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sábado, 3 de abril de 2010

Centroamérica, “región fallida” e imperialismo

En nuestros países no se discute ni se investiga lo suficiente sobre la relación entre el posible colapso regional, en sus dimensiones sociales, políticas, económicas y ambientales, y las nuevas formas en que el imperialismo incorpora a Centroamérica a sus dinámicas culturales y productivas contemporáneas, y por supuesto, a su geopolítica.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Tierra de contradicciones políticas, desgarramientos sociales y rebatiñas imperialistas, la Centroamérica del siglo XXI ve sobre el horizonte de su futuro inmediato los signos del colapso.
El aumento en los índices de violencia social y criminalidad; la debilidad de sus instituciones políticas, asediadas –cuando no infiltradas ya- por los cárteles del narcotráfico y el crimen financiero organizado; la pobreza, la desigualdad y la exclusión que crecen en democracias tuteladas, así como las dificultades para avanzar en el desarrollo humano, son algunos de los rasgos comunes de una región que, de no revertir profunda y radicalmente su rumbo, más temprano que tarde podría convertirse en eso que llaman –sin inocencia- una “región fallida”.
No estamos lejos de que algo así ocurra. Según el Índice de Estados fallidos 2009 de The Fund for Peace (http://www.fundforpeace.org/ ), y que divulga anualmente la revista Foreing Policy, cinco de los siete Estados centroamericanos se encuentran en el escalafón previo (warning) para ser designados con ese peculiar adjetivo: fallidos, es decir, estados en los cuales “alguien” debe intervenir. Por lo general, una fuerza militar de ocupación extranjera. Como ocurre en Haití, Somalia, Irak o Afganistán.
Honduras, que desde junio del año anterior se convirtió en el laboratorio social del imperialismo, nos muestra el más avanzado escenario de esa Centroamérica “fallida”: la vuelta al recurso del golpe de Estado militar/oligárquico contra la organización popular y el reclamo de mayor participación política; el aumento de la represión y las desapariciones –incluidas las muertes selectivas de militantes de la resistencia y periodistas-; y la impunidad para los delitos contra los Derechos Humanos, mientras los militares y paramilitares apuntan sus fusiles al pueblo (con la connivencia de Estados Unidos y sus Estados “clientes” en América Latina).
Paradójicamente, y a contrapelo de los Acuerdos de Paz de 1987, 1992 y 1996, desde la década de 1990, mientras se desmovilizaban las organizaciones revolucionarias y los presidentes centroamericanos se comprometían a “forjar un destino de paz” y a “erradicar la guerra”, según rezaba el Acta de Esquipulas[1], se registraba un progresivo aumento de la penetración y dominación militar y económica estadounidense en Centroamérica.
Devotas de las doctrinas de seguridad nacional y libre comercio, las élites centroamericanas aceptaron integrarse a todas los proyectos estratégicos diseñados por Estados Unidos: desde la Iniciativa de las Américas (1990) de Bush padre, al Tratado de Libre Comercio (2003-2004) de Bush hijo. Y en lo geopolítico-militar, como bien lo documentan los investigadores Luis Suarez y Tania García Lorenzo[2], solo entre los años 2001 y 2007, de la llamada “primera etapa de la guerra terrorista contra el terrorismo”, Estados Unidos amplió el Plan Puebla-Panamá, herencia del foxismo mexicano, hasta las fronteras del Plan Colombia ( I y II), consolidando así el Plan Mesoamérica; también profundizó su presencia militar en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, cuyos gobiernos enviaron contingentes a la invasión de Irak en 2003; además logró, en 2005, la instalación de la Academia Internacional de Policía en El Salvador (ILEA, por sus siglas en inglés) y, más recientemente, la inclusión de toda Centroamérica en la órbita de influencia del Plan Mérida y la nueva guerra infinita de Washington: ahora contra el narcotráfico (marco en el que se inscribe la reactivación de radares del Comando Sur en la costa del Pacífico de Costa Rica).
¿Por qué, entonces, si hicimos todo lo que se nos dijo debíamos hacer para salir del subdesarrollo, y si la presencia estadounidense viene en aumento, los problemas de Centroamérica, en todos los órdenes, han crecido de manera sostenida? Más allá de lo que nos compete como responsabilidad sobre el curso de nuestro propio desarrollo, ¿cuánto del fracaso centroamericano corresponde a los resultados del imperialismo –británico, primero, y estadounidense, después- que durante más de dos siglos ha dictado ley e impuesto su orden por estas tierras?
Desgraciadamente, en nuestros países no se discute ni se investiga lo suficiente sobre la relación entre este posible colapso regional, en sus dimensiones sociales, políticas, económicas y ambientales, y las nuevas formas en que el imperialismo incorpora a Centroamérica a sus dinámicas culturales y productivas contemporáneas, y por supuesto, a su geopolítica. El tema no existe en los medios de comunicación hegemónicos. Y las instituciones académicas, en general, tampoco se hacen preguntas incómodas sobre estos asuntos. Ese ha sido el gran triunfo del neoliberalismo y el pensamiento único: neutralizar toda posibilidad de desplegar un pensamiento crítico que cuestione la “inexorable globalización”.
Pero allí hay una tarea necesaria, irrenunciable, que deben acometer los investigadores y científicos sociales, y cuyas respuestas han de nutrir las discusiones y acciones de movimientos y organizaciones populares. Sobre todo ahora que la región emprende negociaciones con los distintos bloques comerciales del orbe, y porque un análisis de largo plazo nos muestra que las grandes tendencias del imperialismo histórico, que han operado y modelado el desarrollo centroamericano, persisten aún en nuestros días bajo nuevos ropajes.
Como bien dice el historiador costarricense Rodrigo Quesada, “el imperialismo ha sido una realidad tangible en América Central, durante toda su historia, por más esfuerzos que hagamos para esconderla. Y tuvo, y tiene, expresiones muy concretas que tampoco podemos ocultar (…). Hacer eso es precisamente contribuir con el imperialismo a que la realidad sea llamada de otra forma, a la espera de que un cambio de nombre conjure los malos espíritus que habitan en ella”[3].
Los interesados en que nada cambie en Centroamérica, insistirán en hacernos olvidar el pasado. Pero nosotros, que pensamos y soñamos otra realidad posible, no podemos darnos el lujo de prescindir de ese conocimiento histórico en la construcción de alternativas frente a la dominación. Hacerlo, supondría seguir tropezando, una y otra vez, con la misma piedra.
NOTAS
[1] Fonseca, Elizabeth (2001). Centroamérica: su historia. San José: EDUCA-FLACSO. Pág. 277.
[2] Suárez Salazar, Luis (2008). Las relaciones interamericanas: continuidades y cambios. Buenos Aires: CLACSO. Pp. 148-150
[3] Quesada, Rodrigo (2002). Recuerdos del imperio. Los ingleses en América Central 1821-1915. 2002. Heredia, Costa Rica: EUNA. Pág. 170

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