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sábado, 21 de abril de 2012

Guatemala: La tierra y los hombres en la sociedad agraria colonial de Severo Martínez Peláez

A la luz de los datos que proporciona el historiador Severo Martínez en su precioso ensayo sobre la vida colonial, vemos igualmente que ni el poderío material de la clase dominante ni el peso ideológico de la colonia han desaparecido todavía en la sociedad guatemalteca.

Jorge Murga Armas* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

El historiador Severo Martínez Peláez (1925-1998).
En febrero de 1524[i], acompañado de varios cientos de hombres entre españoles y mexicanos[ii], Pedro de Alvarado llega al territorio maya de la actual Guatemala. Después de cruentas batallas con los ejércitos quichés en Xetulul Junbatz, Chuabaj, Palajunoj y Chuarral, luego de la muerte del Gran señor Tecún Umán en Pachaj[iii], aprovechando las divisiones internas de la sociedad maya-quiché y gracias a un aparato militar superior, el ejército invasor se impone en Chi Gumarcaaj no obstante el coraje y dignidad de Oxib’ Quiej y Belejeb’ Tz’i[iv], los Grandes señores del Quiché, a la lucha heroica de los mames encabezados por el Gran señor Kaibil Balam en Zaculeu[v], a la resistencia heroica de los cakchiqueles y sus Grandes señores Belejeb’ K’at y Kajeb’ Imox en las montañas de Iximché[vi], y a otros pueblos más.

La derrota militar de la sociedad maya-quiché se tradujo en la ocupación de su territorio y el sometimiento de sus pobladores. Se impone el término «indio» para designarles socialmente, se les reduce a un estado de servilismo, y la Corona de España se apropia —¡por derecho de conquista!— de su vasto y rico territorio. Se inicia la colonia, nace Guatemala.

Así, el régimen colonial crea las primeras «encomiendas» y «repartimientos»[vii]. Se instituyen los «pueblos de indios»[viii], y nacen los primeros mestizos y «criollos»[ix]. Sustentado ideológicamente en el racismo, el régimen colonial genera diferenciaciones y oposiciones entre los grupos sociales llamados «indios», mestizos y «ladinos»[x], que, además de un lazo histórico, social y genético innegable, comparten con matices y variantes la pobreza y el desprecio de españoles y criollos. Como en la época de la «conquista», los grupos dominantes promueven y utilizan las divisiones sociales para mantener el sistema de dominación y explotación sustentado en la opresión generalizada del indio. El régimen colonial dura 297 años.

¿Cuál fue en ese contexto la política agraria de la Corona española? ¿A partir de qué lógicas y mecanismos se crea la estructura económica y social de la colonia? ¿Quiénes fueron los nuevos dueños de la tierra despojada arbitrariamente a la sociedad maya-quiché?

I. Tierra e indios: botín de españoles y criollos

El debate sobre la historia agraria colonial de Guatemala no está acabado. Han sido realmente pocos los historiadores que, como Severo Martínez Peláez, han tratado el tema a profundidad, y son menos aún los que al abordarlo han aportado elementos novedosos. Por su calidad, por sus grandes aportes, aun cuando uno podría señalarle hoy cierto determinismo propio de la ortodoxia marxista, la obra de Severo Martínez Peláez sigue siendo un referente inevitable en el estudio de la política agraria colonial.[xi] 

Ciertamente, cuando el célebre historiador marxista se plantea el problema de saber cuál fue la política agraria de la Corona de España en el reino de Guatemala, no sólo aporta fuentes de archivo fidedignas que permiten conocer las disposiciones de las autoridades peninsulares en esa materia, sino que además esclarece con gran talento las lógicas internas del poder subyacentes en sus «cinco principios» de política agraria colonial.

