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sábado, 4 de febrero de 2012

¿Acaso alguien sobra en el mundo? La miseria es violencia

La pobreza no es sino el síntoma visible de una situación de injusticia social de base. En ese sentido “pobreza” significa no ser capaz de controlar la propia vida, ser absolutamente vulnerable a la voluntad de otros, rebajarse para conseguir sus fines propios, empezando por el más elemental de sobrevivir.

Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala

La invocación a la paz es algo tan viejo como el mundo; nadie en su sano juicio la puede desechar o rechazar abiertamente. Nadie deja de hablar de ella como un bien positivo en sí mismo. La historia, por cierto, muestra una interminable sucesión de invocaciones a la paz… pero al mismo tiempo, la historia también es una interminable sucesión de guerras, de negación sistemática de la paz, de situaciones donde lo que prima es el más descarnado enfrentamiento con su secuela de sufrimiento y pérdida de la dignidad.

Extraer de todo ello la conclusión que habría una “esencia guerrera” en lo humano que nos condena fatalmente al conflicto violento (“el hombre como lobo del propio hombre”), puede ser apresurado. O, en todo caso, habría que matizarla: la convivencia pacífica sigue siendo una aspiración, por lo que se ve, siempre bastante lejana, ¡pero sin dudas válida! ¿Es quimérico pensar y buscar un mundo menos violento que el que conocemos? No lo sabemos. No importa incluso. Lo que debe impulsarnos es una ética de la justicia. Esas búsquedas son como las estrellas: inalcanzables en un sentido, pero nos marcan el camino.

Por cierto, la discusión en torno a estos temas está abierta desde hace largo tiempo; la filosofía, la política, el arte en sus diferentes expresiones, las ciencias sociales vienen preguntándose todo esto incansablemente desde el inicio de los tiempos.

No hay ninguna duda que la sola constatación de la vida cotidiana o de la historia, en cualquier momento y en cualquier punto del planeta, nos muestra que la guerra y la conflictividad en sentido amplio son un molde de las relaciones humanas. “Si quieres la paz prepárate para la guerra”, alertaban los romanos del Imperio hace más de dos milenios; quizá con demasiado cinismo, quizá con profundo conocimiento de la condición humana, la invocación no parece descabellada. Esa “preparación”, que no es sino el desarrollo del componente bélico en cualquiera de sus innumerables aristas, ha sido y continúa siendo el sector más acrecentado, dinámico –y hoy día: lucrativo– de los seres humanos.

Se dijo mordazmente que lo primero que hizo el ser humano cuando sus ancestros bajaron de los árboles y comenzaron a caminar erguidos fue un arma: una piedra afilada. Lo cierto es que desde ese primer Homo Habilis hace dos millones y medio de años hasta la increíble parafernalia armamentística actual (que implica un gasto de 30.000 dólares por segundo), la industria de la guerra no se ha detenido nunca. Hoy disponemos de los medios técnicos para hacer volar el planeta varias veces, provocando una onda expansiva que llegaría hasta la órbita de Plutón (portento técnico que, sin embargo, no impide que siga muriendo gente de hambre o que haya enormes cantidades de seres humanos en la miseria). Es evidente que la paz se resiste, que la violencia no nos es ajena.

Las relaciones entre los seres humanos no siempre son necesariamente armónicas. La pretensión iluminista de “igualdad” y “fraternidad” muchas veces no pasa de aspiración. Por otro lado, el llamado al amor, a la paz y la concordia que encontramos en diversas formulaciones, bienintencionadas sin dudas, se estrella con una realidad donde la violencia juega un papel preponderante. La realidad humana está marcada –esto es innegable– por el conflicto. Diversos autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta verdad. A modo de síntesis de muchas de esas elucubraciones podría decirse, citando una entre tantas de esas referencias, que “la violencia es la partera de la historia”.

La realidad nos enseña, a sangre y fuego, que a veces hay paz, pero que la tensión está siempre presente. El paraíso bucólico del que nos hablan los pacifismos hace parte muy relativamente de nuestro mundo. El conflicto, en cualquiera de sus manifestaciones, no es externo a la constitución humana sino, por el contrario, estructural. Si algún humano no tomara parte en él, no participaría del todo social.

