(En la fotografía, una movilización popular del Frente Amplio de Uruguay).
El ocaso del neoliberalismo.
El cambio de milenio coincidió, en buena medida, con el fracaso del paradigma neoliberal instaurado en torno a 1990. Con el ascenso al gobierno de alianzas políticas de neto signo progresista, América Latina parecía enterrar en el pasado las políticas de libre mercado, y comenzaba la lenta tarea de recuperar discursos incluyentes en sociedades socialmente fracturadas. La correlación de fuerzas inicial era, en líneas generales, relativamente favorable, y hacia 2005 podían verse ya los primeros frutos de la nueva etapa. Si, durante los años ochenta, la recuperación de las democracias y el ocaso definitivo del actor militar como partido privilegiado de la reacción interna y foránea, habían sido reemplazados por la presión de los “mercados” y fondos de inversión, la nueva coyuntura económica abierta luego de 2001 parecía aflojar las cadenas que atenazaban a los sectores externos, y la situación macroeconómica general comenzaba a dar signos que permitían una mayor autonomía política respecto del sector financiero. El latiguillo del “libre comercio” –en rigor, la generación de condiciones óptimas para la expoliación de los recursos humanos, naturales y materiales del continente al menor costo posible por parte del capital extranjero y sus personeros locales- ya no alcanzaba para generar consenso en torno a la continuidad de políticas crecientemente descritas como injustas y regresivas. La recuperación de los términos del intercambio para commodities y otras exportaciones generaba situaciones de superávit en la balanza comercial, que, salvo casos puntuales, alejaban un poco el fantasma de la cesación de pagos.
En esas condiciones, cuatro ejes de transformación comenzaban a vislumbrarse. En primer lugar, destacaba el nuevo impulso a los procesos de integración económica regional. En concreto, el MERCOSUR comenzaba a mostrarse como una alternativa política y económicamente viable de integración regional, en oposición al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) pregonada por Washington. En segundo lugar, la situación de Ecuador y Bolivia daba lugar al bautismo político de un nuevo / viejo actor: las comunidades indígenas, largamente marginadas de los procesos de toma de decisión y del aparato estatal. La victoria de Evo Morales, en particular, abría una nueva etapa para los movimientos sociales. En tercer lugar, los países latinoamericanos, en un movimiento común, daban la espalda al FMI, el instrumento privilegiado de presión del Departamento de Estado en la región. Los casos de Argentina y Brasil, que, merced a la buena marcha de sus economías, cancelaban sus deudas y clausuraban su dependencia del poderoso sindicato de inversores, daban muestra cabal de la fortaleza de estos procesos. Finalmente, los países de la región encontraban en la escena internacional nuevos aliados. El estrechamiento de los lazos dentro del G20, que reunía a varias de las economías emergentes –como por ejemplo la India- y el desembarco en la región de inversiones procedentes de China, que al mismo tiempo se abría como un nuevo mercado, alternativo al europeo, daban lugar a asociaciones novedosas, y otorgaban mayor margen de acción a los gobiernos latinoamericanos.
Estos episodios tuvieron su coronación en la Cumbre de Mar del Plata, celebrada precisamente en noviembre 2005. En Mar del Plata, pudo decir con orgullo Hugo Chávez Frías, la firme posición de Brasil y Argentina había “enterrado al ALCA”, pese a la sorpresiva presencia del primer mandatario norteamericano, George W. Bush, poco adepto a una política latinoamericana consistente durante sus años de gestión en la Casa Blanca.
Sin embargo, la euforia y el optimismo de aquellos días, densos en historicidad, hoy parecen opacados. Nuevos desafíos, esta vez, en principio, de orden interno, han surgido para desestabilizar a la región.
Federalismo, ese caballo de Troya.