La agudeza de Severo Martínez, en efecto, le lleva a buscar más allá del principio jurídico que en 1493 estableció la soberanía absoluta de la Corona sobre la mayor parte de los territorios descubiertos en las «Indias Occidentales».[xii] De suerte que además de un interesante análisis del «principio de señorío» que rigió la política agraria durante todo el período colonial, en su obra encontramos cuatro principios adicionales (tres que él identifica en las leyes coloniales y uno que deduce de sus investigaciones) que dan cuenta de la realidad compleja y cambiante de la política agraria en el contexto colonial: La tierra como aliciente de colonización, la tierra como fuente de ingresos para la Corona (usurpación-composición), la defensa de las tierras de indios y el bloqueo agrario de los mestizos. Ahora bien, estos cinco principios son las puertas de acceso a una realidad que no se reduce a la cuestión agraria.

I.1 Lógicas y mecanismos de la política agraria colonial

En los hechos, y en esto todos los autores están de acuerdo, la conquista significó la apropiación arbitraria por la Corona española de todas las tierras de las provincias conquistadas en su nombre en el «Nuevo Mundo». Ciertamente, basándose en el principio del señorío que ejercía sobre las provincias conquistadas, la Corona de España justificaba legalmente la apropiación arbitraria de la tierra de la sociedad maya-quiche en particular y de los pueblos indígenas de América en general:

El Rey. Mi Presidente de mi Audiencia de Guatemala. Por haber yo sucedido enteramente en el Señorío que tuvieron en las Indias los Señores que fueron de ellas, es de mi patrimonio y corona real el Señorío de los baldíos, suelo y tierra de ellas que no estuviere concedido por los Señores Reyes mis predecesores, o por mí o en su nombre y en el mío con poderes y facultades especiales que hubiéremos dado para ello […][xiii] 

Pero la abolición de los derechos de los pueblos indígenas sobre sus tierras no implicaba su apropiación automática por los conquistadores. Habida cuenta de que todas las tierras de las provincias conquistadas pasaron automáticamente a manos de la Corona, tanto los «conquistadores» como los «conquistados» debían recibirlas del rey, su nuevo dueño por «derecho de conquista», pues en su nombre llegaron los primeros a arrebatárselas a los segundos. De modo que inmediatamente después de la conquista toda propiedad sobre la tierra provenía directa o indirectamente de una concesión real. Esto significa que los repartos de tierras hechos por los capitanes de conquista entre sus soldados debían hacerse en nombre del rey y con su autorización, y que la plena propiedad de las tierras repartidas quedaba sujeta a confirmación real. Ahora bien, la tierra no cedida por el rey a un particular o a una comunidad (pueblo, convento, etc.) era tierra «realenga», es decir propiedad de la Corona, y no podía usarse sin cometer delito de usurpación.

El funcionamiento del principio de señorío o de dominio del rey no puede comprenderse si no se toma en cuenta su doble lógica. Por un lado, y visto evidentemente desde su función reguladora, tenía una acción positiva: «únicamente el rey sede la tierra». Por el otro, su acción negativa hacía que no hubiese tierra sin dueño, lo cual significaba que nadie podía introducirse en tierra que el rey no le hubiese acordado. Dicho de otro modo, «la Corona sede tierra cuando y a quien le conviene, y también la niega cuando ello le reporta algún beneficio». Fue este principio esencial, debe decirse, el que sentó las bases legales para la constitución del latifundismo en Guatemala, pero su desarrollo estuvo evidentemente sujeto a ciertas lógicas y ciertos mecanismos que definieron la política agraria colonial. Efectivamente, la política agraria en Indias que favoreció el desarrollo del latifundio en Guatemala y en otras partes, no puede comprenderse si no se estudia el sistema colonial en su conjunto y el conjunto de lógicas y mecanismos que propiciaron el despojo y la apropiación de las tierras indígenas por los colonizadores.  

Existió, decíamos, otro principio que consistió en hacer de la tierra un «aliciente» para la colonización. Así, y como la Corona no estaba en capacidad de sufragar las expediciones de conquista como empresas del Estado, las estimuló como empresas privadas ofreciendo a los conquistadores una serie de ventajas económicas consistentes principalmente en la cesión de tierras e indios en las provincias que conquistaran. La Real Cédula de Fernando el Católico, fechada en Valladolid el 18 de junio de 1513 y que años más tarde sería agregada a la Recopilación de Leyes de Indias del régimen colonial, es explícita al respecto:     