La marginalidad

Las sociedades se protegen a sí mismas; la cultura reproduce semejantes. Por tanto lo extraño, lo extemporáneo tiende a ser neutralizado. El mecanismo para ello es la segregación, la exclusión. Minuciosamente nos enseña Michel Foucault (“Historia de la locura en la época clásica”) que en la modernidad occidental (capitalismo industrial) se perfeccionó el espacio de marginación de la irracionalidad desarrollándose para ello los dispositivos “científicos” pertinentes: el asilo y el médico alienista. La locura no es sólo la enfermedad mental; es todo aquello que “sobra” en la lógica dominante. Así, describiendo la Salpêtrière –el mayor asilo de Europa en el siglo XVIII–, Thénon dice: “acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.”. Marginal, entonces, puede ser cualquier cosa.

La sociedad “produce” sus marginales. En la cosmovisión occidental (hoy día impuesta globalmente) la razón matemática y mercantil es la pauta que guía la marginación; las divergencias respecto a ella son sancionadas como insensatas, inservibles. Por cierto puede entrar en esa divergencia todo lo que se desee (el amplio “etcétera” de la enumeración de Thénon). Toda sociedad mantiene un cúmulo de pautas que constituyen su normalidad; la sociedad industrial, más que ninguna otra (seguramente debido a lo intrincado de su funcionamiento) preserva su normalidad apartando severamente los “cuerpos extraños”. En sociedades menos complejas es menor el espacio para la marginalidad; en un mundo super especializado, con una marcada división del trabajo, hondamente competitivo, es más posible que alguien quede “fuera” en el complejo camino de la integración. En un mundo tan polifacético hay más campo para los así llamados “sub-mundos”. Así es que encontramos los diversos sub-mundos del hampa, de la mendicidad, de las drogas, de la vida en las calles (¿habrá que agregar de los “incurables de toda clase” como en aquella lista?)

La solidaridad, la tolerancia, el altruismo en su sentido más amplio no son, precisamente, lo que más abunda en la experiencia humana. La tendencia a segregar sale con demasiada facilidad. Lo extraño, ante todo, produce rechazo. De ahí a su estigmatización sólo hay un paso. Hoy día no se queman en la hoguera a los poseídos (“incurables de toda clase” y “etcéteras” varios) sino que se los margina con mayor refinamiento: se los confina (asilos de las más diversas categorías: manicomios, cárceles, reformatorios, geriátricos, casas de caridad). Sin ironía: eso es un mejoramiento histórico en la condición humana (“En el Medioevo me hubieran quemado a mí; hoy día, los nazis queman mis libros. ¡Hemos progresado!” dijo Sigmund Freud cuando la anexión de Austria por la tropas alemanas). Pero el discordante sigue siendo el leproso de antaño: encapuchado y con campana para anunciar su paso. Son los menos los países cuyas constituciones (y luego la práctica cotidiana) aseguran la no discriminación de las minorías en desventaja. Ante ello, la beneficencia puede ser también una forma de segregación, pues ratifica al excluido en su condición de tal.

Podríamos concluirse así que la marginación es un proceso “natural” de la sociedad complejizada que apoya en características propias de lo humano. Asusta, y por tanto se margina, tanto a un vagabundo como a un delirante o a un débil mental, a un homosexual cuanto a un seropositivo, a una prostituta o a un delincuente.

Hacia una nueva marginalidad

No son marginales un soldado que regresa de la guerra o un desocupado; ellos tienen la posibilidad de volver a integrarse al tejido social del que, por razones diversas, se han distanciado. Y en sentido estricto, tampoco lo es el ermitaño que eligió la vida solitaria y alejada. La marginalidad conlleva la marca de lo reprochable moralmente, de lo anatematizado. De ahí que se la aísle, incluso físicamente confinándola.

Desde hace algunos años el mundo va tomando tales características que hacen que el fenómeno de la marginalidad deje de ser algo circunstancial para devenir ya estructural. Hoy día asistimos a la marginación no sólo del harapiento, del mendigo en la puerta de la iglesia, sino de poblaciones completas. Se habla de “áreas marginales”. Si bien nadie lo dice en voz alta, la lógica que cimenta esta nueva exclusión parte del supuesto de “gente que sobra”. El temor malthusiano del siglo XIX parece tomar cuerpo en políticas concretas que prescriben no más gente en el planeta (y si se puede menos, mejor). La tendencia en marcha pareciera ser un mundo dual: uno oficial, el integrado, y otro que sobra.

El proceso por el que se llega a esta situación seguramente está ligado al especial desarrollo de la actual productividad: una técnica deslumbrante que termina prescindiendo del sujeto que la concibe y la aprovecha, y para quien debería estar destinada. El ser humano comienza a sobrar. Existe un sexo cibernético en el que el otro de carne y hueso no es necesario; la imagen virtual va reemplazando al sujeto corpóreo. ¿La robótica prescindirá de la gente? Pero ¿es ese el “desarrollo” que queremos?

