En el debate sobre los “Estados fallidos” en Centroamérica, periodistas, políticos, militares, policías y diplomáticos padecen de una sospechosa tendencia a eximir de juicios críticos al modelo económico y social -propio del capitalismo neoliberal de nuestros días- que incuba a criminales, narcotraficantes y toda clase de organizaciones delictivas.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Fotografía: La Asamblea General de la OEA discutió la crisis de violencia y narcotráfico en Centroamérica)
La tesis de que Centroamérica va en camino a convertirse –si no lo es ya- en una región de “Estados fallidos”, está profundamente asentada, casi de modo incontestable, en el sentido común dominante de las elites gobernantes, los medios de comunicación hegemónicos y los grupos de poder político-económico (especialmente, en aquellos que están vinculados al nuevo mercado de la seguridad privada).
A esta idea del inminente colapso de los países del istmo, le acompaña otra de singular cariz: la solución a la nueva crisis centroamericana pasa por el reforzamiento de los aparatos de seguridad y represión, por las alianzas y planes regionales (al estilo de las iniciativas Mérida o Colombia) y, por supuesto, requiere el aumento de la ayuda financiera de los Estados Unidos (otra forma de profundizar los compromisos con los intereses geopolíticos de ese país). En ese sentido, por ejemplo, el Ministro de Seguridad de Honduras, cuyo gobierno ha demostrado sus afectos por los militares norteamericanos, aseguró recientemente que esa cooperación financiera debía pasar de los $200 millones de dólares actuales, a $900 millones de dólares.
En la Asamblea de la Organización de Estados Americanos, celebrada en San Salvador en días pasados, también abundaron los diagnósticos sobre la delicada situación que experimenta Centroamérica: asediada por la inseguridad ciudadana, la violencia, el crimen organizado y el narcotráfico. En este foro, como era de esperarse, las posibles soluciones no pasaron del ya reiterado –pero todavía poco efectivo- compromiso de los Estados miembros para diseñar un plan regional de seguridad, que se dará a conocer hasta el próximo año en Bolivia.
Fuera del frenesí mediático, el manejo político del tema o las declaraciones diplomáticas, y por supuesto, sin menospreciar el dolor que provocan las muertes cientos de familias, es claro que algo no anda bien en los discursos que enuncian a Centroamérica como región “fallida”. Y no anda bien porque periodistas, políticos, militares, policías y diplomáticos padecen de una sospechosa tendencia a eximir de juicios críticos al modelo económico y social -propio del capitalismo neoliberal de nuestros días- que incuba a criminales, narcotraficantes y toda clase de organizaciones delictivas.
Porque, ¿quién podría negar que el narcotráfico, a pesar de su ilegalidad e informalidad, no es hoy un componente central de la economía capitalista, que moviliza miles de millones de dólares anuales en todo el mundo? Y la violencia que desatan las rivalidades y la lucha por mercados entre bandas del crimen organizado, ¿acaso no tiene un inocultable contenido de clase? Basta con repasar el perfil socioeconómico de las víctimas de las masacres: se asesina sin piedad a campesinos e indígenas, pero no a los terratenientes; y en los registros de muertos, abundan las legiones de reclutados del pobrerío urbano, pero difícilmente se encontrarán ejecutivos de compañías transnacionales, banqueros o inversionistas extranjeros.
¿Es inocente, entonces, ese modelo de sociedad neoliberal, de democracia restringida y procedimental, que hace del mercado un dios, del éxito a toda costa el supremo valor, y del egoísmo una religión? Con Estados encorsetados por el neoliberalismo, no es posible desarrollar una política social, económica y cultural coherente con las expectativas de bienestar de los pueblos. Desgraciadamente, tal perspectiva está ausente en el debate sobre la violencia y el narcotráfico en Centroamérica, y más bien, se imponen los enfoques militaristas y policíacos.
En todo caso, resulta evidente la necesidad de recuperar las capacidades –o construirlas allí donde sea necesario- de los Estados para atender las necesidades de amplios sectores de la población, afectados por la pobreza, la falta de oportunidades, el abandono y la desigualdad. Está ampliamente documentado que allí donde el Estado no llega, o pierde el control de zonas urbanas y rurales, los narcotraficantes expanden su dominio.
Es un error pensar que solo con más militares y policías, más fusiles y equipos de inteligencia y espionaje, o con leyes más estrictas y políticas de cero tolerancia, se resolverán las desigualdades que traspasan y fracturan las sociedades centroamericanas, y que están en la raíz de los problemas profundos de la región. Sin justicia social, democracia auténtica y participativa, sin abolir el racismo y la segregación cultural, sin redistribución de la riqueza, ningún plan de seguridad será sostenible en el largo plazo.
A lo que se debe aspirar es a transformar radicalmente las históricas estructuras de exclusión y desigualdad de Centroamérica. Lo demás, es el intento de poner un parche más en eso que Sergio Ramírez, el escritor nicaragüense, bien ha definido como una red llena de huecos.
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