Porque nuestros vasallos se alienten al descubrimiento y población de las Indias, y puedan vivir con la comodidad, y conveniencia, que deseamos: Es nuestra voluntad, que se puedan repartir y repartan casas, solares, tierras, cavallerías, y peonías a todos los que fueran a poblar tierras nuevas en los Pueblos y Lugares, que por el Governador de la nueva población le fueren señalados, haciendo distinción entre escuderos, y peones, y los que fueren de menos grado y merecimiento, y los aumenten y mejoren, atenta la calidad de sus servicios, para que cuiden de la labranza y crianza; y haviendo hecho en ellas su morada y labor, y residido en aquellos Pueblos quatro años, les concedemos facultad, para que de allí adelante los puedan vender, y hacer de ellos a su voluntad libremente, como cosa suya propia; y asimismo conforme su calidad, el Governador o quien tuviere nuestra facultad, les encomiende los Indios en el repartimiento que hiciere, para que gocen de sus aprovechamientos y demoras, en conformidad a las tasas, y de lo que está ordenado, etc.          

Pero el rey debía ser generoso para que la tierra fuera un estímulo eficaz y diera los resultados esperados. De suerte que la Corona de España ofrecía y cedía a los conquistadores «una riqueza que no había poseído antes del momento de cederla». Como éstos, ciertamente, «salían a conquistar unas tierras con autorización, en nombre y bajo el control de la monarquía: y la monarquía los premiaba cediéndoles trozos de esas mismas tierras y sus habitantes. Les pagaba, pues, con lo que ellos le arrebataban a los nativos y con los nativos mismos. Y como cedía lo que no le había pertenecido antes de cederlo, podía cederlo en grandes cantidades.» Fue esta manera de otorgar la tierra, sumada a la que esbozamos anteriormente y a las que delinearemos en los dos principios siguientes, la que según Severo Martínez propició el latifundismo. Pero antes aclaremos: si bien este principio funcionó de manera activa y decisiva en la etapa inicial de conquista y colonización, él mantuvo vigencia en los siglos posteriores. Y no fue sino por la puesta en práctica de un tercer principio que este segundo perdió la fuerza y el sentido (como estímulo a la inmigración española a Indias) de la primera etapa. El tercer principio, decíamos, tiene que ver con la lógica de la usurpación-composición de tierras.

A finales del siglo XVI, en efecto, el imperio español estaba consolidado y sus autoridades en América habían tomado pleno control del poder de sus provincias. La idea de ofrecer y conceder tierra como estímulo de la inmigración española al Nuevo Mundo había perdido su sentido original, y aunque siguiese funcionando de manera atenuada, debía dar paso a otro mecanismo que respondiera eficazmente a las necesidades del reino. Así es como se concibe y pone en práctica el principio que a través de la usurpación-composición busca hacer de la tierra fuente de ingresos para la Corona, y que en el lenguaje de la época fue conocido simplemente como «composición de tierras».

La política de incitar a pedir y obtener tierras del período anterior había provocado ciertamente muchos excesos de los primeros colonizadores que la Corona debía tolerar para asegurarse la estrategia de colonización que mencionamos; sin embargo, las nuevas condiciones del proceso colonizador y el deseo de llenar las cajas reales, llevaron a aquélla medio siglo después a convertir los abusos en motivo de reclamaciones y «composiciones». Con ese fin, la Corona comenzó a dictar órdenes para que todos los propietarios de tierras presentasen sus títulos, y con el propósito de que todas las propiedades rústicas fueran medidas para verificar si concordaban con las dimensiones autorizadas en aquéllos. Ahora bien, «en todos los casos que se comprobara que había habido usurpación de tierras realengas, el rey se avenía a cederlas legalmente, siempre que los usurpadores se avinieran a pagar una suma de dinero por concepto de composición. En caso contrario, era preciso desalojarlas para que el rey pudiera disponer de ellas.»