El peso relativo de los países pobres es cada vez menor en el concierto internacional. Las materias primas pierden valor aceleradamente ante los productos con alta tecnología incorporada. Los pobres son cada vez más pobres; y cada vez quedan más confinados a las “áreas marginales”. ¿Sobran entonces? La pobreza va quedando más delimitada y ubicada en ghettos (quizá nueva forma de asilo). En la ciudad de Guatemala, por ejemplo, con una población total en el área metropolitana de cuatro millones y medio de personas, un 25% vive en zonas llamadas “marginales”. ¿Sobran acaso? ¿Es acaso que alguien puede “sobrar”?

Trágicamente, esos bolsones no son minorías discordantes sino que van pasando a ser lo dominante. En las grandes urbes del Sur (y también, aunque en menor medida, en el Norte) las zonas marginales crecen imparablemente. En algunos casos albergan una cuarta parte de sus habitantes, o más. Evidentemente, entonces, el fenómeno no es marginal. Valga el dato: uno de cada dos nacimientos en el mundo tiene lugar en asentamientos urbano-marginales; ¡y hay tres nacimientos por segundo!

El Banco Mundial define la pobreza como “la inhabilidad para obtener un nivel mínimo de vida”. Probablemente pueda ser inhábil un impedido (un no-vidente, un parapléjico). Pero no lo son poblaciones completas. La imposibilidad de conseguir un nivel mínimo de subsistencia radica, en todo caso, en condiciones que trascienden lo personal. La pobreza creciente que agobia a sectores cada vez mayores en el mundo, la miseria absoluta en que tanta gente vive, no es sólo falta de habilidad para procurarse el sustento; habla, más bien, de un nuevo estilo de marginalidad, consecuencia de estructuras injustas. Habla de relaciones de poder que marginan, que violentan a otros seres humanos.

Es ahí cuando se hace palmariamente evidente que la miseria es una forma de violencia, cruel, despiadada. En Guatemala –país considerado muy violento, que está saliendo de una terrible guerra civil que dejó 245.000 muertos y desaparecidos– se habla hoy día de la ola de violencia que lo asola, con 15 muertes violentas por día debidas básicamente a la criminalidad. Pero no se habla de las 18 muertes diarias debido a la desnutrición crónica. ¿No es eso violencia acaso? La miseria es violencia, sin dudas, y produce más daño que la peor delincuencia.

¿Qué nos espera?

La forma que ha ido tomando el desarrollo del mundo en la actual era post industrial es curiosa, y al mismo tiempo alarmante. Asistimos a una revolución científico-técnica monumental, que se despliega a una velocidad vertiginosa, pero donde lo que debería ser el centro de todo: el ser humano concreto, queda de lado. Era de las comunicaciones satelitales y de la inteligencia artificial, pero mucha gente no tiene ni para comer…, mientras algunos prefieren hablar por Facebook y no cara a cara; auge de la informática, pero una buena parte de la humanidad no tiene siquiera acceso a energía eléctrica. Se gastan 30.000 dólares por segundo en armamentos mientras muchos no alcanzan la dieta mínima para sobrevivir (lo repito: 18 muertos diarios en Guatemala ¡por hambre!). Algo falla en la idea de progreso. Algo anda mal si se puede llegar a aceptar naturalmente la existencia de áreas marginales (barrios, poblaciones, quizá países, ¿continentes?) ¿O es que acaso alguien sobra de verdad?

Cada vez más gente queda marginada de la riqueza que la Humanidad genera. La marginación del nuevo estilo produce islas de esplendor resguardadas celosamente de mayorías “excedentes”. Por supuesto que mientras cada vez más gente quede al margen del festín, más serán las posibilidades de inestabilidad y eventuales estallidos.

Desde hace ya algunos años se ha establecido como parte del discurso “políticamente correcto” en todo el mundo hablar de la lucha contra la pobreza. La iniciativa, por cierto, es loable, altamente meritoria, con la cual nadie podría estar en desacuerdo. Los más diversos sectores, de izquierda y derecha, desde quienes sufren las exclusiones más humillantes hasta los magnates de los listados de la revista Forbes, todos coinciden en que la pobreza es algo contra lo que debe actuarse. Incluso instancias como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, organismos que se encargan de manejar los grandes capitales globales, levantan airados su voz contra este flagelo, y desde hace algún tiempo basan sus iniciativas de asistencia a los países más necesitados en sus “estrategias de lucha contra la pobreza”.

