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viernes, 18 de noviembre de 2011

América Latina y el viejo pacto neocolonial

Sin menospreciar los avances de la última década, es claro que la cuestión de fondo en muchos de los problemas de nuestra América radica, todavía, en la persistencia del pacto neocolonial en nuestras dolorosas repúblicas, como las llamara José Martí. Y para desatar ese nudo, nos falta mucho camino por andar.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

En su obra clásica Historia contemporánea de América Latina (Alianza Editorial, 2010. P. 280), Tulio Halpegrin Donghi describió cómo, hacia el último cuarto del siglo XIX, tuvo lugar un cambio decisivo que determinaría el modo de inserción de nuestra América en el sistema internacional, y su rol como proveedor de materias primas para un mercado mundial controlado por las grandes potencias: “En 1880 –años más , años menos- el avance en casi toda Hispanoamérica de una economía primaria y exportadora significa la sustitución finalmente consumada del pacto colonial impuesto por las metrópolis ibéricas por uno nuevo. A partir de entonces se va a continuar la marcha por el camino ya decididamente tomado”.

En 2011, ese pacto neocolonial, en sus aspectos fundamentales y más perniciosos, sigue vigente. Esto es claro, por supuesto, en los flujos de inversión de capitales y en los patrones de producción dominantes que responden a aquella economía primaria y exportadora, pero también, en aspectos culturales (las visiones de mundo que configuran y animan los imaginarios sociales y políticos del llamado “desarrollo”) que determinan un modo de relacionarnos con la naturaleza que hoy alcanza, y casi supera ya, los límites de sostenibilidad.

El informe de CEPAL sobre la inversión extranjera directa (IED), correspondiente al año 2010, presenta información sumamente relevante para comprender esta realidad definida por los flujos de capital en sus dos modalidades: transnacional y translatino (inversiones de capital originadas en nuestra propia región), y sus impactos en varios órdenes.

De acuerdo con los datos de CEPAL, la IED proveniente de EE.UU, Países Bajos, China, Canadá y Reino Unido –las “nuevas metrópolis”- creció en total un 40% entre 2009 y 2010, para alcanzar los $113.000 millones de dólares; por su parte, las empresas translatinas, incluidas las de capital estatal, movilizaron $43.000 millones dólares en inversiones entre los países de la región: un monto que se cuadruplicó con respecto del año anterior.

Los principales receptores de la IED fueron Brasil, Argentina, Perú, Chile y México; en tanto que los sectores a los que se dirigen esas inversiones son los recursos naturales (minería y agronegocios) y los servicios, con un 43% y un 30% respectivamente en América del Sur; y las manufacturas (54%) y servicios (41%), en México, América Central y el Caribe.

Esto significa que la mejor posición de la economía latinoamericana, celebrada por propios y extraños, a izquierda y derecha, todavía sigue basada en la especialización subordinada y dependiente del sistema productivo/exportador (zonas francas que gozan de exoneraciones fiscales e incentivos financieros), con énfasis en la explotación de la mano de obra (en maquilas y empresas de call center), así como en la intensificación del modelo extractivista (lo que los analistas definen como “reprimarización”). Basta recordar a manera de ejemplo, como lo señala CEPAL, que “más del 90% de las inversiones chinas confirmadas en América Latina se han dirigido a la extracción de recursos naturales”.

Así, a la distancia de más de un siglo, se reafirman y profundizan tendencias derivadas de los procesos socio-económicos y culturales que determinaron la configuración actual de América Latina: en efecto, la estructura de distribución de montos y destinos de la inversión extranjera directa, a inicios del siglo XXI, replica, en términos generales, la estructura productiva-comercial de los tiempos de la economía imperial/colonial -decisiva en el desarrollo capitalista europeo- y que, en buena medida, señaló el curso a seguir en el proceso de construcción de los Estados nacionales entre los siglos XIX y XX.

¿Está condenada América Latina a repetir su historia, unas veces como tragedia y otras como farsa? ¿Estamos a tiempo de avanzar hacia alternativas al desarrollo hegemónico, que ofrezcan a nuestros pueblos un futuro cualitativamente distinto al de ser simple reserva de materias primas del capitalismo para salvar sus ciclos de crisis?

En una región con amplia presencia de gobiernos y fuerzas sociales progresistas (sobre todo en el Sur), el imperativo de avanzar hacia esas posibilidades pasa, en primera instancia, por una más vigorosa acción del Estado sobre el mercado y sus lógicas de rentabilidad a cualquier costo.

Solo desde el campo político progresista, con sus fortalezas y a pesar de sus contradicciones, se podría reorientar parte de los excedentes de riqueza generados por los flujos de inversión al fortalecimiento del proyecto nacional-popular latinoamericano, y hacia la construcción de sociedades y sistemas productivos sostenibles, no depredarores del medio ambiente. Al Estado y no al mercado le corresponde asumir ese liderazgo político, jurídico y cultural, que empieza con la definición estratégica del tipo de IED cuya presencia se quiere estimular en cada país, ponderando su real impacto socioeconómico y ambiental; y al mismo tiempo, estableciendo con claridad, desde una perspectiva nuestroamericana de búsqueda del bien común, el rol que deben desempeñar las empresas translatinas estatales -algunas tan poderosas como PETROBRAS, BANDES o PDVSA- en la consolidación de una autonomía regional sustentable en los ámbitos económico, productivo, energético y científico-tecnológico, articulada a la nueva y ambiciosa institucionalidad de la integración (UNASUR, ALBA, MERCOSUR y la futura CELAC).

Sin menospreciar los avances de la última década, es claro que la cuestión de fondo en muchos de los problemas de nuestra América radica, todavía, en la persistencia del pacto neocolonial en nuestras dolorosas repúblicas, como las llamara José Martí. Y para desatar ese nudo, nos falta mucho camino por andar.

La coyuntura histórica y política del bicentenario nos ofrece condiciones únicas para la ruptura de las cadenas que nos marcaron desde el siglo XIX, para dar pasos firmes hacia las transformaciones y transiciones que hoy reclaman los pueblos, y que necesita urgentemente la humanidad.

No perder esa oportunidad y abrir más y mejores espacios para el debate y la discusión de ideas en torno a nuestras alternativas emancipatorias, han de ser objetivos irrenunciables de los movimientos sociales, las organizaciones populares, los partidos políticos, los intelectuales, la academia y la ciudadanía toda, en el ejercicio del poder y en el control permanente de nuestros gobernantes.

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