “destino manifiesto” devenida en sentido común, y de las miserias y excentricidades  de la cultura del consumo y el espectáculo de masas, que están en la génesis de la construcción de la moderna sociedad estadounidense, por lo menos desde el último tercio del siglo XIX y que se prolonga hasta nuestros días. Sus conductas fanfarronas y sus declaraciones altisonantes no son sino expresiones de ese desarrollo sociocultural al que hacemos referencia, que han permanecido latentes a lo largo del tiempo, soterradas bajo las apariencias y trampas del discurso civilizatorio con el que las élites estadounidense han forjado sus aspiraciones hegemónicas y de dominio unipolar del mundo. Y hoy, en plena decadencia (geo)política del imperio, emergen nuevamente a la superficie con cinismo y desparpajo.

Trump, al igual que la aspirante presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton,  hicieron suya durante la campaña electoral la idea de la excepcionalidad de los Estados Unidos. Y no pretende renunciar a ese argumento. Esto quedó claro la víspera de su investidura, en un acto en las escalinatas del monumento a Abraham Lincoln en Washington, cuando en medio de promesas de ampliación de las fuerzas militares, fortalecimiento de la frontera con México y recuperación del empleo en el sector industrial, el nuevo mandatario proclamó: “Vamos a hacer grandiosa a América de nuevo”. Y en su discurso de inauguración, reapareció esta tesis clave en dos momentos: al inicio, para asegurar que:  “De hoy en adelante, una nueva visión gobernará nuestra tierra. Desde este momento, solo Estados Unidos será primero. ¡Estados Unidos será primero!”; y al final de su alocución, cuando setenció: “Juntos, haremos que Estados Unidos vuelva a ser fuerte. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser próspero. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser orgulloso. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser seguro de nuevo. Y sí, juntos haremos que Estados Unidos sea grande de nuevo”.

El regreso a la narrativa de la nostalgia imperialista como recurso ideológico es uno de los principales rasgos del declive del poder de los Estados Unidos, en el contexto mayor de la crisis capitalista, que es también la crisis civilizatoria de nuestra época. Como lo explica el historiador costarricense Rodrigo Quesada en su libro La lógica de la nostalgia (imperial), obra que le valió el premio nacional de ensayo en el año 2015, la nostalgia imperialista “está repleta de símbolos, de rituales y de ceremonias mediantes las cuales se busca invocar las glorias del ayer, y sobre todo, impedir que las emociones, las ideas y los sentimientos que trae consigo toda aquella parafernalia se nos vayan de las manos, para no volver jamás”. El nuevo presidente es un nostálgico imperialista que añora “el paraíso perdido, cuando se era amo y dueño absoluto de hombres y pueblos enteros”, y que “cree (como Reagan lo creyó, durante los años ochenta) que los escenarios no cambian, y que los hombres menos” [i].

Vistas así las cosas, cabe preguntarnos: ¿es más peligroso Trump que el expresidente Obama, quien poco honor hizo al premio Nobel de la Paz que recibió en el 2009, y que deja un escenario abierto de conflictos y tensiones geopolíticas en América Latina, África del Norte, Medio Oriente, Europa, Asia Central y el sureste asiático? ¿Y Trump, con sus twits incendiarios, realmente representa una amenaza mayor que las 23.144 bombas que, de acuerdo con un estudio del Consejo de Relaciones Internacionales –con sede en Nueva York-, fueron lanzadas por la administración Obama sobre Irak, Siria, Afganistán, Pakistán, Yemen y Somalia solo en el año 2015, en el marco de su guerra contra el terrorismo? Ahí está el meollo del asunto: en la continuidad de la razón imperial y de su praxis, independientemente de la cabeza visible del liderazgo en Washington.

Con los Clinton, Bush y Obama ayer, y con Trump a partir de ahora, el problema de fondo para los pueblos y los oprimidos del mundo, y en particular para los latinoamericanos, seguirá siendo el imperialismo. No lo olvidemos.




[i] Quesda, Rodrigo (2015). La lógica de la nostalgia (imperial). San José, C.R.: EUNED / Nadar Ediciones, pp. 19 y 25

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como se dice, los gobernantes son reflejo de lo que es el pueblo que los eligió.