Podríamos decir que todo esto es cierto, que efectivamente hay, desde los poderes que rigen en muy buena medida la marcha de la humanidad, una marcada preocupación por terminar con esta lacra de la pobreza y la pobreza extrema. Pero algo sucede que las cosas de base no cambian: los pobres más pobres crecen en número y en distancia en relación a los que no lo son. Y no sólo eso: la pobreza ¡se criminaliza! ¿Pero no es acaso la pobreza una forma infinitamente grosera de violencia? ¿Por qué, entonces, más allá de una declaración bienintencionada, las cosas cuestan tanto que cambien? ¿Por qué el discurso oficial, la conciencia dominante se indigna tanto y actúa contra, por ejemplo, el siempre mal definido “terrorismo” –que produce infinitamente menos víctimas que el SIDA– y no repara en la miseria en que vive buena parte de la humanidad?

Como siempre en las experiencias humanas no hay negros y blancos absolutos; hay, en todo caso, luces y sombras interconectadas. La realidad es más multicolor, más plena de matices contradictorios, y por tanto, compleja que un simple maniqueísmo de “buenos” y “malos”. Habrá quien honestamente luche día a día contra este mal en sí mismo que representa la pobreza, o su expresión más descarnada: la pobreza extrema, la miseria. Habrá también quien pueda hacer negocio de estas causas, ¿por qué no? Sólo quienes atraviesan efectivamente esa situación de exclusión podrán saber a profundidad de qué se trata el asunto, puesto que lo viven cotidianamente en carne propia. La cuestión es que la marginación vergonzosa de mucha gente continúa, y no es fácil ver la luz al final del túnel.

Según datos de Naciones Unidas, hoy día en nuestro planeta 1.300 millones de personas viven con menos de un dólar diario; hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200 millones viven sin agua potable. El hambre sigue siendo la principal causa de muerte: come en promedio más carne roja un perrito hogareño del Norte que un habitante del Sur. En la sociedad de la información, ahora que pasó a ser una frase casi obligada aquello de “el internet está cambiando nuestras vidas”, 1.000 millones están sin acceso, no ya a internet, sino a energía eléctrica. Hay alrededor de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI… se habla de casi 30 millones de personas a nivel global), la explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Pero lo más trágico es que, según esos datos, puede verse que el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe en un Boeing 747, bien alimentados y probablemente también preocupados por esa “lucha contra la pobreza” para la que destinan algunos millones de dólares desde sus fundacionessupera el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45% de la población mundial. Con esos datos en la mano no pueden caber dudas que la situación actual es tremendamente injusta y que la pobreza no tiene más explicación que la mala distribución de la riqueza. No es un destino “instintivo”, definitivamente. Y aunque algunos (Onassis o Maradona, por dar unos ejemplos) hayan salido de pobres proviniendo de estratos humildes, eso no es la regla sino la más radical excepción.

La cuestión, entonces, pasa por ver cómo se combate ese flagelo de la pobreza, y más aún su expresión descarnada: la miseria. ¿Cómo se da esa lucha?

Ahí está la cuestión de fondo: la pobreza no es sino el síntoma visible de una situación de injusticia social de base. En ese sentido “pobreza” significa no ser capaz de controlar la propia vida, ser absolutamente vulnerable a la voluntad de otros, rebajarse para conseguir sus fines propios, empezando por el más elemental de sobrevivir. Junto a ello, la pobreza significa no tener la oportunidad de una vida mejor en el futuro, estar condenado a seguir siendo pobre, con lo que la vida no tiene mayor atractivo más allá de poder asegurar la animalesca sobrevivencia, si es que se logra.

La miseria en que vive tanta gente no es sino la expresión descarnada de la injustica de fondo en que está basada nuestra sociedad planetaria. Por tanto, luchar contra la pobreza y contra la miseria debe ser una acción dirigida a modificar esa injusticia. No es la miseria el objetivo final de esta lucha, como no lo podrían ser, por ejemplo, los niños de la calle, o la delincuencia juvenil, que son los efectos, las consecuencias. Esos son los síntomas visibles de fenómenos complejos. La lucha ha sido y continúa siendo la lucha por la justicia. Como dijo Joseph Wresinski: “Allí donde hay hombres condenados a vivir en la miseria, los derechos humanos son violados. Unirse para hacerlos respetar es un deber sagrado”.

Ponencia presentada en el Coloquio Internacional “La miseria es violencia”, de la Asociación Cuarto Mundo / UNESCO. París, Francia, enero de 2012.

Correo del autor: mmcolussi@gmail.com

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