En efecto, si el año 2005 terminaba con la derrota del ALCA, el año 2008 parece signado por la reacción de aquellos grupos refractarios a las transformaciones realizadas, a la integración regional, y a la consolidación de los procesos descritos. Los referendos autonómicos bolivianos y la movilización de los sectores ligados al agronegocio de la soja en Argentina poseen, más allá de sus diferencias, algunos denominadores comunes. En primer lugar, se trata de reclamos sectoriales revestidos de banderas aparentemente progresistas, como el federalismo, la coparticipación y la distribución de la riqueza, pero que esconden la movilización y activación de los sectores históricamente asociados a las estructuras de poder tradicional, con el apoyo de los medios de comunicación y los grupos de interés neoconservadores. Las oligarquías regionales bolivianas y las fracciones reaccionarias de la burguesía agraria argentina han demostrado, en estos meses, con una fiereza inusitada, su oposición fáctica a cualquier proceso que involucre el menoscabo de sus privilegios, ligados a la explotación de recursos naturales y la exportación de bienes primarios, alimentos, energía y materias primas.
En este sentido, el reclamo de federalismo, autonomía y descentralización de los recursos es doblemente reaccionario. En primer lugar, por su funcionalidad a la estrategia de debilitamiento de los Estados nacionales seguida por el capital financiero y los intereses monopólicos ligados al suculento negocio de las exportaciones. En este sentido, la fragmentación de los territorios no es necesariamente un objetivo explícito. Antes bien, alcanza con el debilitamiento político de su principio de unidad, esto es, el actor estatal, el gran adversario del libre mercado. En segundo lugar, porque ese reclamo de “federalismo” representa, ni más ni menos, la negativa de estos sectores a compartir las rentas extraordinarias derivadas de la exportación de recursos que constituyen monopolios naturales, como es el caso de los hidrocarburos y la tierra. Es decir, se trata de un ataque al corazón mismo de las actuales condiciones políticas: la marcha de la macroeconomía y sus efectos sobre la recaudación estatal. Lejos de ser una bandera progresista, se trata entonces de un reclamo reaccionario, que pretende sumir, o bien, mantener en el atraso a toda la región.
Cabe en este sentido una reflexión. La etapa actual no es homogénea a escala regional. Pareciera, más bien, que los modelos de acumulación económica y política que se cuestionan son aquellos donde mayor libertad encontró el proyecto antiliberal para crecer en el vacío. Una hipótesis de explicación para este fenómeno podría residir en el hecho de que, tanto en Bolivia, con Sánchez de Lozada, como en Argentina, con De la Rúa, el proyecto neoliberal había derrapado por completo, generando una debacle económica, política y social que arrastró consigo a las fórmulas políticas asociadas al mismo. En Brasil, Uruguay y Chile, por el contrario, la disputa política se presentaba de modos diferentes, toda vez que, en última instancia, el neoliberalismo había gestionado con eficiencia macroeconómica las cuentas nacionales. La lucha por flexibilizar los términos de la hegemonía cultural del paradigma neoliberal en los países mencionados debió pasar, entonces, por procesos más complejos y graduales, que implicaron, muchas veces, el reconocimiento explícito de los “logros” del modelo económico y social. Con un adversario siempre presente en la esfera pública, legitimado por ésta y preparado para el eventual relevo, las construcciones políticas fueron diferentes, y la batalla cultural se presentó con anterioridad, como una contienda en cierta forma preliminar a cualquier cambio significativo.
En Argentina y Bolivia, en cambio, el terreno para una reivindicación abierta del Modelo de Ajuste Estructural ha quedado, al menos por un tiempo, completamente clausurado. Esto pudo generar la sensación de que la correlación de fuerzas era más favorable para un avance relativamente más rápido y profundo. Sin embargo, el propio éxito de las recetas macroeconómicas, en ambos casos espectacular por su contundencia, conspiró contra un examen más cuidadoso de los términos en que se reformulaba el discurso opositor. La lógica seguida por los viejos personeros del orden establecido consistió en ocupar los huecos ideológicos y culturales de una gestión política más definida por sus oposiciones que por sus propuestas y definiciones positivas. Al apropiarse de “significantes vacíos” como el mencionado “federalismo”, de larga presencia en la tradición política criolla, listos para su resignificación en un contexto completamente distinto, los sectores dominantes tradicionales contaron con la paradójica complicidad de los mismos beneficiarios de las políticas antiliberales: los pequeños y medianos productores agropecuarios, las clases medias urbanas y rurales y alguna fracción de las clases trabajadoras. Pero, sobre todas las cosas, contaron con el aval, tácito o explícito, del capital monopolista, desplazado en muchos casos de sus posiciones dominantes en la década pasada. Por último, los éxitos parciales de estos cuestionamientos se debieron al papel protagónico jugado por el sucedáneo del actor militar y de los mercados en el condicionamiento de las democracias latinoamericanas. Me refiero, desde luego, al papel de los medios masivos de comunicación, verdaderos conglomerados de empresas que reúnen posiciones dominantes en el decisivo circuito de la información, y que en la coyuntura se mostraron solidarios con el capital monopólico.
