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domingo, 14 de junio de 2009

La dictadura que viene

Con Felipe Calderón hay un golpe de Estado en curso, que quizás se inició desde 2006, pero es ahora que se desenmascara (y se le puede llamar de todo menos incruento), cuando la clase gobernante, a pesar de su torpeza y su arrogancia, multiplica la represión mediante un discrecional aparato de violencia institucional y privada. Y el Ejército está en las calles y las montañas.
Hermann Bellinghausen / LA JORNADA
Las recientes andanzas del otrora sartrecillo valiente, Mario Vargas Llosa, en Venezuela, ilustran a qué grado la ultraderecha latinoamericana está perdida y está perdiendo. No que se idealicen o sobrevaloren los gobiernos progresistas de la región, ni que se minimice al fascismo que acecha, sino que en buena parte de nuestra América los pueblos son actores, participan y producen cambios; su situación es dura, pero son más libres que nunca. Incómodos, patrones y élites defienden histriónicamente una libertad de expresión de su propiedad, sin mejores recetas que ofrecer que la neoliberal, que a todas luces ya valió queso. Su aportación es sólo ruido para el escándalo mediático. Están vacíos.
A contracorriente de la tendencia progresista y movilizada en el continente (que no deja de ser frágil) van México y Colombia, únicos países donde la ultraderecha gobierna, ahora que ya ni los Bush-Chenney ocupan la Casa Blanca y el cerco a Cuba se desmorona después de medio siglo.
Otras vergüenzas comparten México y Colombia. Son los únicos donde el narcotráfico participa abiertamente en el poder político y económico, y controla grandes territorios, incluso gobiernos estatales, municipales y, al menos, parcelas del federal. Hace tiempo que nuestro territorio entró al relevo de los cárteles colombianos, bajo nuestras propias narices y en frontera con Estados Unidos (el mercado). Hoy lo pagamos con una guerra que ha permitido al calderonato militarizar el país, imponer bloqueos de robocops y provocar una matazón anónima sin fondo, que ya se lleva entre las patas a funcionarios, periodistas, líderes sociales o cualquiera que se ponga arisco y no se deje.
Otras víctimas colaterales son centenares de mujeres entre Toluca y Ciudad Juárez, y aquellas leyes que defendían nuestros derechos. Cada día más, la cambiante legislación cimenta estados de excepción y un Estado policiaco con atribuciones extraordinarias, aunque se realicen elecciones en una danza de millones publicitarios para parir el ratón del voto.
Colombia y México padecen presidentes pendencieros que pasan por valientes, y sus gobiernos los controlan una cuantas familias: los Santos, Medina Mora, Uribe, Salinas, y los barones del dinero que en ambas naciones prosperan con facilidad pasmosa.
En contextos históricos distintos, ambos países se encuentran en condiciones de guerra interna. En Colombia, el Estado combate narcos y paramilitares (en realidad sus cómplices), y sobre todo al factor guerrillero, desgastado y deslegitimado, pero desafiante. En México existen focos insurreccionales explícitos en los estados del sur, de por sí militarizados hace más de una década, pero sus exigencias son estrictamente sociales, no criminales, y el poder aprovecha sus propios ruidos para no escuchar esas demandas.
La verdadera guerra en México, si se le puede llamar así, se da por el control de plazas entre el crimen organizado y un gobierno fragmentado pero unido en su proyecto de hacer buenos negocios. Aqueja a la clase gobernante una mezcla de avidez y desesperación sumamente peligrosa, en la medida en que se permite validar estados de excepción con epidemias, fugas carcelarias, decapitaciones, obras públicas, rodajes de telenovelas o allanando el paso a las trasnacionales mineras y turísticas.
Atravesamos un crisis ambiental escandalosa. Una crisis económica sin paliativos. Una devaluación de la política y de los políticos tan aguda, que cuando las autoridades dan zarpazos autoritarios los justifican como defensa de la política.
Su compromiso con la verdad es mínimo y se sienten impunes, se fían de sus publicistas y aprietan el puño. Con Felipe Calderón hay un golpe de Estado en curso, que quizás se inició desde 2006, pero es ahora que se desenmascara (y se le puede llamar de todo menos incruento), cuando la clase gobernante, a pesar de su torpeza y su arrogancia, multiplica la represión mediante un discrecional aparato de violencia institucional y privada. Y el Ejército está en las calles y las montañas.
Servicios de seguridad contratados. Plena legalidad (y ágiles los trámites) para la intervención física y electrónica de la vida personal de los ciudadanos. Una dotación de miedos a explotar (¿cuál sigue? ¿No dicen que Al Qaeda quiere alquilar los túneles de Mexicali? Si no, algo más se les ocurrirá).
El desaire masivo que podría determinar los inminentes comicios intermedios y los impoderables de la nota roja seguirán en el tablero de los señores después de las elecciones. Sus pies son de barro, pero se nos acorta el tiempo para detenerlos.

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