Páginas

sábado, 20 de noviembre de 2010

De cultura, política y ambiente en nuestra América

La gran verdad política para la cultura ambiental de nuestra América en nuestro tiempo consiste en que, si realmente aspira a contribuir a la creación de un ambiente nuevo, debe crecer con sus pueblos, para ayudarlos a crecer hasta llegar juntos a la capacidad de construir la sociedad nueva de la que ese ambiente ha de ser expresión.
Guillermo Castro H. / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
Para Lupe Velis de Núñez Jiménez, con nosotros
La crisis ambiental – en buena medida, a través de la presencia cada vez más evidente del cambio climático en la vida de nuestras sociedades - se ha convertido ya en un tema central de nuestro tiempo. Aunque esta crisis no es la única que hemos enfrentado en nuestra historia, si es única en múltiples sentidos. Las anteriores tuvieron un alcance local; afectaron de manera distinta a sociedades diferentes, muchísimo menos numerosas que las nuestras, que disponían de amplias fronteras de recursos, y tuvieron un desarrollo gradual, que permitió prolongados procesos de adaptación a medida que progresaba la transformación de los ecosistemas.
La crisis de ahora, en cambio, afecta a 6 mil 500 millones de humanos que la enfrentan desde sociedades aquejadas por graves problemas internos y relaciones a menudo conflictivas entre sí, que no disponen ni de reservas de recursos, ni de los espacios y tiempos necesarios para adaptaciones graduales, y tiende a desarrollarse con creciente intensidad. Pero, además y sobre todo, esta es la crisis de la cultura y los sistemas institucionales que orientaron a lo largo de los últimos cinco siglos el desarrollo de las relaciones de nuestra especie con su entorno natural, cuyo deterioro nos aqueja hoy.
Estamos, en efecto, inmersos en una crisis de civilización, que nos enfrenta a la disyuntiva de avanzar hacia formas de convivencia nuevas, que sean sostenibles por lo humanas que lleguen a ser, o derivar hacia formas cada vez más brutales de barbarie. Este deterioro civilizatorio se hace evidente, por ejemplo, en lo que hace al cambio climático, en cuanto – de Rio 92 a Copenhague 2009, y de allí a Cochabamba y Cancún en 2010 – las relaciones entre las sociedades y sus Estados en la mayor parte del sistema mundial han pasado de la búsqueda de mecanismos de concertación a un creciente enfrentamiento.
En el plano cultural, esta situación nos obliga a encarar la necesidad de relacionar entre sí la dimensión ambiental y la civilizatoria de la crisis, vinculando por ejemplo el concepto de desarrollo desigual y combinado con el de huella ecológica, que expresa las consecuencias ambientales del primero. De igual modo, debemos asumir en toda su riqueza la relación entre el proceso de globalización que hoy anima al sistema mundial, y el carácter siempre glocal de las expresiones de ese proceso en la vida de todos los humanos que habitamos el planeta.
En esta perspectiva, el cambio climático representa sin duda el aspecto principal de la crisis, en cuanto se trata de un proceso natural de variabilidad que se ha visto intensificado por las modalidades de interacción entre sistemas naturales y sistemas sociales que han venido a ser dominantes en nuestra civilización. Por lo mismo, necesitamos entender que la mitigación de las consecuencias del cambio climático sólo será eficaz en la medida en que haga parte de una estrategia de adaptación, que sólo será exitosa si de ella resulta una modalidad distinta de relación de los seres humanos entre sí, y con su entorno natural, y no el mero acomodo de los modos de vida de hoy a un ambiente cada vez peor. Allí radica, en lo más sencillo, la diferencia entre el vivir mejor de la civilización que pasa, y el vivir bien que puede dar sentido a una civilización nueva.
Encarar esta tarea de creación cultural demanda, también, entender a la política como cultura en acto, esto es, como ejercicio práctico de los valores y los criterios verdaderamente relevantes en la vida social. Así, la cultura ambiental correspondiente a la vida política de la civilización en crisis entiende el desarrollo sostenible como crecimiento económico sostenido con mitigación de lo más visible de sus peores consecuencias, y presenta eso como prueba de su disposición a encarar los ajustes que demande la continuidad del orden existente. En cambio, el ambientalismo de los nuevos movimientos sociales tiende a ocuparse del problema de la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie ante la crisis generada por el agotamiento de la civilización que conocemos.
La crítica del desarrollo sostenible hace parte, así, del proceso mismo de formación y transformación de la cultura ambiental latinoamericana, en cuanto expresa la pérdida de autoridad moral y política de las organizaciones estatales e interestatales en esta etapa de la crisis del sistema mundial. Ese deterioro se ve agravado, además, por la tendencia de las organizaciones del sistema interestatal a invocar las virtudes de la ciencia para justificar tanto sus políticas como lo finalmente perverso de muchos de sus efectos. Sin embargo, esa visión de la ciencia- con su división básica entre lo natural, lo social y las Humanidades – expresa en lo más esencial los valores y criterios que animaron al positivismo liberal de fines del siglo XIX, y sustentaron desde allí las ideologías de la civilización, el progreso y el desarrollo cuya descomposición hace parte del lado oscuro de la crisis cultural de nuestro tiempo.