América Latina, zona de seguridad.
Casi al mismo tiempo, y en una secuencia inédita, el gobierno norteamericano anunciaba la reactivación de la Cuarta Flota, así como el refuerzo de su presencia militar en la región, dentro del marco del Comando Sur. En un despliegue sin precedentes, al menos dos portaaviones y varios submarinos nucleares de última generación volverán a patrullar las costas latinoamericanas, cosa que no sucedía desde los años de la Segunda Guerra Mundial. Ante el reiterado pedido de explicaciones por parte de varios gobiernos de la región, el Departamento de Estado insiste en que se trata de una medida “defensiva”, algo bastante difícil de creer en una región que no se caracteriza por la recurrencia de conflictos bélicos, así como tampoco por la presencia de potencias militares que puedan rivalizar con el gigante del Norte.
Tal vez podamos encontrar mejores explicaciones a este aparente sinsentido en la reciente evaluación de la situación regional realizada por el propio Departamento de Estado. En efecto, basta remontarse cuatro años atrás. El 24 de marzo de 2004, el General James Hill, en un informe presentado ante el Comité de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, había mencionado tres amenazas a la “seguridad hemisférica”. Luego de referirse al narcotráfico y al terrorismo, señaló: “Estas amenazas tradicionales se complementan ahora con una amenaza emergente, mejor caracterizada como “populismo radical”, en el cual se socava el proceso democrático, al reducir, en lugar de aumentar, los derechos individuales”(1). Según el jefe del ahora reforzado Comando Sur, esta corriente estaría caracterizada por la habilidad con que “algunos dirigentes […] explotan frustraciones profundas por el fracaso de las reformas democráticas en entregar los bienes y servicios esperados. Al explotar esas frustraciones, las cuales van de la mano con frustraciones causadas por la desigualdad social y económica, los dirigentes están logrando a la vez reforzar sus posiciones radicales al alimentar el sentimiento antiestadounidense”. Como ejemplos concretos de esta tendencia, naturalmente mencionó en primer lugar los casos de Venezuela y Bolivia, pero también señaló “el cuestionamiento de “la validez de las reformas neoliberales”, expresado por los presidentes Luiz Inacio Lula Da Silva y Néstor Kirchner(2).
Esta decisión, asimismo, debe ser analizada en el marco del reciente conflicto limítrofe entre Ecuador y Colombia, desatado cuando fuerzas militares colombianas bombardearon territorio ecuatoriano, para luego realizar una incursión limitada, todo ello con el objetivo de asesinar al líder y canciller de las FARC, Raúl Reyes. Como resultó claro en el análisis de los acontecimientos, fue la inteligencia militar norteamericana, paradójicamente asentada en la base de Mantua, en territorio ecuatoriano, la que proveyó la información necesaria para el ataque, y es posible que también el equipamiento y la logística de la operación hayan estado a cargo de la aviación estadounidense. En la controversia diplomática posterior, quedó claro el papel regional de Colombia, que es, después de Irak e Israel, el tercer país del mundo entre los que reciben ayuda militar y equipamiento por parte de los Estados Unidos. En efecto, Colombia, bajo la férrea conducción militarista de Álvaro Uribe Vélez, se ha prestado en los últimos años a una constante estrategia de presión sobre las fronteras de sus vecinos, especialmente de Venezuela. De este modo, aún antes de que se consolide una hegemonía regional alternativa, los Estados Unidos han anticipado ya su negativa terminante a aceptar modificaciones sustanciales en las relaciones de fuerza de la región, incluyendo abiertamente el recurso al poder militar como herramienta para bloquear todo proceso de cambios, por tibio que nos resulte. Debilitada o erosionada su hegemonía a causa de la inevitable destrucción de las economías nacionales bajo el imperio del proyecto neoliberal, la reactivación de la Cuarta Flota renueva la disposición del Pentágono a utilizar cualquier medio a su alcance para garantizar, al menos, la dominación hemisférica.
