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sábado, 19 de junio de 2010

En los ochenta años de Roberto Fernández Retamar

Su poesía, su pensamiento, y su entrega han contribuido a configurar la imagen de nuestro tiempo. En medio de los conflictos del ahora, su obra es más necesaria que nunca para seguir definiendo lo que verdaderamente somos.
Graziella Pogolotti / LA VENTANA
Roberto y yo no hemos olvidado nuestro primer encuentro, hace más de sesenta años. Aquel joven dotado de una curiosidad infinita apareció un día en mi casa con el pintor Víctor Manuel. Teníamos la edad de los sueños, cuando empieza a configurarse el futuro. Roberto acababa de abandonar los estudios de arquitectura. Yo estaba a punto de ingresar a la Universidad. Pocos meses después, compartiríamos en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras inquietudes intelectuales y las primeras experiencias políticas.
Con frecuencia durante una clase, me pasaba algún poema reciente. Nos sobreponíamos también a nuestros aplastantes fracasos electorales debido a la fama de rojillos y a la extrema ingenuidad que presidió nuestras campañas.
Voz íntima, testimonio personal, efusión lírica, la poesía es palabra en la que se reconocen muchos otros, los silenciosos. Es también aventura del conocimiento, punto de convergencia de Roberto Fernández Retamar con los poetas origenistas. Junto a ellos se afincó en la pasión por el estudio riguroso, en el asedio a las interrogantes fundamentales que definen la existencia humana y en las modestas tareas de la cultura, aquellas relacionadas con el arte de hacer libros y revistas. Antes, desde fecha muy temprana, había definido sus maestros esenciales: José Martí y Rubén Martínez Villena. Comprendió así que los caminos de la patria no son bifurcantes, sino complementarios, que el llamado de la polis y el ámbito de la imaginación no son excluyentes.
El poeta no ha desdeñado la disciplina académica. Su tesis de grado sobre la poesía contemporánea en Cuba constituye, hoy todavía, un texto de referencia por el lúcido ordenamiento de generaciones y tendencias. Invitado a la Universidad de Yale, trabajó intensamente para realizar una aproximación similar al amplio territorio de la poesía hispanoamericana. Cumplido el término del compromiso, regresó a la isla que vivía las dramáticas circunstancias de la dictadura de Batista.
Al triunfar la revolución, Retamar aparecía ya como un adelantado de su generación. Profesor universitario, el estudio de la lingüística lo colocaría en la antesala de lo que muy pronto se convertiría en la corriente maestra de la ciencia literaria. De esas investigaciones dimanó su Idea de la estilística. Al mismo tiempo, su experiencia de vida en los días tenebrosos que preludiaban el fin de la dictadura, alimentaban el estallido de Vuelta de la antigua esperanza, breve poemario, testimonio del deslumbramiento y de un lúcido compromiso. Al servicio de la cultura, se hizo cargo de la dirección de la Nueva Revista Cubana, antes de marchar a París en funciones diplomáticas.
Poco faltaba para que llegara la hora del verdadero combate en el terreno de las ideas. Desde la Casa de las Américas, la Revolución cubana se proyectaba hacia la América Latina y el tercer mundo. En convergencia infrecuente a lo largo del devenir histórico, se unían, al paso de los sesenta del siglo XX, efervescencia política, densidad del debate ideológico y renovación espléndida del arte y la literatura en nuestro Continente.
La revista de la Casa encontraba resonancias sin precedentes a ambos lados del Atlántico. El proceso descolonizador socavaba las verdades establecidas desde la derecha hasta la izquierda en los campos de la cultura y de las ciencias sociales. La revista Casa contribuía al lanzamiento de la nueva narrativa latinoamericana. Más tarde se enfrentaría en ardua polémica a Mundo Nuevo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal y sufragada, como no tardaría en hacerse público, por el imperio. En medio de tanto bregar, parecía imposible repensar el mundo. Y, sin embargo, así se hizo.
La imaginación del poeta y la disciplina del pensador condujeron a Roberto Fernández Retamar a la elaboración de sus ensayos de mayor alcance, sobre todo en nuestra América y en importantes centros académicos de los estados Unidos. La dialéctica del acá y el allá —tan carpentereana— adquiere sustancia renovada en ensayos como Modernismo y noventa y ocho, Martí en su (tercer) mundo, y Caliban.
Desde un lugar de enunciación situado en la América Latina, se entrelazan los factores culturales con los sociales y económicos derivados del colonialismo y el subdesarrollo. El abordaje del problema descarta pueriles intentos de negar una tradición en favor de la otra, impensable en quien se ha nutrido de la herencia occidental, sino de abordar procesos diferentes y replantearse el modo de contar las cosas. Las vías abiertas por esas indagaciones no se han agotado todavía. Rompen con cierta modorra mental, reforzadas en algunas zonas de la academia, derivada de considerar, como punto de partida para el acercamiento a nuestras culturas el patrón europeo como modelo único de desarrollo. Cuanto se ha forjado en otros contextos resulta, entonces, epigonal por necesidad.
Desde sus ochenta años recién cumplidos, Roberto Fernández Retamar puede contemplar la dimensión creciente de la obra realizada en permanente fidelidad martiana a sus dos patrias, la nación y la poesía, sin olvidar por ello la mirada atenta al ancho universo de los pobres de la tierra. Su poesía, su pensamiento, y su entrega a las tareas al servicio de nuestras instituciones han contribuido a configurar la imagen de nuestro tiempo. En medio de los conflictos del ahora, su obra es más necesaria que nunca. Se impone por ello convocar hoy, junto al merecido homenaje, a la imprescindible exégesis de sus textos para seguir definiendo lo que verdaderamente somos.

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