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sábado, 30 de enero de 2010

El camino a Nuestra América

José Martí, fiel a la palabra de pase de su generación, no sólo creó una transformación en la conciencia de su tiempo, sino, y ante todo, un cambio radical en el sentido de las conductas sociales en la América Latina, que dejó abierta la posibilidad de una transformación profunda de la realidad en tiempos posteriores.
Guillermo Castro H.* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Panamá
(Ilustración: "Martí", de Daussell Valdés)

“Después del mar, lo más admirable de la creación es un hombre. Él nace como arroyo murmurante, crece airoso y gallardo como abierto río, y luego – a modo de gigante que dilata sus pulmones, se encrespa ciego, y se calma generoso - ¡genio espléndido de veras, que sacude sobre los hombros tan regio manto azul, que hunde los pies monstruosos en rocas transparentes y corales!; ¡genio híbrido y extraño que cuando se mueve se llama tormenta, y cuando reposa, noche de luna en el Océano, lluvia de plata, y plática de estrellas sobre el mar.” José Martí[1]

Como un río, también, puede ser imaginado el proceso de formación y transformaciones del pensamiento de José Martí sobre la América nuestra, que viene a desembocar el 30 de enero de 1891 en la publicación - en México, en el periódico El Partido Liberal – del ensayo Nuestra América, que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí están, en síntesis fecunda, los frutos de una experiencia vital que iba ya de la frustración del primer movimiento independentista cubano, entre 1868 y 1878, a la del proyecto de una verdadera Reforma Liberal de las nuevas repúblicas latinoamericanas, que Martí vivió, en carne propia, durante sus residencias de exilado político en México, Guatemala y Venezuela, entre 1875 y 1880. Los textos que elabora a partir de 1884, en particular, nos conducen a lo largo de un río que crece – siempre en contrapunto con su descubrimiento de la entraña norteamericana – desde aquellos manantiales de origen hasta el delta cenagoso de la Conferencia continental convocada por Blaine en 1889, para desembocar –convertido en un Amazonas de razones y certezas sobre nuestra condición y nuestro destino – en el Océano de una historia aún en construcción.
En esta perspectiva, Nuestra América culmina y sintetiza, a un tiempo, el proceso de maduración de la pequeña burguesía cubana como clase nacional y, al propio tiempo, latinoamericana, en cuanto la crisis del colonialismo en Cuba coincide con el primer auge de la lucha contra los Estados oligárquicos en nuestra región. Así, hay en Nuestra América un fundamento vital de cubanía, como habrá en la guerra necesaria para independizar a Cuba de España, y preservarla de los apetitos anexionistas de los Estados Unidos, a la que convocará el Partido Revolucionario Cubano en 1895, un elemento de radical hispanoamericanidad.
La postura misma de quien convoca aquí a sus pares es la propia de un grupo social nuevo que, en las vísperas de la batalla por acceder al Estado, busca definir y promover su hegemonía mediante la sistematización de los intereses del conjunto de las capas subordinadas en un cuerpo único de doctrina, organizado en torno a una norma original de socialidad. En esa perspectiva, se busca aquí incitar a los pares hispanoamericanos de las capas medias cubanas en proceso de radicalización a adoptar un horizonte de visibilidad histórica nuevo, en el que se combinaban en un mismo proceso la lucha por la independencia nacional y por la revolución democrática.
Nuestra América puede ser vista, en efecto, como una declaración de deslinde del independentismo liberal – radical cubano respecto del liberalismo oligárquico que había venido a ser dominante en las demás sociedades hispanoamericanas. Esa declaración, elaborada a partir de las peculiares condiciones que signaban al independentismo cubano en ese momento histórico, vincula de manera original las contradicciones internas del Estado oligárquico, sus articulaciones externas con las estructuras de poder de un sistema mundial que ya evolucionaba hacia su fase imperialista de desarrollo, y los riesgos que ello planteaba para la independencia y el bienestar de nuestras sociedades, desde un una premisa por demás sencilla:
“A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no e el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno a de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”.[2]
Aflora, aquí, una interpretación de la historia que distingue a la cultura nacional-popular latinoamericana en su sistematización martiana. Mientras la cultura oligárquica asumía la historia de América como una mera extensión de la europea, en Martí lo peculiar americano debe ser entendido en su especificidad, tal como se expresa en las capacidades de las sociedades que hacen esa historia. Aquí, el punto de referencia en el análisis es el que resulta de preguntarse “¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantados entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles?”, para ofrecer enseguida una respuesta de admirable precisión y dignidad: “De factores tan descompuestos jamás, en menos tiempo histórico se han creado naciones tan adelantadas y compactadas.”[3]