El faro del Fin del Mundo.
Otro dato preocupante es el concerniente al nuevo equilibrio político europeo. Con las victorias de Nicolás Sarkozy y Silvio Berlusconi, el mapa político del viejo continente adopta claramente un sesgo neoconservador, reflejado en la Directiva Retorno sobre Inmigración, que castiga la situación ilegal de cualquier extranjero con el tratamiento propio de un delito no excarcelable(3). De este modo, Europa, el aliado natural de América Latina para equilibrar el peso de la dominación norteamericana, amuralla sus fronteras, mientras flexibiliza sus regímenes laborales y disminuye el porcentaje del gasto estatal destinado a salud, educación y ancianidad.
De este modo, los procesos tibiamente reformistas iniciados en el continente aparecen como un ente extraño en un escenario internacional dominado por las reacciones conservadoras, tanto frente a los efectos de la crisis financiera desatada en los Estados Unidos, como de cara al agotamiento del ciclo de crecimiento económico ligado a la unificación económica de Europa. América Latina, que en el pasado ganó y perdió margen de maniobra al convertirse en ámbito de disputa de los diferentes equilibrios centrales, hoy debe cerrar filas en torno a sus objetivos, frente a un horizonte político bastante poco alentador.
Balance para un presente agitado.
Mientras escribo estas modestas líneas, se profundizan los incidentes en la localidad boliviana de Tarija. Esta localidad, precisamente, era el sitio de un encuentro programado para esta tarde entre los presidentes de Bolivia, Venezuela y Argentina, en claro respaldo de la política nacional llevada a cabo por el primero. Inevitablemente, concluyo que los tiempos de la reacción regional se dirimen hoy en el escenario boliviano. O, al menos, que los opositores han pensado en ello, pues los incidentes en la zona del Aeropuerto Internacional se convirtieron en abiertas protestas contra la visita diplomática de los jefes de Estado mencionados. El referendo revocatorio lanzado por Evo Morales, resistido ferozmente por los prefectos opositores de la llamada “Media Luna”, hace las veces de inevitable termómetro de la situación regional.
En 2005, era más sencillo concluir de modo optimista cualquier análisis de la situación sudamericana. Indudablemente, los procesos reseñados abren un período de incertidumbre respecto de las posibilidades de la región de resistir al embate combinado, interno y externo, de las fuerzas reaccionarias, así como de profundizar el camino iniciado, hace casi una década. Sin embargo, el escenario descrito es también la prueba palpable de que estamos en el camino de transformaciones históricas. Debemos ser conscientes de que, para bien o para mal, aquí ya no hay lugar para medias tintas. No hay solución de compromiso con el enemigo que se yergue, en estas horas, en todo el continente. En ausencia de dichas alternativas, sólo nos queda avanzar, profundizar las transformaciones, arriesgar el capital político adquirido en estos años de bonanza. En los años noventa, recuerdo ahora, los minúsculos reductos militantes opositores al neoliberalismo festejamos cada victoria americana como propia. Queríamos vencer, pero a fin de cuentas, gobernar era sólo el comienzo.
NOTAS
1 Jim Cason y David Brooks: “Descubre el Pentágono una nueva amenaza en América Latina: el populismo radical”, en La Jornada, México, 29/03/2004.
2 Gilly, Adolfo: “El populismo radical”, en La Jornada, México, 01/06/2004.
3 Véase Página 12, 17/06/2008.
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