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sábado, 11 de septiembre de 2010

Intolerancia

Ser extranjero se lleva a veces como una cruz toda la vida, porque la xenofobia se expresa cotidianamente y de miles de maneras, de tal forma que puede ser difícil comprobarla, pero se vive como un estigma imposible de superar aún por el más adaptado o ”camuflado” en la cultura receptora.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
(Fotografìa: manifestación en París contra la política xenófoba del gobierno de Nicolás Sarkozy)
La expulsión de gitanos rumanos de Francia repite el tema de la intolerancia con el otro, el diferente, que a través de la historia humana se ha expresado de maneras tan disímiles.
Como se sabe, ya en la Grecia del siglo V antes de nuestra era, al extranjero que no hablara el griego se le catalogaba como “bárbaro”, es decir, como aquel que hablaba jerigonza o gruñía como los animales.
Fueron considerados bárbaros, en lo que hoy es la América Latina, todos los que no fueran portadores e impulsores de los valores de la cultura occidental, los indios y los negros en primer lugar. Estos salvajes no eran sino rémoras, pesos muertos que no permitían el ansiado progreso, el avance de la tronante civilización.
A través de los años, ha habido sucesivas actualizaciones de esta concepción. Con sorprendente constancia, sin embargo, los bárbaros son los pobres, los oscuros de piel, de tal forma que hasta es fácil identificarlos caminando por una calle cualquiera, detenerlos y ponerlos de patitas en la calle, como sucede hoy en la Arizona norteamericana.
No son solo los norteamericanos ni mucho menos, sin embargo, los únicos que hacen gala de estos rasgos de intolerancia. Los mapuches en Chile son casi extranjeros en su propia tierra, los quichés, los cakchiqueles, los tzutuhiles de Guatemala no han terminado de sufrir el pogromo de la conquista hasta nuestros días.
Pero también los colombianos en Venezuela, o los bolivianos en Argentina, o los nicaragüenses en Costa Rica son objeto de discriminación y burla que se expresa en el chiste hiriente que los estereotipa en el papel de tontos.
Ser extranjero en un país no se vive siempre de la misma forma. Ser extranjero de pelo rubio, ojos azules y piel blanca puede ser un certificado para el éxito fácil en América Latina; mientras que ser bajito, tener el pelo lacio, negro y los ojos achinados es generalmente un pasaporte para ser maltratado y visto con desconfianza.
Para el extranjero siempre habrá estereotipos enaltecedores y denigrantes. Los alemanes y los franceses, por ejemplo, fueron de tal forma apetecidos en distintos lugares de América Latina que se propició su inmigración, a tal grado que, como en Argentina y Uruguay, llegaron a transformar el perfil étnico de la nación. Pueblos transplantados les llamó el antropólogo Darcy Ribeiro a los pueblos resultantes de esos procesos.
Otros, sufren los estereotipos de forma inversa. En Costa Rica, por ejemplo, los nicaragüenses (los “nicas”) son sinónimo de tontos, los colombianos de mafiosos o violentos, y los guatemaltecos de autoritarios. Según una encuesta Gallup, el 52% de los salvadoreños ven con malos ojos a los guatemaltecos, y el 23% de los guatemaltecos desconfían de los salvadoreños. Ser extranjero se lleva a veces como una cruz toda la vida, porque la xenofobia se expresa cotidianamente y de miles de maneras, de tal forma que puede ser difícil comprobarla, pero se vive como un estigma imposible de superar aún por el más adaptado o "camuflado" en la cultura receptora, que siempre tendrá, como último argumento descalificador, el apelativo de meteco que no se adapta al “modo de ser” dominante.
Benedict Anderson mostró cómo las identidades sociales son, en muy buena medida, “imaginadas”, y que no responden a esencias diferentes e inamovibles, sino que se construyen a través del tiempo, muchas veces en función de intereses y necesidades de grupos sociales determinados.
Los franceses, por supuesto, no están echando alemanes ni belgas ni austriacos, sino gitanos rumanos, los más marginados entre los marginados, habitantes morenos de lengua extraña que, como en otro momento de la historia lo hicieron los alemanes con los judíos, cargan con el fardo de la esencia de los estereotipos negativos.
Muchos han visto con malos ojos y censurado, de boca para afuera, a los franceses. Pero, ¡cuidado! no tiren piedras: todos tenemos techo de vidrio.

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