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sábado, 29 de enero de 2011

José Martí: La idea del bien

El referente histórico se convirtió para José Martí en arma principal de toda su actividad política, ideológica y sociocultural. Poniendo por delante el reflejo de las mejores vidas de aquellos que veían más allá de donde alcanzaba su bolsillo y veían los intereses de la patria; de esos que, puestos de pie sobre el yugo miserable de la ignominia, colocaban en su frente honrada la estrella “que lumina y mata”.

Carlos Rodríguez Almaguer / La isla desconocida

(Ilustración: Retrato de José Martí, de René Mederos)

Los que participábamos en la clausura de la primera Conferencia Internacional José Martí: Por el equilibrio del mundo, aquel 29 de enero de 2003 en el Palacio de las Convenciones de La Habana, recordaremos siempre la pregunta con que Fidel comenzó su discurso: “¿Qué significa Martí para los cubanos?” Y recordaremos aún más la respuesta que, luego de analizar un párrafo del texto martiano El presidio político en Cuba, sobre la existencia de dios en la idea del bien y la lágrima como fuente de sentimiento eterno, dio el Comandante a su propia pregunta: “Para nosotros los cubanos, José Martí es la idea del bien que él describió”.

Conocida es para todos la máxima legada por el Maestro en su artículo Maestros Ambulantes, publicado en Guatemala, donde nos dice que “Ser culto es el único modo de ser libre”, pero no siempre recordamos la oración anterior que constituye otra máxima de vida y en la cual nos revela que “Ser bueno es el único modo de ser dichoso”. Profundizar en el estudio y significación de estas dos verdades esenciales, más allá de una repetición cómoda y superficial que termina por convertir cualquier evangelio en mera consigna, bastaría para contribuir de manera eficaz a la formación de mejores seres humanos. Y en esto es bueno dejar sentado que cuando nos referimos a esa formación no estamos hablando solamente de las nuevas generaciones, sino de todos los hombres y mujeres que vivimos estos tiempos que él mismo llamaría “de reenquiciamiento y remolde”, porque a fuerza de destruir el medioambiente, de fabricar bombas y armas de destrucción cada vez más sofisticados y de ensayar a escala universal la enajenación de los hombres hasta hacerlos besar y bendecir la daga que los degüella, no le va quedando mucho tiempo de rectificación a nuestra desdichada especie.

Que cualquier idea por elevada y noble que sea tendrá en la práctica únicamente el valor que sean capaces de darle, en sentimientos, palabras y hechos, aquellos que dicen defenderla, no hace falta repetirlo; que ninguna doctrina política, filosófica, ideológica o religiosa sobrevive en la práctica social más allá del punto en que sus sacerdotes le deshonran el templo, es una verdad vieja; que a la patria se le honra tanto con la vida pública como con la privada, es algo conocido; que cualquier obra de amor, como lo ha sido la Revolución martiana de 1959, ha tenido siempre muchos enemigos, no es tampoco nuevo; y que los hombres somos el resultado de nosotros mismos, también lo conocemos.

Cuba tiene, en sus poco más de dos siglos de forja de la nación, una cantidad enorme de paradigmas, en proporción, no solo al tiempo histórico, sino también a su espacio geográfico. Nadie podrá negar que, desde los inicios, fue el seguir a determinados paradigmas universales, continentales o regionales, lo que inspiró a nuestros padres fundadores en su labor primigenia. Luego, cuando con sus sacrificios en los cadalsos, en las prisiones y en los destierros, los hombres de pluma y de palabra se fueron convirtiendo ellos mismos, acaso sin saberlo ni pretenderlo, en los primeros paradigmas de la incipiente cubanía, entonces comenzamos a nacer como pueblo y como nación, pues ellos se habían puesto de semillas para que germinara el sentimiento que daría “luego a los generales ejércitos para sus batallas”.

El referente histórico se convirtió para José Martí en arma principal de toda su actividad política, ideológica y sociocultural. Poniendo por delante el reflejo de las mejores vidas de aquellos que veían más allá de donde alcanzaba su bolsillo y veían los intereses de la patria; de esos que, puestos de pie sobre el yugo miserable de la ignominia, colocaban en su frente honrada la estrella “que lumina y mata”, Martí se convierte en Apóstol no solo de la independencia de Cuba, sino de aquella a la que él mismo llamó República Moral, donde cada hombre defendiera como cosa sagrada, “como de honor de familia”, la dignidad y el decoro de cada cubano, y donde nadie permitiera nunca que se ultrajara, ni en los demás ni en sí, a la tierra sagrada donde se vino al mundo.

Cada conmemoración del 10 de octubre, cada artículo de prensa, cada carta a compañeros de lucha, a amigos íntimos, a familiares, iría permeada de aquella idea encarnada en él de que la dignidad, el honor y la grandeza de la patria solo podría hacerse visible a través de la actitud cotidiana de sus hijos. Así, en respuesta al menosprecio y la ofensa lanzada contra los cubanos por la prensa yanqui, traza en su artículo Vindicación de Cuba, a partir de unos cuantos nombres de cubanos ilustres, el deber ser de un pueblo que apenas si existía en la diáspora de las emigraciones, donde el ejercicio de la libertad le permitía al cubano el despliegue de sus poderosas facultades, pues la otra parte, era llaga adolorida que padecía bajo la bota colonial de España, y cuyos mejores hijos morían asesinados o tuberculosos en las prisiones africanas.

Martí, como haría Fidel un siglo después, no solo nos enseñó el pueblo que éramos, sino que nos dibujó en el horizonte el pueblo que debíamos y podíamos llegar a ser, aún cuando tanto ellos como nosotros sabemos por la historia que nunca han logrado los pueblos empinarse hasta el punto que les ha sido trazado por sus hombres magnos, pero nadie se atrevería a negar que cuanto han crecido lo deben al empeño colectivo puesto en querer alcanzar esos pináculos. Ese horizonte, en tanto utopía, sirve sobre todo—como dijera un sabio americano—para eso, para caminar. Cómo si no, explicaríamos el milagro de que un pequeño país como Cuba, insular, con mínimos recursos naturales, sobre la base material de una economía renqueante por diversos motivos, entre ellos ese odioso monumento a la impotencia imperial que es lo que resultan al cabo el bloqueo y la guerra económica yanqui, pudiera alcanzar en el brevísimo plazo de cincuenta años, con hechos y realizaciones concretas, los beneficios que ha alcanzado la Revolución para los cubanos y para los pobres del mundo con quienes echó su suerte. Cómo explicar la conducta de nuestros combatientes en África, de nuestros maestros en Nicaragua, Bolivia, Venezuela, Ecuador; de nuestros médicos en medio mundo, sobre todo en aquellos lugares donde la filantropía de otros demuestra su inferioridad con respecto a la solidaridad promovida desde siempre por la Cuba Martiana, como está ocurriendo ahora mismo en el combate a muerte entre el humanismo más puro y la epidemia más terrible que se libra en las dolorosas tierras haitianas.

A ese Martí Maestro, vivo y vivificador, es al que debemos buscar y enseñar los que queremos a Cuba, a América y a la Humanidad, para que nos sirva de alimento al alma y de sostén al cuerpo en estos tiempos tristes y definitivos donde resalta por contraste terrible aquella verdad tremenda contra la cual cada uno deberá medir sus actos: “En la arena de la vida luchan encarnizadamente el bien y el mal. Hay en el hombre cantidad de bien suficiente para vencer: ¡Vergüenza y baldón para el vencido!”

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