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sábado, 16 de octubre de 2010

Chile y los pobres de la tierra

Los treinta y tres mineros de Atacama están a salvo, pero las condiciones estructurales que lanzan a la precariedad laboral a hombres y mujeres chilenas, permanecen intactas.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“El afortunado
hace vista gorda
y el vilipendiado
carne de la horda”
Silvio Rodríguez
(Carta a Violeta Parra)

Y de pronto, el mundo descubrió a los mineros chilenos: fue necesario un accidente absolutamente previsible -con riesgo de muerte para 33 personas- y un rescate de antología, para que la “opinión pública” se percatara de los riesgos laborales a los que están expuestos los trabajadores por la explotación capitalista en las minas, las precarias condiciones de vida de quienes dependen de esta actividad económica, y la corrupción y negligencia de burócratas de agencias estatales y empresas privadas involucrados en el negocio minero.
Víctimas de las masacres perpetradas por la oligarquía -más de una vez- a lo largo de la historia de Chile, ahora los obreros de la mina San José han sido declarados héroes del bicentenario por el gobierno de Sebastián Piñera. Y, además, ofrecidos por la industria del entretenimiento y la comunicación como espectáculo para el consumo global: la operación de rescate, transmitida en directo a todo el mundo por la televisión, fue presenciada por más personas que la final del campeonato mundial de fútbol de Sudáfrica.
Sin duda, es justa la euforia y la alegría por el triunfo del ingenio y la resistencia humana, por la victoria de la vida sobre la muerte. Especialmente para los familiares y compañeros de los mineros. Pero no se puede obviar que hasta antes del accidente muy pocas personas, políticos y medios de comunicación se interesaban por las condiciones en que sobrevivían –o “mal vivían”- los trabajadores en el desierto de Atacama: su pobreza, su cotidiano drama personal y familiar. Hoy se sabe que sólo en la última década han muerto 373 mineros chilenos en accidentes laborales[1].
Por eso, quien lea con detalle los perfiles biográficos de los obreros rescatados de la mina San José, encontrará una metáfora del Chile contemporáneo, de sus paradojas, sus violentas exclusiones y la persistente desigualdad: allí se mezclaron los hijos de sobrevivientes de la dictadura militar de Augusto Pinochet y dirigentes sindicales, con migrantes bolivianos, agricultores y recolectores de frutas; vendedores callejeros, guardias de seguridad, carpinteros y taxistas, con deportistas retirados, mecánicos, jóvenes que abandonaron sus estudios… Todos obligados a internarse en las minas o sufrir hambre y mayores privaciones junto a sus familias.
Cada historia personal de los mineros, primicias por las que los medios de comunicación se lanzaron al desierto, a competir en el mercado de noticias, extrae de las entrañas de los relatos oficiales las profundas contradicciones de una sociedad presentada como “modelo” por los apologetas del neoliberalismo latinoamericano. Pero en la contracara de ese “modelo”, entre sus grietas, emerge una realidad distinta: a pesar de su abundante riqueza mineral y su promocionada apertura al “libre comercio”, el índice de distribución del ingreso por hogar en Chile apenas es similar al de Guatemala y Honduras[2], dos de las naciones más injustas y pobres de Centroamérica.
Y la pobreza, que según la última Encuesta de Caracterización Socioeconómica aumentó del 13,7% en 2006, al 15,1% en 2009, adquiere aquí características particulares, propias de la “modernización” de una sociedad neoliberal avanzada.
Un artículo de Martín Pascual Arias, publicado recientemente por Le Monde Diplomatique, sostiene que en Chile “a los pobres e indigentes no hay que buscarlos debajo de los puentes y hospederías, allí se encuentra una ínfima minoría. La mayoría de los pobres e indigentes son trabajadores, trabajadoras mayoritariamente, que tienen trabajo precario, inseguro y mal remunerado, o están cesantes por períodos prolongados. (…) El 70% de los pobres tiene empleo, y la mitad de los indigentes también lo tiene, pero el salario que reciben no les alcanza para superar la línea de la pobreza”[3].
Los treinta y tres mineros de Atacama están a salvo, pero las condiciones estructurales que lanzan a la precariedad laboral a hombre y mujeres chilenas, permanecen intactas.
Ese es el rescate mayor que queda pendiente: el de millones de pobres de nuestra América y el mundo, a quienes urge salvar del abismo de la exclusión, del analfabetismo, de las enfermedades, de la desigualdad y la discriminación, de la falta de oportunidades de realización humana, y de un futuro hipotecado a las fuerzas de un sistema económico que sacrifica el medio ambiente en el altar del lucro.
Con ellos y ellas, pobres de la tierra, debemos echar la suerte de este tiempo: con los “explotados y vilipendiados”, “los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia”, de los que nos habla la Segunda Declaración de La Habana. Los protagonistas definitivos de la liberación de nuestros pueblos.
NOTAS
[1]En una década, han muerto en Chile en accidentes 373 mineros; 31, el último año”, La Jornada, 16 de octubre de 2010. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2010/10/16/index.php?section=mundo&article=023n1mun
[2] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2010). Informe Regional sobre Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe. Pág. 27. Disponible en: http://www.idhalc-actuarsobreelfuturo.org/site/informe.php
[3] Martín Pascual Arias. “El empleo precario produce pobreza en Chile”, Le Monde Diplomatique-Chile, octubre de 2010. Pp. 6-7.

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