La cultura que estamos construyendo reclama, en cambio, una visión integrada del saber humano y su papel en nuestras relaciones con el entorno natural. Necesitamos, en verdad, una visión de la ciencia y sus tareas en la que los campos del conocimiento se definen por sus afinidades antes que por sus diferencias, y por su capacidad para vincularse activamente con las realidades de la vida de las grandes mayorías que sufren las consecuencias del deterioro ambiental, social y político que aqueja al sistema mundial.
En esa visión de la ciencia, la historia – y en particular la historia ambiental – debe ofrecer nuevas oportunidades de relación entre el conocimiento y una acción social que procura conocer el pasado como una fuente de opciones de futuro, antes que como meras explicaciones del presente. Para hacerlo, esta historia define su objeto como el estudio de las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales a lo largo del tiempo, y de las consecuencias de esas interacciones para ambos, y entiende que nuestros problemas ambientales de hoy son el resultado de las intervenciones de nuestra especie en los ecosistemas de ayer.
Con ello, la historia ambiental aborda de manera radical – esto es, desde su más profunda raíz histórica – el hecho de que las relaciones entre las sociedades latinoamericanas y los ecosistemas que sostienen su existencia atraviesan por una circunstancia de incremento de conflictos ambientales, asociada a la culminación del proceso de transformación masiva de la naturaleza en capital natural puesto en movimiento por la primera Reforma Liberal a mediados del siglo XIX.
Esa transformación se despliega ahora mediante megaproyectos de infraestructura hidráulica, energética, de comunicaciones y transporte, y de explotación masiva de recursos naturales, renovando - a una escala tecnológica superior -, la tradición de explotación extensiva de ventajas comparativas, antes que el fomento y explotación intensiva de nuevas ventajas competitivas.
Ante esa circunstancia, necesitamos comprender y expresar mucho mejor el vínculo entre el cambio social y el cambio ambiental como una condición indispensable para crear las condiciones que nos permitan transformar las relaciones entre nuestra especie y la biosfera. La cultura correspondiente a esa necesidad política será aquella que fomente formas de pensamiento capaces de asumir la interdependencia universal de los fenómenos que dan lugar a la crisis, para entender a la gobernabilidad ambiental como la gestión de los sistemas sociales para la interacción con los sistemas naturales. Solo por esa vía podremos llegar a comprender, asumir y ejercer el hecho de que - siendo el ambiente la expresión de la calidad de las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales -, si deseamos un ambiente distinto debemos contribuir a la creación de sociedades diferentes.
Para lograr eso es necesario, también, preservar la credibilidad científica del debate ambiental para garantizar la autoridad política de sus resultados, fomentando la capacidad de la cultura nueva para expresar, como lo reclamara José Martí, “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros.”[1] En América Latina el proceso de formación de esa cultura nueva tiene raíces que se remontan a la década de 1970, en un rico concierto con la comunidad mundial, y se nutre hoy de una de fuentes que abarcan desde la dimensión ética aportada por autores vinculados a la Teología de la Liberación, como Leonardo Boff, hasta los espacios de encuentro y colaboración entre el conocimiento científico y los saberes populares que abren los nuevos movimientos sociales.
Hoy, ante la tendencia de los organismos del sistema interestatal a restringir el vínculo entre ciencia y política a la dimensión técnica de las políticas públicas y las normativas legales correspondientes, la incorporación de lo ambiental a la esfera de acción de los nuevos movimientos sociales coincide con un intenso cuestionamiento de las formas de pensamiento, las estructuras y los procedimientos de gestión que caracterizaron a ese sistema en la segunda mitad del siglo XX.
Hoy, entre nosotros, está ya otra vez en flor la gente nueva, a la que toca encarar y superar la tendencia a limitar los temas de la gobernabilidad a lo institucional y lo normativo, para asociarla de lleno a la gestión política de los conflictos ambientales cuyo número, frecuencia y complejidad se incrementan sin cesar en nuestra región.
Hoy, la vida misma comprueba nuevamente la razón que asistía a José Martí cuando afirmaba, en 1884, que toda gran verdad política era, también, una gran verdad natural. Y la gran verdad política para la cultura ambiental de nuestra América en nuestro tiempo consiste en que, si realmente aspira a contribuir a la creación de un ambiente nuevo, debe crecer con sus pueblos, para ayudarlos a crecer hasta llegar juntos a la capacidad de construir la sociedad nueva de la que ese ambiente ha de ser expresión.
Universidad de La Habana, 12 de noviembre de 2010

NOTA:
[1]Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 19.

No hay comentarios:

Publicar un comentario