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domingo, 1 de febrero de 2009

Nosotros y Obama

¿Puede Estados Unidos mantener con nuestra región una relación que no esté regida por la razón imperial? Este es el gran desafío. Por ahora, las voces más críticas de la intelectualidad latinoamericana afirman que Obama, simplemente, todavía no entiende a Nuestra América.
Andrés Mora Ramírez *
(Ilustración: "El grito de los excluidos", mural de Pavel Eguez)

Empiezo este artículo con una explicación necesaria: en el título, deliberadamente invertí los términos del orden gramatical, para sugerir cuál es la cuestión de fondo para América Latina frente a los Estados Unidos: descolonizar el pensamiento y reflexionar desde nuestra realidad y aspiraciones, y no desde el lugar históricamente subordinado del vencido, del conquistado, del otro dependiente.
Dos realidades. Barack Obama llega al poder en una coyuntura muy favorable para el campo popular latinoamericano, y con gobiernos progresistas y nacional-populares que avanzan en rutas posneoliberales. Al mismo tiempo, el proceso de integración “independiente y multidimensional de Nuestra América” –según lo define Luis Suárez-, ahora también con el concurso de Cuba, expresa la voluntad de establecer una nueva lógica en las relaciones entre los estados y los pueblos.
Además, renace una conciencia antiimperialista que evoca la tesis de Perón: “unidos o dominados”, frente a la doble conjura de pax americana comercial y militarismo que Bush impuso en la región, con el merodeo sistemático sobre nuestros recursos geoestratégicos: petróleo, gas, agua y biodiversidad, y con la exportación de las guerras infinitas contra terroristas elegidos a la carta (que en lo inmediato serán los pueblos indígenas, según los informes de inteligencia).
Del lado estadounidense, por el contrario, el nuevo mandatario inicia con un margen de acción reducido: por la dimensión de la crisis económica, por el descrédito internacional de su política exterior y por la fractura de su hegemonía en América Latina.
Este desencuentro entre las realidades de los dos factores continentales -Norte y Sur- cuestiona las desmesuradas expectativas que se han generado sobre la gestión de Obama. ¿Puede Estados Unidos mantener con nuestra región una relación que no esté regida por la razón imperial? Este es el gran desafío. Por ahora, las voces más críticas de la intelectualidad latinoamericana afirman que Obama, simplemente, todavía no entiende a Nuestra América.

Temas pendientes. Profundizar en cada uno de los aspectos de una agenda latinoamericana de Obama escapa al espacio de un artículo, pero es posible plantear como preguntas los temas más delicados que le hereda la administración Bush. Veamos.
¿Prolongará la política guerrerista manifiesta en el Plan Colombia II, el Plan Mérida, la reactivación de la IV Flota y la aplicación de la doctrina de guerra preventiva -bajo la forma de la doctrina Uribe- como ocurrió en Ecuador en el 2008? ¿O desarmará ese andamiaje militar-intervencionista?
¿Atenderá Obama la recomendación de los 400 académicos estadounidenses que le han solicitado iniciar un proceso de diálogo con Cuba? ¿O recrudecerá el bloqueo criminal contra ese país?
¿Cómo manejará la contradicción entre la defensa de los intereses estadounidenses, con la construcción del socialismo del siglo XXI en los países del bloque andino? ¿Se atreverá a renegociar los TLC, y abrir con ello una vía de acción política para los movimientos sociales de México y Centroamérica?
¿Puede competir la cooperación internacional estadounidense con los fondos solidarios del esquema del ALBA, o la multimillonaria inversión hecha en los últimos años por el Banco Nacional de Desarrollo de Brasil -la espada bolivariana de Lula- en obras de infraestructura regional, por un monto superior a los $5 mil millones? Y de hacerlo, ¿qué principios inspirarían esta cooperación?
De lo simbólico a lo posible. En muchos sentidos, Obama es una interrogante. Su primer acto ejecutivo, más allá del simbolismo y del cumplimiento de un imperativo ético, refleja las limitaciones intrínsecas de su mandato: ordenó el cierre de la cárcel de Guantánamo, pero no la devolución del territorio a Cuba. Con esto da continuidad a la razón imperial y legitima un anacrónico derecho de conquista.
Esto no sorprende: el presidente Obama es un producto del sistema político estadounidense. Para bien y para mal. Su retórica deslumbrante apela a la reconstrucción de la hegemonía perdida y eso implica, necesariamente, tensiones con una América Latina más independiente. Si al menos lograra contener y devolver a sus abismos las oscuras potencias desatadas en Nuestra América por las dinastías Bush y Clinton, ya eso representaría una ganancia. Y que no interfiera en la forja de un camino propio latinoamericano. Pero quizá esto sería esperar demasiado.

*Periodista. Máster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica.

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