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sábado, 7 de enero de 2012

Perú, en el centro de la disputa hegemónica regional

Los pueblos aún no tienen una alternativa a la megaminería ni a las gigantescas represas hidroeléctricas que en no pocas ocasiones son diseñadas por los mismos que dicen defender el buen vivir, la naturaleza y el medio ambiente. En Perú, y en la región, hay mucho más que gobiernos en disputa. Hay una carrera entre poderosos estados y voraces multinacionales para apropiarse de los bienes comunes.

Raúl Zibechi / LA JORNADA

La posición estratégica de Perú, como puerta de ingreso y salida del voluminoso comercio entre China y Brasil, pero también como uno de los más importantes países mineros de la región sudamericana, ha escalado varias posiciones desde que Ollanta Humala se ciñó la banda presidencial.

Para ofrecer un cuadro más o menos completo de la coyuntura crítica por la que atraviesa el país andino, deben considerarse dos tipos de conflictos: los interestatales y los político-sociales. Los primeros son protagonizados por los dos países cuyos intereses chocan de modo frontal en Perú, o sea Estados Unidos y Brasil. Los segundos enfrentan a los movimientos con el gobierno que ellos mismos ayudaron a elegir.

Brasil apoyó la candidatura de Humala y seguirá apoyando a su gobierno, más allá del conflicto que mantiene con los pueblos y poblaciones. Durante la campaña electoral dos miembros del PT contribuyeron a maquillar la figura del ex militar para hacerla más potable a las clases medias. Pese al reciente viraje a la derecha de Humala en respuesta a la agudización del conflicto social antiminero –despidió a once de sus 17 ministros y abrió las puertas del gabinete a la tecnocracia neoliberal–, el país sigue siendo escenario de una aguda disputa geopolítica.

El 23 de diciembre los ministros de Defensa Celso Amorim, por Brasil, y Alberto Otárola, por Perú, firmaron un acuerdo de cooperación militar que convierte a las fuerzas armadas de ambos países en “socios estratégicos” (Afp, 23 de diciembre).

El acuerdo apunta a la cooperación “industrial, tecnológica y científica en materia de defensa” y define “los sectores aeroespacial y naval como áreas de prioridad conjunta de inversiones y desarrollo en el campo de la seguridad y la defensa”. Brasil se comprometió a brindar capacitación, entrenamiento, soporte técnico, logístico y a realizar transferencia de tecnología. Ambas partes consideran que el acuerdo es una medida de “disuasión contra eventuales amenazas externas”.

Para mayor precisión, los ministros enfatizaron que la “alianza estratégica” es defensiva y no está dirigida contra ninguno de los vecinos (ya que Perú mantiene un prolongado contencioso con Chile). Amorim afirmó que no está en juego la disuasión entre países de la región, sino enfrentar amenazas “de fuera del continente”, en clara referencia a Estados Unidos.

Humala puede seguir adelante con el proceso de integración regional, estrechar lazos con Brasil y poner distancias con Estados Unidos, y a la vez profundizar el modelo minero multinacional reprimiendo a su pueblo. No hay contradicción. Brasil apoya la megaminería de la mano de la Vale (la segunda minera del mundo), que tiene varios proyectos en Perú, y sus empresas estatales llevan adelante polémicos emprendimientos hidroeléctricos. La dinámica interestatal y el conflicto de clases van por sendas diferentes, al punto de que un gobierno puede ser muy derechista y tener intereses contrarios a los de Estados Unidos.

Como señaló días atrás el economista Oscar Ugarteche (Alai, 19 de diciembre), Humala realizó una “masacre política” al expulsar al sector de izquierda del gobierno y alinearse con los empresarios mineros en respuesta al desborde desde abajo que había comenzado en noviembre con la resistencia popular al proyecto minero Conga en Cajamarca.

Forzó la renuncia del gabinete del primer ministro Salomón Lerner; en su lugar designó al general Oscar Valdés y declaró el estado de emergencia en varias provincias de Cajamarca para restablecer el orden frente a las demandas populares. Nada nuevo. La única duda es si estamos ante el primer paso en el proceso de militarización del conflicto social o si la resistencia logrará frenar la escalada derechista.

Los últimos años han sido testigos de un crecimiento sostenido de la resistencia a la megaminería y las grandes obras de infraestructura. Todos los días se producen grandes o pequeñas resistencias, desde la protesta en abril pasado contra el proyecto minero Tía María en Islay (Arequipa) hasta la quema de casetas de peajes en las carreteras, pasando por el masivo levantamiento en abril, mayo y junio en Puno contra la minería, encabezado por los aymaras, que tuvo su punto álgido en la toma de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Juliaca, con un costo de cinco muertos.

Nada indica que la resistencia vaya a ceder, ya que hay más de 90 conflictos mineros esparcidos de norte a sur por la sierra andina peruana. Es una sumatoria de conflictos locales no coordinados, pero sumamente efectivos en su capacidad de estrechar el margen de maniobra de gobiernos y empresas multinacionales, ya que no existe una cabeza centralizada que pueda ser ablandada con represión o cooptación.

“Los pueblos indígenas nos declaramos en movilización permanente para defender nuestros territorios”, afirmó a mediados de diciembre el 22 congreso nacional ordinario de la AIDESEP, la organización indígena amazónica que protagonizó el levantamiento de Bagua en 2008. Es la misma actitud de resistencia que vemos ante la represa de Belo Monte en Brasil, frente a la hidroeléctrica Hidroaysén en la Patagonia chilena, que precedió al conflicto estudiantil, y la misma que encendió la marcha en defensa del TIPNIS en Bolivia.

Los pueblos aún no tienen una alternativa a la megaminería ni a las gigantescas represas hidroeléctricas que en no pocas ocasiones son diseñadas por los mismos que dicen defender el buen vivir, la naturaleza y el medio ambiente. En Perú, y en la región, hay mucho más que gobiernos en disputa. Hay una carrera entre poderosos estados y voraces multinacionales para apropiarse de los bienes comunes.

Y una creciente resistencia de los más diversos abajos para impedirlo, para seguir existiendo como pueblos y, sobre todo, para disputarles el sentido de estar en el mundo, que es mucho más que un “modelo de desarrollo”, porque hace de la existencia algo que merezca ser considerado vida, o sea dignidad, sobre la tierra.

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