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lunes, 3 de enero de 2011

Lula, el imperio y nuestra América

La reideologización de la política exterior y el fortalecimiento de los planes de militarización de América Latina han sido el sello distintivo de la administración Obama. Como dijo el expresidente brasileño Lula da Silva, la relación de imperio se mantiene inalterada.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Lula da Silva despidió su mandato presidencial en Brasil con declaraciones que, dentro de la mesura que lo ha caracterizado, retratan el estado de situación de las relaciones interamericanas al finalizar la primera década del siglo XXI: el de un imperio autista cuyas élites son incapaces de comprender las nuevas realidades gestadas en América Latina y, en ese marco, forjar vínculos que no estén signados por la sombra del “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”.
Lula reconoció a la prensa internacional su tristeza y decepción porque “la relación (entre América Latina y Estados Unidos) cambió poco. La verdad es que no ha cambiado nada” bajo el gobierno de Barack Obama, y enfatizó que la política imperial debe ceder su lugar a una nueva perspectiva que le permita a ese país “comprender la importancia de América Latina [ya que] hay más de 35 millones de latinoamericanos viviendo en Estados Unidos" (http://www.elespectador.com/ , Colombia, 27-12-2010).
Las palabras del ahora expresidente tienen una especial relevancia por lo que su gestión y el nuevo posicionamiento estratégico de Brasil como potencia emergente representan en la América Latina y el mundo contemporáneos.
Además, porque el ascenso brasileño de los últimos ocho años, con sus aciertos y contradicciones (Frei Betto realiza un certero balance de los dos gobiernos de Lula en sendos artículos publicados por ALAI y ADITAL), coincidió en el tiempo con el período en el que la decadencia imperial de los Estados Unidos fue más evidente y profunda: las dos administraciones de Bush hijo, el lanzamiento de las guerras infinitas contra el narcotráfico y el terrorismo, las invasiones a Irak y Afganistán, y la crisis financiera de 2008 (que algunos auguran como el inicio de la caída del imperio). Ni siquiera la obamanía que expulsó a los halcones de la Casa Blanca, fue suficiente para salvar la economía norteamericana –y finalmente, su hegemonía- del colapso al que se enfrenta.
Tampoco esa fiebre política y mercadotécnica fue suficiente para transformar el curso de las relaciones con nuestra región. En efecto, en la Cumbre de las Américas de Puerto España, e Trinidad y Tobago, en abril de 2009, el presidente Obama ofreció a la comunidad de naciones latinoamericanas y caribeñas forjar una nueva “sociedad de las Américas”, basada en cuatro puntos: 1) prosperidad económica, 2) energía (por la vía de la explotación “sostenible” de los recursos naturales), 3) seguridad y 4) derechos humanos.
En lugar de eso, la reideologización de la política exterior y el fortalecimiento de los planes de militarización de América Latina han sido el sello distintivo de la administración Obama: solo un par de meses después de la Cumbre de Trinidad, el golpe de Estado en Honduras despertó el fantasma del anticomunismo cavernario y sacudió la aparente paz y estabilidad de Centroamérica. Desde entonces, bases y tropas militares estadounidenses han sido desplegadas de México a Colombia; en tanto que en Bolivia, Ecuador y Argentina se intensificaron las maniobras desestabilizadoras y golpistas contra los gobiernos nacional-populares. Y en un ejemplo contundente del doble rasero de la guerra contra el terrorismo, Orlando Bosch y Luis Posada Carriles, reconocidos terroristas al servicio de la CIA, solicitados por los gobiernos de Cuba y Venezuela para ser juzgados por sus crímenes, se pasean orondos, con traje de “héroes”, por las calles de Miami; mientras tanto, “los cinco” antiterroristas cubanos permanecen recluidos en las cárceles norteamericanas, víctimas de un proceso y un sentido de la justicia poco menos que kafkiano.
Sin duda, es un panorama complejo. Pero, a pesar de la obstinada persistencia de los Estados Unidos en mantener una relación de imperio con nuestros países, un horizonte de posibilidades se abre para que América Latina consolide los distintos grados de independencia y soberanía alcanzados en esta década: unas veces, por la voluntad consciente de pueblos y dirigentes; y otras, por la fuerza de los acontecimientos políticos que empujan hacia la unidad y la integración, en tiempos de incertidumbre y fragmentación en el resto del mundo.
Es verdad que con el fin del gobierno Lula, y meses antes, con la muerte del expresidente Nestor Kirchner, ambos baluartes de la generación del Bicentenario, se cierran dos ciclos del cambio de época en nuestra América. Pero los procesos políticos, las luchas sociales y la construcción de alternativas emancipadoras continúan: de México a la Argentina, gobiernos, movimientos y cada uno de nosotros y nosotras, latinoamericanos de la Patria Grande, tenemos una responsabilidad y un deber que cumplir en el proyecto de realización de más justicia, igualdad, solidaridad y libertad en la región. A esa posibilidad de participar y escribir los capítulos pendientes de nuestra historia, no podemos ni debemos renunciar jamás.

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