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viernes, 16 de diciembre de 2011

Argentina: Certezas estratégicas de Cristina

La presidenta interpela a los argentinos para protagonizar un proceso revolucionario desde el punto de vista republicano, superador en forma definitiva del orden liberal–oligárquico desde el cual fue pensado y actuado el país por la llamada Generación del ’80 del siglo XIX, sin estridencias discursivas y con fina lectura del sistema de correlación de fuerzas, al interior y a escala global.

Víctor Ego Ducrot / Tiempo Argentino

Cuando una presidenta reelegida con el caudal de votos que consagró a Cristina Fernández de Kirchner asume el discurso que ella pronunció el sábado pasado ante el Congreso Nacional, son y serán inevitables las más variadas interpretaciones. En ese sentido me permito ensayar sobre uno de los tantos párrafos significativos de su alocución, por considerar que el mismo encierra y expresa el eje estratégico de lo anunciado por hacer y de lo hecho hasta aquí, desde el 25 de mayo de 2003, en clave de proyecto de país.


“Yo no soy la presidenta de las corporaciones; soy la presidenta de los 40 millones de argentinos”, disparó Cristina, como una tiradora que cuenta con una sola bala y sabe que tiene que dar en el blanco, para que la fiera acechante no contraataque.


En ocasión de la última intervención de Cristina en el G-20, desde este mismo espacio semanal ensayé acerca de la posibilidad de que la presidenta hubiese tenido presente al francés Michel Foucault, cuando este, entre enero y abril de 1979, en el Collége de France, explicó el nacimiento del marco político que expresa y requiere el anarcocapitalismo al que entonces ella se refirió: se trata del modelo neoliberal inaugurado en la Europa de postguerra, particularmente en la flamante y ya desaparecida República Federal de Alemania, el que fuera posible gracias a que las bombas, el Holocausto y las matanzas de la segunda Guerra Mundial destruyeron al Estado nazi pero no al mercado, categoría que Estados Unidos, como actor hegemónico entonces emergente, se encargó de proteger por encima y fuera de la racionalidad que implican las instituciones.


Pero el programa neoliberal –inaugurado entre nosotros por la dictadura, explayado con incertezas durante la década del ’80 e impuesto con todo rigor en los ’90– no considera al mercado tal cual lo concebía el liberalismo clásico (en Argentina los liberal-oligárquicos), sino que lo entiende en su etapa concentrada, con predominio de las facciones financieras y especulativas, y dirigido por un entramado económico y político de carácter corporativo; en ese orden de ideas, casi pensado como diseño fascista del nuevo milenio. 


A fines de 2001, el año del estallido, en el libro Bush & Bin Laden S.A, y tratando de entender las causas profundas de los atentados del 11 de septiembre en los Estados Unidos, como emergentes de una disputa feroz al interior de sistema corporativo, encubierta esa disputa con retóricas “antiterroristas”, intenté poner en evidencia que esa nueva lógica del orden mundial representaba una especie de versión trágica del poder de las corporaciones, que habían sustituido al Estado por los sillones de los directorios empresarios. Valga recordar que todos los integrantes del Gabinete de George W. Bush eran directores corporativos de transnacionales para las cuales el 11-S significó una multimillonaria acumulación de beneficios extraordinarios.


En Argentina, “el corralito” del gobierno de la Alianza, comandada por una porción especializada (la financiera) de aquel mismo tejido corporativo, llevó hasta el paroxismo el proceso de destrucción del Estado, e intentó que el mismo quedase para siempre en manos de “presidentes” y cuadros gerenciales de la economía de mercado concentrada.
Pero algo sucedió en 2003, que continúa hasta nuestros días; y ese algo es un proyecto que, en los términos de este intento interpretativo, se define a sí mismo como programa desarticulador del paradigma neoliberal y por consiguiente recuperador de lo político, entendido como espacio democrático y participativo de la sociedad, y expresado en el Estado como articulador y distribuidor de la producción social, material y simbólica.


La frase elegida hoy entre todas las pronunciadas por Cristina el sábado pasado contiene y encierra esa definición como categoría opuesta al neoliberalismo, adecuada a una temporalidad precisa: la de la crisis del capitalismo en el ámbito de lo internacional o global; la de lo logrado hasta hoy por el proyecto inaugurado en aquel 2003 en cuanto a crecimiento y desarrollo con inclusión, y empoderamiento ciudadano y republicano, considerado todo ello como piso desde el cual avanzar y profundizar. Nunca menos. 


Así como apelé a un texto propio de 2001 para discutir sobre la naturaleza del modelo neoliberal, me permitiré volver a una línea de análisis, compartible o no, esa es otra cuestión, ya expuesta desde esta misma columna. Cristina viene poniendo en tensión, como herramientas de intervención política al servicio de su estrategia transformadora, ciertas tácticas que pueden resumirse en lo siguiente: modificación del sistema de creación de mayorías y consensos democráticos, inclusivos de actores sociales que exceden a la identidad de origen del proyecto; reformulación y fortalecimiento del orden federal, a partir de considerar al Estado Nacional como referencia ordenadora; e impulso a la participación activa de las nuevas generaciones, tanto en la militancia como en la gestión.


La presidenta interpela a los argentinos para protagonizar un proceso revolucionario desde el punto de vista republicano, superador en forma definitiva del orden liberal–oligárquico desde el cual fue pensado y actuado el país por la llamada Generación del ’80 del siglo XIX, sin estridencias discursivas y con fina lectura del sistema de correlación de fuerzas, al interior y a escala global. Es lógico que semejante propuesta haga que rechinen y crujan todas las estructuras edificadas con anterioridad, incluso algunas que pertenecen y son esenciales al campo de la transformación. 


Cuando desde el interior profundo del Partido Justicialista, o desde la actual conducción de la CGT, o algunos intendentes de la provincia de Buenos Aires alimentan el discurso crítico o abrigan sospechas y reservas en torno a los lineamientos que por mandato popular encabeza Cristina, flaco favor le hacen al proyecto al que necesariamente deben pertenecer (y pertenecen), y –lo que quizás sea más grave– pueden convertirse en guionistas coyunturales de una derecha a la cual le resulta difícil convertir en prácticas políticas eficaces su carga de odio y resentimiento contra el campo popular.


Lo escrito antes de ninguna manera apela a la resignación del movimiento obrero y de las diferencias de matices dentro de lo que muchos denominamos proyecto nacional, popular y democrático, pero en estos tiempos argentinos en los cuales tanto y saludablemente se debate sobre el rol de la Historia y sus relecturas posibles, sería muy recomendable que esas nuevas lecturas se hiciesen con la vista puesta en la historia de las contraofensivas oligárquicas, las que siempre se encargaron de provocar o estimular, con carácter de requisito previo para sus acciones restauradoras, la fracción, la división, de los protagonistas – y valga la redundancia– también históricos de los procesos transformadores con signo republicano y de justicia social. Atención.

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