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sábado, 30 de enero de 2010

Nuestra América del porvenir

Al cumplirse casi 120 años de su publicación, el ensayo "Nuestra América" de José Martí, uno de los manifiestos fundacionales de nuestra cultura moderna, mantiene intacta su vigencia. Quizá, porque expresa la utopía latinoamericana por excelencia y prefigura el mundo en el que ella será posible: el de la reinvención del continente con mirada, voz y sueños propios, y ya no como objeto de las pasiones renacentistas del viejo mundo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Ilustración: "Bolimartiano y más", de Ernesto Rancaño)
El 22 de enero de 1897, el diario costarricense La Prensa Libre informó de la publicación en Guatemala de un libro de Rafael Spínola, que compendiaba sus Artículos y Discursos. El más hermoso de ellos, decía el redactor, era el dedicado a José Martí, “que hoy duerme tranquilo en el lecho de los héroes, y que su memoria es inmortal[1]. Y a continuación, transcribía uno de los párrafos del texto de Spínola sobre el prócer cubano: “Su pasión se había hecho incurable: siempre que hablaba de Cuba su acento era el de un gemido: lastimaba el corazón de tristeza. ‘¡Nuestra América’, decía él, y se ponía a derrochar torrentes de belleza y de poesía, tesoros de elocuencia, raudales incalculables de infinita ternura!”.
Hacía veinte meses que Martí había muerto en el campamento de Dos Ríos, en Cuba, fatalmente herido de bala, mientras combatía en la Guerra Necesaria por la independencia de su país del imperio español; y casi ocho años antes, su ensayo Nuestra América, pieza fundamental del pensamiento latinoamericano, vio la luz en México, en las páginas de El Partido Liberal. Pero, tal y como lo anunciaba la emoción del artículo de Spínola y su divulgación en el diario costarricense, ya esa fórmula martiana que daba nombre a un proyecto de liberación nacional y de constitución de una identidad política y cultural, templaba la conciencia de latinoamericanidad en nuestros países.
En Costa Rica, por citar nuestro ejemplo más inmediato, a poco más de un año de iniciada la guerra hispano-cubana, el legado de las ideas nuestramericanas y del proyecto al cual convocaban, era visible en el funcionamiento de al menos 19 clubes de solidaridad con Cuba, como el Club General Maceo o el Club Hermanas de María Maceo –presidido este por María C. de Maceo y Josefina Loynaz del Castillo-.
Incluso, en febrero de 1897, La Estrella de Panamá llegó a afirmar que “quizá en ninguna parte hay como en Costa Rica tanto entusiasmo por la santa causa de Cuba”, a lo que La Prensa Libre agregaba que era honrosa la felicitación de las demás naciones latinoamericanas para “este pequeño pueblo, que siente latir su corazón por la independencia absoluta, no solo de Cuba, sino de los países infelices que, en este siglo de las luces, continúan siendo provincias autónomas de esas naciones que se atienen a su poder para hostilizar a los pueblos dignos”.[2]
Estaba realizándose allí, a la distancia, pero con la pasión y el dolor compartido de quien combate palmo a palmo, uno de los postulados que Martí desarrolló en su ensayo, cuando advertía que llegaba “la hora del recuento y de la marcha unida”, en la que “hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes[3]. De Cuba era la guerra, sí, pero en esa conflagración participaban, a su manera y en la medida de sus posibilidades, los pueblos de la América Latina toda, reunidos en un mismo espíritu de fraternidad, y con expresiones que, no por casualidad, se repetirán a lo largo de la geografía latinoamericana en otros momentos igualmente decisivos de una historia que ya entonces se entendía como nuestra: la guerra de liberación nacional y antiimperialista de Augusto Cesar Sandino en Nicaragua, entre 1927 y 1934, y la Revolución Cubana de 1959.
La vida itinerante de Martí, en los años previos al inicio de la Guerra Necesaria en 1895, le permitió forjar una amplia red de solidaridades en toda la región, donde su verbo y su pluma, como el arado mayor de la época, labró paciente y tenazmente el terreno donde sus ideas perfilarían la sementera de la identidad cultural latinoamericana, de nuestro modo de ser y estar en el mundo. Y en eso fue, qué duda cabe, el Capitán Araña que, al decir del escritor español Juan Ramón Jiménez, “tendió su hilo de amor y odio nobles entre rosas, palabras y besos blancos, para esperar al destino”.
Basta con repasar su correspondencia a lo largo de los años[4] para encontrar no solo la travesía de un hombre, sino también la de una causa continental en la que fue tejiendo, con extremo cuidado, la urdimbre de los pueblos que se reconocen, en sus diferencias y semejanzas, en la feliz fórmula que, desde entonces, nombra un destino común: Nuestra América.
