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domingo, 19 de julio de 2009

Callar a Chávez

Con su discurso de no injerencia en los asuntos centroamericanos, aplicado solo al presidente venezolano pero no a los EE.UU., Oscar Arias intenta atenuar el papel que desempeña el Departamento de Estado norteamericano en la trama, ejecución y eventual solución del golpe en Honduras y, en un sentido más amplio, en la geopolítica centroamericana.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Primero fue el Rey de España en una cumbre iberoamericana. Ahora son muchos otros -aprendices de súbditos- los que emulan al borbónico Juan Carlos y pretenden “callar” y aislar al presidente venezolano, Hugo Chávez, excluyéndolo del debate sobre el golpe de Estado en Honduras y la ineludible restitución del presidente legítimo Manuel Zelaya.
Al momento de escribir estas líneas, el único resultado concreto de las reuniones en San José, entre representantes del gobierno de Zelaya y una delegación de los usurpadores, ha sido precisamente ese: la estrategia de aislamiento de Chávez puesta en escena por el presidente Oscar Arias, quien pidió, en clara alusión a las críticas del mandatario venezolano sobre el “diálogo”, que “nos dejen a los centroamericanos resolver los problemas de los centroamericanos”.
Estas manifestaciones de falso patrioterismo, sobre todo porque quien reclama la no injerencia en asuntos de la región es un personaje que menosprecia la idea de la integración centroamericana, serían solo un incidente verbal de no ser porque el gesto ha sido replicado, sistemáticamente, por los medios del Grupo de Diarios de América, las empresas de comunicación devotas de la Sociedad Interamericana de Prensa y los infaltables analistas de CNN (incluido un fugaz vicepresidente de Costa Rica, aficionado a la escritura de memorandos con estrategias de manipulación y terror social).
Estos portavoces de algunos de los más rancios y antidemocráticos factores políticos de la región pretenden desviar las miradas de la cuestión fundamental: Honduras era un capítulo más, que recién empezaba a ser escrito, de la fractura de la dominación oligárquico-neoliberal en América Latina; pero a partir del golpe, las derechas y los intereses imperiales utilizan al país como cabeza de playa de la restauración conservadora –al decir de Emir Sader-, apelando para ello a todos los mecanismos posibles, sin ningún reparo democrático.
La maniobra retórica ejecutada por Arias, entonces, persigue dos objetivos políticos: el primero, sacar del escenario de normalización del golpe a Chávez y el bloque de países de la Alianza Bolivariana (ALBA), que tan incómoda ha resultado a los intereses del imperialismo en la Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago y, más tarde, en la reunión ministerial de la OEA en San Pedro Sula, que culminó con el desagravio a Cuba.
Sin voces críticas de ese sospechoso proceso de “diálogo” que se ensaya en San José, la estrategia de dilación de las negociaciones, apoyada por una cierta resignación frente a los hechos consumados y la campaña mediática de demonización de Zelaya y Chávez, los golpistas de Micheletti y el general Romeo Vásquez asegurarían su permanencia en el poder y las buenas maneras diplomáticas quedarían a salvo. Véase, en apoyo a esta tesis, que ya Arias habla de un eventual gobierno de conciliación, de amnistías a políticos y militares, de elecciones anticipadas y otras fórmulas que sólo servirían como camisa de fuerza para la democracia hondureña.
El segundo objetivo del discurso de no injerencia de Arias es atenuar el papel que desempeña el Departamento de Estado norteamericano en la trama, ejecución y eventual solución del golpe en Honduras y, en un sentido más amplio, en la geopolítica centroamericana. No debe olvidarse que, finalmente, quien mueve los hilos de la negociación, y por supuesto de su mediador, es la Secretaria de Estado Hillary Clinton. No en vano fue ella quien bendijo su mediación y mantiene contacto directo con Arias, para estar al tanto de los avances en las conversaciones.
Aunque nadie en Washington lo reconozca, salvo los halcones que exhiben sus garras por estos días (Otto Reich y compañía), la alteración del orden democrático en Honduras y su impacto en la correlación de fuerzas políticas en Centroamérica –que tiende a favorecer a los sectores populares y progresistas-, crea las condiciones adecuadas para que EE.UU. ejerza mayor influencia (política, económica y militar), y especialmente, para romper la Alianza Bolivariana por su eslabón más débil: el que se gesta en el patio trasero del imperio.
De ahí que el presidente costarricense, obediente al orden hegemónico, reclame la no intervención de Chávez o la ALBA, pero no hace lo mismo con los EE.UU. ni con los asesores estadounidenses –cercanos a la familia Clinton- del golpista Micheletti. Arias parece retratarse a sí mismo como un fervoroso partidario de la idea, extendida en las esferas del imperialismo, de que la frontera sur de la potencia norteamericana ya se extiende más allá del Darién.
Está claro: las derechas latinoamericanas y sus diversos aliados mandan a callar y aislar a Chávez porque, también, quieren acabar con la insurgencia de los pueblos de la América ofendida, como dice un verso de Cintio Vitier.
Esos pueblos que, desde hace más de una década, y después del inmenso baño de sangre a que fueron sometidos por las dictaduras militares -satélites de la política de Washington-, alzan ahora su voz, gritan, reclaman, exigen y luchan por sus derechos, decididos como están a construir, no sin contradicciones, una sociedad otra.
Mientras Chávez y los líderes nacional-populares de la región muestran su solidaridad y luchan, a su manera, junto al pueblo hondureño que está en las calles y junto al presidente Zelaya, otros mandatarios, como Barack Obama, acaso presa de los intereses y fuerzas que mueven los engranajes del imperio, navegan en las aguas de la ambigüedad y la ambivalencia política, refugiándose en un sospechoso silencio sobre las cuestiones esenciales de lo que se define Honduras.
Sin duda, hay silencios que matan. A la democracia, primero, y luego a los pueblos.

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