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sábado, 18 de diciembre de 2010

Para leer a Martí

Lo que aflora en Martí no es un programa mínimo de reforma social, sino un programa máximo de transformación revolucionaria, encaminado a crear una sociedad en que el ejercicio de las virtudes estuviera al alcance de las grandes mayorías, y sirviera de medio para crear un Estado igualmente novedoso.
Guillermo Castro Herrera / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
Desde Ciudad de Panamá
Para Rolando González Patricio, en su Habana.
La lectura de la obra de Martí ha de tomar en cuenta tres factores de riesgo. El primero es el de la fragmentación, que nos mueva a recordar y citar frases aisladas de su obra, al calor del enorme atractivo estético y moral de su palabra escrita. Otro es el de suponer que su pensamiento y sus afectos – todos de tan delicada honestidad – surgieron ya hechos, de sí mismos, perdiendo de vista lo rico y complejo de la trayectoria vital de la que fueron expresión. Y está por supuesto el del anacronismo, que nos lleve a asumir como si fueran contemporáneos pensamientos y actitudes correspondientes a la circunstancia cultural, política y social del último cuarto del siglo XIX en América Latina y en los Estados Unidos.
Cabe encontrar un ejemplo que sintetiza esto en el uso habitual de una expresión característicamente martiana: aquella en que nos advierte que ser cultos es el único modo de ser libres. La validez intrínseca de esa advertencia no puede ser puesta en cuestión. Sin embargo, la plenitud de su riqueza sólo emerge si la vinculamos a su contexto de origen. Ella proviene, en efecto, de un fragmento correspondiente al artículo “Maestros ambulantes”, publicado por Martí en la revista La América, en Nueva York, en mayo de 1884. Allí, el vínculo entre libertad y cultura aparece planteado en los siguientes términos:
Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre. Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno. Y el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza. La naturaleza no tiene celos, como los hombres. No tiene odios, ni miedo como los hombres. No cierra el paso a nadie, porque no teme de nadie. Los hombres siempre necesitarán de los productos de la naturaleza. Y como en cada región sólo se dan determinados productos, siempre se mantendrá su cambio activo, que asegura a todos los pueblos la comodidad y la riqueza.[1]
Como se ve, lo que tenemos aquí es la síntesis de un planteamiento de política. Esa síntesis tiene tres componentes. El primero – ser bueno es el único modo de ser dichoso – reivindica una posición ética solidaria. El segundo, y más conocido, reivindica una posición cultural y política. Y el tercero – la necesidad de ser próspero para ser bueno – llama a crear las condiciones sociales y económicas que hagan posibles los dos anteriores.
El modo de hacerlo que se propone – “conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza” – tiene además, en el contexto martiano de 1884, un carácter programático. Martí en efecto, como se puede apreciar en sus reflexiones anteriores sobre el progreso económico y social de México y Guatemala, veía la necesidad de promover una inserción vigorosa en el mercado mundial, en términos que permitieran establecer las bases de sustentación de sociedades que llegaran a ser prósperas en la medida en que fueran justas en lo social, democráticas en lo político y dotadas de una institucionalidad capaz de sostener y defender el progreso así entendido.
Visto así, lo planteado por Martí es un momento de avance en una dirección de claro significado revolucionario en su tiempo. Esa dirección comprendía dos planteamientos de política vinculados entre sí. Uno era su compromiso con el libre cambio como política económica orientada al fomento de las ventajas competitivas de nuestras sociedades. El otro, la demanda de nacionalización del suelo para su alquiler por el Estado a los productores agrarios y urbanos, con el fin de obtener medios para financiar los servicios públicos, y reducir a un mínimo los impuestos a los trabajadores y las empresas, en la perspectiva planteada por Henry George en su libro Progreso y Pobreza.
Esa postura contrastaba con la de un liberalismo conservador latinoamericano que promovía la libre oferta de la mano de obra y los recursos naturales de la región para su explotación extensiva como ventajas comparativas, para obtener en Europa y Norte América capital de inversión y canales de acceso al mercado mundial. El Estado Liberal Oligárquico, que vendría a organizar la vida política y social de la región entre 1880 y 1830, tenía precisamente por tarea fundamental garantizar esas ventajas comparativas, mediante la creación de los tipos de mercado de tierra y de trabajo que requería el desarrollo de un capitalismo periférico.
En el marco de relaciones creado y preservado por aquel Estado, llegar a ser próspero – como condición para llegar a ser buenos, cultos y libres – le estaba negado a los trabajadores del campo y la ciudad, y a la mayor parte de las pequeñas burguesías de la época. En ese sentido, lo que aflora en Martí no es un programa mínimo de reforma social, sino un programa máximo de transformación revolucionaria, encaminado a crear una sociedad en que el ejercicio de aquellas virtudes estuviera al alcance de las grandes mayorías, y sirviera de medio para crear un Estado igualmente novedoso.
Aquella fue, en su momento, la extrema izquierda posible del liberalismo latinoamericano, representada en la tendencia radical y democrática que tomaba forma con rapidez en Martí y en sus compañeros de la generación intelectual de la que formó parte en nuestra América. Entre 1886 y 1888 – al calor de las luchas sociales de los trabajadores en los Estados Unidos, y de la derrota política de los librecambistas del partido Demócrata a manos del proteccionismo promovido por el partido Republicano -, Martí enriquecería esa visión programática con respecto a las relaciones con las organizaciones obreras anarquistas y liberal reformistas de la época, como en lo relativo a la necesidad de prever – y de preparar las condiciones para encarar – la tendencia ya evidente a la expansión imperialista de los Estados Unidos en la región.
No se trata, aquí, de si aquel programa puede o no ser llevado a la práctica en nuestro tiempo. Martí sería el primero en plantear la necesidad de encarar sus objetivos fundamentales de entonces a partir de las condiciones del presente, y no como mera prolongación de una actitud del pasado. Lo útil es plantearse aquellos objetivos en la circunstancia de hoy, para preguntarse desde ella por la extrema izquierda posible de nuestro tiempo. Mucho que decir, como vemos, a partir de una frase aislada solo en apariencia, si la ponemos en relación con el todo mayor que le da vida, sentido, y trascendencia.
Panamá, septiembre – diciembre de 2010
NOTA
[1] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VIII, 289.

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