Cansados del odio inútil –escribe Martí-, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos y se saludan. ‘¿Cómo somos?’, se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son”[5]. He aquí su manera de empujar el ideal a su consumación: hacer que los pueblos se conozcan, que se muestren en la riqueza de su cultura, liberada de los falsos dilemas de una civilización que, entrampada en la imitación de los modelos estéticos europeos y sus formas jurídicas, políticas y económicas, confundía sus pasos: “Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza”.[6]
Muy temprano, y con asombrosa claridad, Martí intuye la conflictividad inherente a la definición de nuestra identidad cultural, de lo específico latinoamericano: esa que surge de la oposición y resistencia de los pueblos de indios, mestizos y afrocaribeños, a la pretensión de las potencias occidentales de englobarnos en su proyecto civilizatorio (una “versión moderna de la pretensión decimonónica de las clases criollas explotadoras”, como apunta Roberto Fernández Retamar[7]) y de incorporarnos en la "verdadera" cultura (por supuesto, la de ellos, no la nuestra).
Ese hombre que “¡pertenecía al porvenir!”, como lo retrató Rubén Darío en su libro de 1896, Los raros, sueña un sueño colectivo en el que la América Latina deberá alcanzar el espesor de humanidad que su historia y su destino le reclaman. Esa será Nuestra América, la que hoy estamos llamados a forjar como realidad: la de los pobres de la tierra, la de los hombres y mujeres naturales que hacen suyo el pensamiento, la voz y la palabra universal. La América del porvenir, que debe nacer de las luchas del presente. “El deber urgente de nuestra América –dice- es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños[8].
No será este, sin embargo, un camino sin sobresaltos. Como explica el historiador costarricense Rodrigo Quesada Monge, si bien Martí proclama, sin reparos, “las posibilidades reales de construir una cultura latinoamericana”, no pierde de vista que “eso no sería posible sin comprender antes que el imperialismo haría todo lo que estuviera a su alcance para impedirlo” [9].
La amenaza del imperialismo fue una de las grandes preocupaciones que lo acompañó permanentemente. En Nuestra América, advierte de ese peligro que corren los pueblos latinoamericanos, y que viene “de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante [Estados Unidos] que la desconoce y la desdeña”.[10]
Y en su discurso de 1894, en la celebración del tercer año del Partido Revolucionario Cubano, describe con absoluta precisión las dimensiones de la lucha que está por emprender en su país, la primera guerra antiimperialista de la historia, que señala rumbos para las batallas que, como latinoamericanos, aún debemos librar: “Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a libertar. […] La independencia de Cuba y Puerto Rico no es sólo el medio único de asegurar el bienestar decoroso del hombre libre en el trabajo justo a los habitantes de ambas islas, sino el suceso histórico indispensable para salvar la independencia nacional amenazada de las Antillas libres, la independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la república norteamericana”.[11]
En esa tarea, que asume con la solemne fidelidad de un apostolado, Martí sabe que no hay ocasión para la retirada ni el equívoco, y así lo reconoce en su último texto, la carta inconclusa que dirige a su amigo mexicano Manuel Mercado: “Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimos con qué realizarlo- de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América[12].
En efecto, Martí –y con él miles de héroes, hombres y mujeres, anónimos unos y siempre recordados otros - no ofrendó su vida únicamente por la independencia cubana. Las décadas de reflexión lejos de su patria, la radicalización de su pensamiento y acción política, el ejercicio del periodismo, la poesía y la literatura, no desembocan solo en la Guerra Necesaria. Por el contrario, sus empeños logran articular, en unidad de sentido y con hondura de siglos, las voces y llamados que, desde Simón Bolívar, Francisco Bilbao o José María Torres Caicedo, por ejemplo, convocan con urgencia la integración de los pueblos de la que ya empezaría a conocerse como América Latina[13], frente a las amenazas del imperialismo –europeo y norteamericano- que penden sobre nosotros.
Nadie como él lleva tan lejos esa urgente necesidad de los latinoamericanos de afirmar su identidad cultural, en una coyuntura finisecular –el paso del siglo XIX al XX- que afectaría el curso de la historia universal: con el surgimiento de un nuevo imperio, los Estados Unidos, y una nueva forma de imperialismo: la del capitalismo monopólico, apoyado por una fuerza militar sin precedentes, que actuará como un despiadado instrumento de la dominación. Era, pues, el desplazamiento del eje metropolitano del viejo mundo, al norte del nuevo mundo.