Este planteamiento asume a la política como cultura en acto, que exige recuperar y reinterpretar el pasado para superar el estancamiento de nuestro desarrollo natural provocado por tres siglos de violencia y explotación colonial, que tendían a prolongarse en las nuevas Repúblicas. Aquí, se nos dice, el problema de la independencia “no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu[4], que exigía llevar hasta sus últimas consecuencias los contenidos democráticos implícitos en las luchas de independencia como única garantía, además, para evitar una recolonización de nuevo tipo.
Esto, por otra parte, es concebido como una tarea a desarrollar por las masas mismas bajo la dirección de un grupo social nuevo, cuya ausencia de compromisos con el sistema de dominación le permitía avanzar en la definición de los intereses populares que afloraban en la creciente resistencia espontánea de los trabajadores del campo y de la ciudad al autoritarismo oligárquico, y de los medios que esos intereses requieren para ejercerse. Así, el programa político – cultural implícito en Nuestra América nos plantea la necesidad de conocer para resolver:
“Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas”.[5]
De aquí se transita sin dificultad a la tesis central de Nuestra América en materia cultural. Entre nosotros, se afirma, “el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.”[6]
Más allá de la evidente referencia a Domingo Faustino Sarmiento – el más importante ideólogo del paleo liberalismo oligárquico, que en 1845 había sintetizado su programa en el llamado a luchar contra la barbarie americana en nombre de la civilización europea –, cabe resaltar aquí, medio siglo después, la contradicción de fondo entre dos modalides antagónicas de pensamiento. El proceso de conocimiento martiano es básicamente dialéctico y, por ende, capaz de percibir y llevar al plano de la acción política las tendencias fundamentales del proceso social y económico que lo determinaba en última instancia. El de Sarmiento, en cambio, opera mediante rígidas antítesis que le obligan a moverse en un ámbito escindido entre lo que es – y que él percibe con notable intuición- y lo que “debería ser”, planteándose por ejemplo que “de eso se trata, de ser o no ser salvaje”.[7]
Esto explica la capacidad de Martí para trascender la dicotomía misma de Sarmiento, al cuestionar la perspectiva de análisis en que podía tener algún sentido, para rechazar la interpretación de la realidad en torno a la cual se organiza la cultura oligárquica dominante en su tiempo, y destacar su carácter particular e interesado. Universal, aquí, es la propuesta martiana de vincular la discusión de los problemas nuestros al análisis de los conflictos que desgarraban a las mismas sociedades Noratlánticas que el Estado oligárquico reclamaba como su modelo evolutivo.
Las proyecciones de aquellos conflictos en América, a través de las agresiones francesa y norteamericana a México, las pretensiones expansionistas del Secretario de Estado James Blaine, el interés siempre renovado de los Estados Unidos por apoderarse de Cuba, o la injerencia británica en la guerra chileno-peruano-boliviana de 1879, son puntos de luz que iluminan el análisis de la experiencia histórica que lleva a Martí a sostener la necesidad de crear las condiciones que hicieran posible una activa defensa de los intereses nacionales y populares de las repúblicas hispanoamericanas. Así, dice,
“Con los oprimidos habría que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. […] La colonia continúo viviendo en la república; y nuestra América se esta salvando de sus grandes yerros – de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo [. . .] de la raza aborigen, - por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia”.[8]
De este modo, Martí politiza de manera consciente el análisis cultural para echarlo “todo al fuego, hasta el arte, para alimentar la hoguera”.[9] Por lo mismo, siendo la crítica “ejercicio del criterio[10]es necesario dotar a ese criterio de los elementos de juicio que requiere para cumplir su misión mediante una transofrmación en la concepción misma y en los métodos y las formas del proceso de producción de conocimientos, planteados desde la más estrecha unidad entre práctica sociopolítica y conocimiento.
Aquí, el sentido práctico del conocimiento exige resultados prácticos; la cultura, popular por su origen, ha de serlo también por sus funciones, pues se debe a los intereses del sujeto que ha de realizarla en la práctica. Este sujeto es designado por Martí con el nombre genérico de hombre natural, para referirse al conjunto de las clases subordinadas – aquellos “trabajadores manuales e intelectuales”, del campo y de la ciudad, a los que se dirigiría veinte años después José Carlos Mariátegui -, asumidos como la arcilla fundamental para la obra del “gobernante-creador” que debe dotarlo de la conciencia necesaria sobre sus propios objetivos, y de las estructuras de trabajo intelectual capaces de expresarlos, dado que:
