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sábado, 1 de agosto de 2009

El miedo de ser ciudadano. Reflexiones sobre la guerra contra el narcotráfico en México.

En esta guerra contra el narcotráfico, la gran perdedora sigue siendo la ciudadanía mexicana; la atmósfera muestra un miedo a ser ciudadano puesto que, tras un arma, un delincuente o un militar parecieran estar más protegidos que los ciudadanos detrás del estado de derecho que debiera imperar.
Abraham Trillo* / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
Desde Morelia, Michoacán.
(Fotografía: el ejército mexicano en las calles de Michoacán).
La guerra contra el narcotráfico[1] en el país, sin duda alguna, representa un modelo fundamental para mantener el control de la sociedad mexicana. A través de la creación de agencias federales “anti-droga”, que dependen directamente de la Presidencia de la República y que pasan por alto al Congreso de la Unión, el poder ejecutivo restó a los estados y los municipios competencias para combatir el narcotráfico, teniendo como resultado graves repercusiones en el equilibrio de poderes.
Así pues, tratar el tema del narcotráfico como asunto de seguridad nacional le ha permitido a la Presidencia de la República intervenir, sin contrapesos y sin transparencia, en todas las entidades políticas del país, en especial de aquellos estados con mayor presencia de cárteles del narcotráfico, quitando poderes a los otros niveles de gobierno y restringiendo los derechos de los ciudadanos.
Una verdadera guerra sangrienta, llena de imaginativos métodos de tortura, ocupa las planas de los periódicos, y con ello también esparce el miedo en la sociedad civil. Datos de la Procuraduría General de la República[2] aseguran que durante el año 2007 se registraron 2,673 muertes debido a la violencia del narcotráfico; hasta agosto de 2008, se produjeron un total de 2,996 ejecuciones más las generadas en las fuerzas armadas y las agencias federales.
En este escenario violento, generado por acciones que tienen que ver la venta, distribución y traslado de drogas, y por rencillas entre grupos antagónicos (con violencia exagerada), se encuentra “atorada” la ciudadanía; los mexicanos vemos con desolación cómo la violencia, la presencia militar, la inseguridad y la violación a los derechos humanos ahogan nuestra ya lacerada sociedad.
Así, el modelo de la guerra contra el narcotráfico ha profundizado (gracias a la dispersión de la política de la violencia) la destrucción social de muchas ciudades del país, estableciendo un círculo vicioso del miedo, utilizado para justificar la continuación de las acciones de la armada mexicana y de las agencias federales; un miedo perpetuado, en gran medida, por la ineficacia del Estado y que termina instalándose por igual en todos los estratos sociales, pero sin expresarse de la misma manera: unos tienen más miedo que otros, y unos viven más cerca de él.
Se trata de un miedo que se reconoce en los nuevos “hábitos de seguridad”, que segrega y que se deja ver en los medios de información, que termina por aislar a las familias en sus hogares y que priva al ciudadano de los espacios públicos, afectando severamente la interacción social.
Un miedo estructural que cobra vida en la inseguridad que produce la posibilidad de un “levantón”[3], o de situarse en medio de alguna “balacera”, actos muy cotidianos; un miedo que se propaga y crece con las diversas historias relatadas en absolutamente todos los círculos de conversación. En palabras del analista colombiano William Pérez, se trata de “un miedo que circula de manera similar al dinero y se acumula igual que el poder”.
Esta circulación del miedo se puede apreciar en el flujo de información generado en torno a esta guerra contra el narcotráfico: cada sector de la sociedad es sabedor solo de un parte de lo que ocurre; los campesinos hablan sobre las cosechas, muertes, violencia, abusos de los “federales”, intervenciones del ejercito, desaparecidos y las tragedias de los “suyos”, incluyendo sus entierros en el camposanto o en los penales; los periodistas conocen lo sucedido, lo que no publican y lo que se comenta entre su gremio; los citadinos atendemos a los noticieros, periódicos, las imágenes en televisión y la internet; guardamos momentáneamente nombres de capos, como si tuviéramos informantes de primera mano, escupimos arrebatadas hipótesis sobre los oscuros pasajes de la política mexicana e incluso señalamos sospechosos: “…pero si nunca tuvo dinero, y de la noche a la mañana se compró la camioneta… mira no más a su esposa, ya se operó todita, pero ¿con qué ojos, divino tuerto?….ya ven por eso lo mataron, si andaba metido en el narco…”.
Como diría Carlos Monsiváis “hablamos como si algo supiéramos del Cártel del Golfo o el Cártel de Tijuana, (…) entronizamos la sospecha: detrás de la mayoría de las fortunas (…) hay un narco encerrado”. De esta manera, el miedo va derramándose en la cotidianeidad, va invadiendo todos los ámbitos de la vida personal, social, familiar produciendo una especie de taquicardia colectiva.
A pesar de que una parte considerable de la ciudadanía percibe la violencia, de alguna manera, como ajena y lejana, lo cierto es que sí tiene un cierto nivel de cercanía que puede percibirse incluso en nuestros hogares, a raíz de una llamada que no responde, por la idea de que alguien espía detrás de la puerta, o por los sonidos de las sirenas en las calles, convirtiéndonos con ello en víctimas en potencia.
En este contexto, el creciente papel del ejército y de las agencias federales en la sociedad, ha ido coartando libertades mínimas del ciudadano: entre retenes en caminos y carreteras, cateos sin órdenes previas, detenciones inquisitorias y otras formas paranoicas, donde cualquier ciudadano puede ser un potencial “terrorista” y, por ende, blanco de cualquier tipo de violencia; por más que lo intenten, su presencia solo da más miedo. Hoy día, salir al mercado, llegar a la Universidad, salir a caminar al primer cuadro de la ciudad o acudir a algún evento masivo representa un cierto “riesgo”, que incrementa el miedo a ser violentado y que provoca una crisis de angustia.
En esta guerra contra el narcotráfico, la gran perdedora sigue siendo la ciudadanía mexicana; la atmósfera muestra un miedo a ser ciudadano puesto que, tras un arma, un delincuente o un militar parecieran estar más protegidos que los ciudadanos detrás del estado de derecho que debiera imperar.
Al final, los cárteles siguen reinventándose (muera el rey, viva el rey), la corrupción al interior de las agencias federales ha salido a flote (solo la punta del iceberg) y las fuerzas armadas continúan violentando los derechos humanos, mientras el miedo, difícil de disuadir, anda suelto, impune, reinando sobre todo y sobre todos.
* El autor es abogado mexicano. Actualmente está finalizando una Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica.
NOTAS:
[1] Frase ideada por el Presidente estadounidense Richard Nixon en 1971, dentro de un contexto político estancado y una complicada crisis financiera; en este entorno, Nixon declaró como “enemigo público número uno” a las drogas, elevando con esto el asunto de narcotráfico a la categoría de seguridad nacional. Gracias a esto nacieron varias agencias antidrogas como la DEA, una agencia integrada por agentes de la Agencia de Narcóticos y Drogas peligrosas (BNDD), Aduanas, la CIUA y la oficina contra el abuso de las drogas para coordinar esfuerzos locales y federales (ODALE).
[2] Datos revelados a través del sitio www.bbc.co.uk/spanish/specials/1118_mexico_datos/page16.shtml
[3] Carlos Monsiváis, define a este tipo de acciones criminales como “secuestros ostentosos cuyo fin es la eliminación de alguien con deudas con algún cártel”.

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