En ese contexto, su obra política e intelectual –prácticamente inseparables una de la otra-, dio el santo y seña de lo que, desde entonces, se consolidaría como una vertiente central en la construcción de la identidad cultural –múltiple y diversa- de nuestra América: el antiimperialismo latinoamericanista, nuestra particular manifestación del nacionalismo, que como bien señala el Dr. Arnoldo Mora Rodríguez, constituye “una nueva dimensión de nuestro pensamiento filosófico-político [que] emerge como fuerza doctrinal significativa en nuestra historia[14].
Ante el imperialismo norteamericano y europeo, Martí propone en Nuestra América, ni más ni menos, que la conformación de una gran nación latinoamericana: el viejo sueño bolivariano, imaginado, en principio, solo como promesa de la aventura emancipadora; pero real porque late, vivo y trepidante, en la memoria y la historia de los pueblos que saltaron a la conquista de su independencia en 1810, y que todavía no hemos alcanzado definitivamente.
Al cumplirse casi 120 años de la publicación de Nuestra América, y con ocasión de celebrarse el bicentenario del inicio de las luchas emancipadoras de la América hispana, este ensayo, crisol de las ideas martianas y uno de los manifiestos fundacionales de nuestra cultura moderna, mantiene intacta su vigencia. Quizá, porque expresa la utopía latinoamericana por excelencia y prefigura el mundo en el que ella será posible: el de la reinvención del continente con mirada, voz y sueños propios, y ya no como objeto de las pasiones renacentistas del viejo mundo.
Concluida la primera década del siglo XXI, y recurriendo de nuevo a Quesada Monge, este ensayo representa, además, la mejor lección de política y humanidad “para los pueblos pobres de este sufrido planeta azul”, carcomido por “el imperialismo, con todas sus secuelas: un fanatismo supersticioso por la riqueza material, la obsesión por las apariencias y la ‘macdonalización’ de la cultura. Todas ellas haciendo estragos en la inteligencia y el espíritu de nuestros hombres y mujeres jóvenes”.[15]
En síntesis, Nuestra América es la promesa del porvenir que nos anima en un presente en el que, al mirar las actuales condiciones que viven los pueblos latinoamericanos, suma de sus aciertos y errores, y de la invencible esperanza que sobrevive a la traición, llegamos a las mismas conclusiones del apóstol: lo que Bolívar no dejó hecho, “sin hacer está hasta hoy”.

NOTAS
[1] “Hermoso libro”, en La Prensa Libre, 22 de enero de 1897. Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Costa Rica.
[2] “De La Estrella de Panamá”, en La Prensa Libre, 16 de febrero de 1897. Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Costa Rica.
[3] Martí, José (1891). “Nuestra América”, en Hart Dávalos, Armando (editor) (2000). José Martí y el equilibrio del mundo. México DF: Fondo de Cultura Económica. Pág. 203.
[4] Recomendamos, en este sentido, la lectura de: Martí, José (2003). Cartas de Amistad (selección de Julio E. Miranda). Caracas: Colección La Expresión Americana.
[5] Martí, José (1891). “Nuestra América”, en Hart Dávalos, op. cit. Pág. 209.
[6] Ídem.
[7] Fernández Retamar, Roberto (2004). Todo Caliban. San José, CR: Editorial de la Universidad de Costa Rica. Pág. 84.
[8] Martí, José (1891). “Nuestra América”, en Hart Dávalos, op. cit. Pág. 211.
[9] Quesada Monge, Rodrigo (2001). El legado de la guerra hispano-antillano-norteamericana. San José, Costa Rica: EUNED. Pp. 92-93
[10] Martí, José (1891). “Nuestra América”, en Hart Dávalos, op. cit. Pág. 211.
[11] Martí, José (1894). “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, en Hart Dávalos, op.cit. Pág. 241.
[12] “A Manuel Mercado (18 de mayo de 1895)”, en Martí, José (2003). Cartas de Amistad (selección de Julio E. Miranda). Caracas: Colección La Expresión Americana. Pág. 212.
[13] Véase: Fernández Retamar, Roberto (2006). Pensamiento de nuestra América. Autorreflexiones y propuestas. Buenos Aires: CLACSO Pág. 15; y Zea, Leopoldo (1992). Discurso desde la marginación y la barbarie. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. Pp. 45-49.
[14] Mora Rodríguez, Arnoldo (2006). La filosofía latinoamericana. Introducción histórica. San José de Costa Rica: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia. P. 26.
[15] Quesada Monge, Rodrigo (2001). Op. cit. Pág. 95.

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