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sábado, 21 de abril de 2012

Abril soberano en nuestra América

Sin recuperación de la soberanía en todos los órdenes, y sin integración al espacio geopolítico, económico y cultural  que es natural y propio de la región latinoamericana,  ningún país será viable frente a las presiones y apetitos que, desde hace siglos, gravitan, voraces, sobre el destino de nuestra América.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Rico en acontecimientos de profundo valor simbólico, de esos que viven en la memoria colectiva de los pueblos y la iluminan con sus enseñanzas, abril se ha convertido literalmente a sangre y fuego en un mes fundamental en la historia de las luchas por la independencia –nacional y regional- y la liberación de nuestra América.

Para los centroamericanos, en general, y los costarricenses en particular, abril recuerda el triunfo, en 1856, sobre las tropas filibusteras del estadounidense William Walker y sus planes esclavistas y de dominación geopolítica, en sucesivas batallas en Santa Rosa, al norte de Costa Rica, y en Rivas, al sur de Nicaragua, hasta alcanzar una victoria -el 11 de abril- que cambió el curso de la guerra patria: derrotado por un ejército compuesto mayoritariamente por campesinos y civiles, que plantó cara a soldados experimentados (muchos de ellos curtidos en la guerra entre Estados Unidos y México, de 1846-1848) y mercenarios norteamericanos y europeos, Walker fue forzado a replegarse  y, un año más tarde, declaró la capitulación definitiva ante la alianza centroamericana.

Aquella avanzada del incipiente imperialismo norteamericano sobre las naciones del istmo tenía un solo objetivo, inscrito en la bandera del primer batallón filibustero: “five or none”, las cinco o ninguna, el control total de las repúblicas centroamericanas en el marco más amplio de la expansión de los Estados Unidos hacia el sur y oeste de sus fronteras. De ahí, precisamente, el enorme valor de aquel triunfo: gracias al coraje civil y militar, y a la osadía unionista de aquella gesta, fueron detenidos los apetitos expansionistas del gigante que recién despertaba.

En el siglo XX, otro abril, pero ahora en Cuba, en los albores del triunfo de la Revolución -en 1961-, definió lo que desde entonces se conoce como la primera derrota del imperialismo estadounidense en América Latina. La victoria del ejército revolucionario, y más concretamente del pueblo cubano, en Playa Girón (del 17 al 19 de abril), contra una invasión mercenaria organizada por la CIA y apoyada por el gobierno de John F. Kennedy, abrió un frente de hostilidades de Estados Unidos contra la Revolución que ya supera el medio siglo de prácticas inhumanas y violatorias del derecho internacional, entre estas, el bloqueo económico, la protección de reconocidos terroristas como Luis Posada Carriles y los juicios plagados de vicios e inconsistencias jurídicas contra los cinco antiterroristas cubanos.

Pero Playa Girón también fue un punto de inflexión en la historia latinoamericana: por primera vez, una revolución socialista, que al mismo tiempo realizaba aquella otra revolución de “los pobres de la tierra” por la que dio su vida José Martí, se levantaba frente a la potencia imperial. Fidel Castro captó entonces la dimensión de ese enfrantamiento:  “lo que no pueden perdonarnos los imperialistas es que estemos aquí, lo que no pueden perdonarnos los imperialistas es la dignidad, la entereza, el valor, la firmeza ideológica, el espíritu de sacrificio y el espíritu revolucionario del pueblo de Cuba”.

Cuarenta y un años después, a inicios del siglo XXI, el abril soberano nuestroamericano reapareció en Venezuela: en 2002, el golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez, perpetrado por la oligarquía y el poder mediático venezolano, en complicidad con el gobierno estadounidense de George W. Bush, fue derrotado por el pueblo alzado en las calles –el poder popular en acción- y por los soldados bolivarianos, que devolvieron con vida al presidente Chávez al Palacio de Miraflores, y restauraron así el orden democrático.

El golpe fallido fue un intento desesperado del imperialismo –que por entonces emprendía sus aventuras guerreristas en Afganistán e Irak- para detener el avance nacional popular en América Latina: recuérdese que no solo en Venezuela, sino también en Argentina y Brasil, en Bolivia y Ecuador, asomaban nuevos actores políticos y sujetos sociales que poco a poco ponían en jaque la dominación neoliberal del Consenso de Washington en la región.  Con gran nitidez, el intelectual brasileño Emir Sader compara los hechos de Cuba en 1961 con los de Venezuela, al afirmar que “el golpe del 11 de abril de 2002 fue, para los medios golpistas latinoamericanos, lo que también la fracasada invasión de Playa Girón fue para el imperialismo norteamericano: su primera gran derrota, que demostró que los pueblos del continente no están dispuestos a aceptar más que los medios pongan y quiten a los gobernantes. Que ahora es el pueblo quien decide su destino en América Latina” (la traducción es libre).

Ahora, en 2012, otro acto soberano, a saber, la decisión del gobierno de Argentina de recuperar sus recursos energéticos –gas natural y petróleo-, por medio de la nacionalización de la empresa REPSOL-YPF, anunciada el pasado 16 de abril por la presidenta Cristina Fernández, ha desatado la furia de la derecha española –la que está dentro y fuera del Partido Popular- e insospechadas reacciones de apoyo de la derecha en América Latina, claramente expresadas por los mandatarios Felipe Calderón, de México, y Sebastián Piñera, de Chile.

Lo cierto es que la nacionalización de recursos energéticos y mineros forma parte de una larga tradición revolucionaria en nuestra América, y que precisamente tiene en el México de Lázaro Cárdenas (1934-1940), en la Revolución Boliviana de 1952 -y en el proceso que ahora lleva adelante  Evo Morales-, en la Revolución Cubana, en el gobierno de  la Unidad Popular en el Chile de Salvador Allende, y en la Revolución Bolivariana de Venezuela, algunos de sus más destacados referentes.

Una tradición vinculada, además, a una diversidad de proyectos políticos que, desde corrientes como el nacionalismo popular, el reformismo socialdemocrático o el socialismo, han apostado por la búsqueda de un desarrollo nacional relativamente autónomo, con marcado interés en el fortalecimiento de la economía y el mercado interno, y  en el control de recursos naturales y áreas estratégicas de la producción por parte del Estado para, desde allí, emprender políticas de redistribución de la riqueza y reparación de las injusticias y desigualdades sociales.

Más importante aún, todos esos proyectos políticos han entendido que sin recuperación de la soberanía en todos los órdenes, y sin integración al espacio geopolítico, económico y cultural  que es natural y propio de la región latinoamericana,  ningún país será viable frente a las presiones y apetitos que, desde hace siglos, gravitan, voraces, sobre el destino de nuestra América.

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