“en pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. […] ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política”. [11]
Desde aquí, la interpretación de la historia en Martí alcanza uno de sus momentos más altos en la negociación-superación de la cultura dominante, al vincular el análisis de las contradicciones internas con los riesgos que emrgen de las transformaciones en curso en el sistema mundial. “Pero otro peligro, corre, acaso, nuestra América”,- dice – “que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña”[12] Y eso lo lleva a dar un nuevo paso en la interiorización del análisis. La defensa, ante lo que no le viene de sí, debe surgir en nuestra América de sí misma, entendiendo que:
“El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita estará próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez. A poner en ella la codicia. Por el respeto. Luego que la conociese sacaría de ella las manos”.[13]
El conocimiento al que se refiere Martí es, desde luego, el que resulta de una praxis histórica, y nunca de una mera actitud puramente reflexiva. Por lo mismo, la denuncia se fundamenta aquí en una comprensión general del movimiento histórico que permite derivar de ella la posibilidad de un papel activo para la América Latina en la escena mundial. Y, con ello, la cultura nacional-popular se revela como la única capaz, en este continente, de desempeñar un papel realmente universal. Aquí, de lo que se trata es de construir la cultura humana a través del aporte igualitario y original de todos los pueblos de la tierra, en cuanto la socialidad cordial es, en Martí, la norma por excelencia de lo humano. Por lo mismo, su llamado apunta a la preservación de derechos que no se niegan a otros, sustentado en una visión de la historia como devenir y del hombre como ser perfectible. De aquí, su advertencia mayor: “se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Sino, lo peor prevalece.” Por eso,
Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente [. . .] ni se han de esconder los datos patentes del problema que pueda resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental[14].
Una conclusión abierta.
De Nuestra América acá, lo que había sido un conjunto disperso de brotes espontáneos de resistencia popular al proceso de consolidación del Estado Liberal Oligárquico pasa a convertirse en una racional y coherente concepción del mundo, organizada en torno a un pensamiento social dotado de sentido propio y capaz, por tanto, de generar una ética acorde con su estructura. Desde esa concepción del mundo, la razón y a la historia son concebidas como ámbitos de un conflicto social más amplio que ellas mismas, que obliga a relativizar lo términos son que hasta entonces habían sido pensadas.
Si para la oligarquía la historia es vista como un pasado que concluye y se justifica en el presente de su dominación, para el movimiento nacional – popular se trata de un proceso en marcha hacia la superación de toda forma de dominación. Del mismo modo, si la cultura dominante es esencialmente mimética y contemplativa, y se asume a si misma como producción de objetos para un sujeto ya formado, la cultura nacional-popular es ante todo actividad productiva del sujeto histórico necesario para superar el presente, esto es, adecuado a un objetivo de transformación social que la misma praxis política va redefiniendo en sus contornos y su alcance. De aquí que, mientras la cultura dominante se ofrece como una vía de movilidad dentro de una estructura social y a conformada, la cultura nacional-popular es asumida como vía de movilización de masas para transformar esa estructura social.
José Martí, fiel a la palabra de pase de su generación, no sólo creó una transformación en la conciencia de su tiempo, sino, y ante todo, un cambio radical en el sentido de las conductas sociales en la América Latina, que dejó abierta la posibilidad de una transformación profunda de la realidad en tiempos posteriores. Gracias a ello, el pueblo cubano supo después de 1898 que si vivía en una república mediatizada, ello se debía a que esa república había nacido de una revolución inconclusa. Y esta lección era válida para el resto de la América Latina, que supo grabarla en lo más hondo de su conciencia y de su cultura, y la asume hoy, una vez más, como la más importante de sus tareas pendientes.
*Doctor en Estudios Latinoamericanos de la UNAM. Presidente de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental.
NOTAS
[1] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XIX, 15: “Apuntes”. [ c. 1875 – 1877]
[2] J. M.:”Nuestra América”, O. C. , t. 6, p. 17
[3] J. M. “Nuestra Améica”, O. C., t. 8, p. 16.
[4] Ibid., p. 19.
[5] J. M.: “Nuestra América”, O. C., t. 6, p. 18.
[6] Idem, p. 17.
[7] D. F. Sarmiento: op. cit., p. 12.
[8] J. M: “Nuestra América”, O. C., t. 6, p.19.
[9] J. M.: “La exhibición de pinturas del ruso Vereschagin”, O. C., t. 15, p . 433.
[10] J. M.: “Carta a Bartolomé Mitre y Vedia” de 19 de diciembre de 1882, O. C., t. 9, p. 16.
[11] Ibid., p. 17-18.
[12] Ibid., p. 20.
[13] Ibid., p. 22.
[14] J. M. : “Nuestra América”, O. C., t.6, p. 22-23.

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