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domingo, 21 de junio de 2009

Mesoamérica

Los indígenas mesoamericanos que viven hoy en aldeas paupérrimas en el altiplano occidental guatemalteco, rodeados de lagos y volcanes maravillosos, sufrieron los avatares de la “reconversión productiva” que han impulsado las reformas neoliberales. Pasaron a formar parte de las cadenas de exportación que fueron armadas por los oligarcas de siempre, al calor de la ansiedad por no “quedar afuera de la globalización”.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
En 1943, Paul Kirchhoff acuñó el concepto de Mesoamérica para denotar un espacio civilizatorio que, en tiempos anteriores a la llegada de los europeos a nuestras tierras, se ubicó entre el Valle Central mexicano (en donde hoy en día se encuentra el Distrito Federal) y el norte de Costa Rica, más precisamente hasta la Península de Nicoya.
En este territorio florecieron algunas de las más importantes culturas de América, los mayas, los aztecas, los olmecas y muchos más. Pueblos de agricultores, persistentes observadores de la naturaleza con la que convivían en relativa armonía, sistematizaron conocimientos que les permitieron formas de pensamiento sofisticadas; insignes trabajadores, levantaron ciudades monumentales en medio de la selva en donde, aún hoy, asombran a propios y extraños.
Llegados los españoles, fueron trasformados a sangre y fuego en fuerza de trabajo sobre explotada que los mermo en número a lo largo de todo el siglo XVI, pero que supo desarrollar formas de resistencia que le permitió sobrevivir, acomodarse a las nuevas circunstancias y, más tarde, a finales ya del siglo XX, iniciar una vuelta al protagonismo que lentamente los va aproximando a la disputa del poder político.
Este “retorno” que los hace cada vez más visibles en la vida pública se da, sin embargo, en el contexto de la agudización de una serie de tendencias negativas del devenir de esa región otrora asiento de tan brillantes culturas. Formando parte ellos de los estratos más pobres de la pirámide social, son los que más sufren los embates de una situación cada vez más conflictiva.
En primer lugar, son el grueso de los sin trabajo, de los que se ven forzados a migrar en pos de obtener el sustento para sus familias. La mayoría parten hacia el Norte, atravesando ríos, selvas, eriales y desiertos. En esa travesía, se encuentran con peligros que ni la más macabra imaginación podría concebir. Hacinados en el techo de los trenes que parten desde el Sur de México, deben pagar el “peaje” que les exigen bandas de mareros; de no hacerlo, son mutilados, violados o muertos. A la vera del camino se multiplican las organizaciones de buena voluntad que los recogen por cientos y los acuerpan, tratando de protegerlos no solo contra estas organizaciones criminales sino, también, de las autoridades migratorias y policiales que, corruptas, hacen también su agosto con el éxodo del pobrerío que se rebalsa allende las fronteras. De salir ilesos de tales avatares, están propensos a ser secuestrados. Más de 4000 de ellos lo fueron solamente en el año 2008. Quienes no tienen parientes con la posibilidad de pagar rescates que van de los $3000 a los $4000, son muertos sin ninguna contemplación.
En segundo lugar, son tierra fértil para que pasen a formar parte de las redes del narcotráfico que se han enseñoreado en la región. Como indica un reciente informe de la Procuraduría de los Derechos Humanos de México, el 30% de las muertes violentas que se producen anualmente en ese país son producto de las rencillas entre los cárteles del narcotráfico. La carne de cañón, de nuevo, son ellos, los más pobres entre los pobres, los indígenas mayanses, los descendientes de los zapotecos, los hijos de los mixtecas, los otrora hijos del sol, los antiguos labradores de la tierra del Mayab.
Los indígenas mesoamericanos que viven hoy en aldeas paupérrimas en el altiplano occidental guatemalteco, rodeados de lagos y volcanes maravillosos, sufrieron los avatares de la “reconversión productiva” que han impulsado las reformas neoliberales. Pasaron a formar parte de las cadenas de exportación que fueron armadas por los oligarcas de siempre al calor de la ansiedad por no “quedar afuera de la globalización”.
Ahora, ya no producen ni el maíz que consumen y que fuera el centro de la cosmovisión que los caracterizó por miles de años. Su cultura se destrama, pierden vigencia las tradiciones ancestrales, se desarticulan las redes de solidaridad comunales. El Estado, ausente como siempre, deja al garete la rearticulación de la vida social. En las esquinas mal alumbradas de las aldeas, metiendo los pies en los riachuelos de aguas negras que surcan las calles, jóvenes indígenas asumen formas de organización juveniles que tuvieron su origen en las anchas avenidas de los Ángeles, en la lejana California a la que sus padres intentan llegar como mojados, y se afilian a la Mara Salvatrucha o a la Dieciocho, se tatúan el cuerpo, se consiguen una “jeva”, una de las muchas AK47 que circulan libremente por todos lados, y establecen el territorio en donde son amos y señores.
Estas nuevas circunstancias se suman a las ya previamente existentes. Cualquiera que viaje por las zonas montañosas de Guatemala, Chiapas y, en general, del Sureste mexicano, no podrá dejar de admirar la geografía humana: las laderas de las montañas parecen colchas hechas de retazos de distintos colores. Cada trozo de color es una mini parcela, a veces de no más de unos cuantos metros cuadrados, que es cultivada por un agricultor indígena que tiene tras de sí una familia generalmente numerosa. Son minifundios, lo único que posee más del 60% de los productores agrícolas de esas tierras, mientras los grandes latifundios, que no se encuentran en escarpadas montañas difíciles de cultivar sino en las tierras planas de la costa, se encuentran en manos de menos del 10%. Es una realidad medieval.
La antigua Mesoamérica es hoy una bomba de tiempo. Que nadie se asuste cuando explote.

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