Pero fue hasta el 1 de noviembre de 1591 cuando Felipe II despachó las dos Cédulas Reales que activaron la composición de tierras en el reino de Guatemala. En aquéllas, por cierto, aparecen los criterios que dirigieron el principio de la composición de tierras desde su nacimiento:  

El Rey. Mi Presidente de mi Audiencia Real de Guatemala. Por haber yo sucedido enteramente en el Señorío que tuvieron en las Indias los Señores que fueron de ellas (se refiere a los nativos conquistados, S. M.), es de mi patrimonio y corona real el Señorío de los baldíos, suelo y tierra de ellas que no estuviere concedido por los Señores Reyes mis predecesores o por mí, o en su nombre o en el mío con poderes especiales que hubiéramos dado para ello; y aunque yo he tenido y tengo voluntad de hacer merced y repartir el suelo justamente (…) la confusión y exceso que ha habido en esto por culpa u omisión de mis Virreyes, Audiencias y Gobernadores pasados, que han consentido que unos con ocasión que tienen de la merced de algunas tierras se hayan entrado en muchas otras sin título (…) es causa que se hayan ocupado la mejor y la mayor parte de toda la tierra, sin que los concejos (se refiere a los municipios de los pueblos, S. M.) e indios tengan lo que necesariamente han menester (…); habiéndose visto y considerado todo lo susodicho en mi Real Concejo de las Indias y consultándose conmigo, ha parecido que conviene que toda la tierra que se posee sin justos y verdaderos títulos se me restituya, según y como me pertenece (…)[xiv] 

En teoría, esta Cédula iniciaba un proceso de puesta en orden de la situación agraria en las colonias deteniendo la usurpación desmedida de tierras de la primera generación de colonizadores españoles y criollos. Pero lo que se buscaba en verdad era lo contrario: con ella, la Corona de España sentaba «las bases para que la usurpación se convirtiera en un procedimiento normal para apropiarse de la tierra». La Corona española, ciertamente, creó un nuevo mecanismo de política agraria para asegurarse la captación de más recursos, pues era eso lo que en realidad le interesaba. La idea, aunque pareciera que respondiese a una contradicción, era simple: si la primera Cédula ordena de manera tajante recuperar las tierras para el rey, la segunda instruye al Presidente para que negocie con los usurpadores de modo que paguen lo «justo y razonable», no obstante lo expresado en la orden anterior:    

Por otra Cédula mía de la fecha de ésta os ordeno que me hagais restituir todas las tierras que cualesquiera personas tienen y poseen en esa Provincia sin justo y legítimo título” —más adelante, sin embargo, el rey explica que «…por algunas justas causas y consideraciones, y principalmente por hacer merced a mis vasallos, he tenido y tengo por bien que sean admitidos a alguna acomodada composición, para que sirviéndome con lo que fuere justo para fundar y poner en la mar una gruesa armada para asegurar estos Reynos y esos, y las flotas que van y vienen de ellos (…) se les confirme las tierras y viñas que poseen, y por la presente, con acuerdo y parecer de mi Consejo Real de las Indias, os doy poder, comisión y facultad para que, reservando ante todas cosas lo que os pareciere necesario para plazas, ejidos, propios, pastos y baldíos de los lugares y consejos (se refiere otra vez a los pueblos, S. M.), así por lo que toca al estado presente como el porvenir del aumento y crecimiento que puede tener cada uno, y a los indios lo que hubieren menester para hacer sus sementeras, labores y crianzas, todo lo demás lo podáis componer, y sirviéndome los poseedores de las dichas tierras (…) que tiene y poseen sin justo y legítimo título, se las podais confirmar y darles de nuevo título de ellas (la expresión “de nuevo” no significaba en aquel léxico “otra vez”, sino “por primera vez, como cosa que antes no había ocurrido”, S. M.) y en caso que algunas personas rehusaren y no quisieren la dicha composición, procedereis contra los tales conforme a derecho en virtud de la dicha mi real cédula […][xv]

Aunque el propósito del rey en esta segunda Cédula es claro, uno podría justificarlo diciendo que se trata de una mera contradicción. Pero el objetivo es evidente: más que contradecirse, las Cédulas emitidas por la Corona se complementan deliberadamente. En efecto, «el hecho de poner la amenaza de restitución en un documento, y la oferta de composición en otro aparte, obedecía al propósito de no restarle fuerza legal a la primera para no restarle atractivo a la segunda. Porque lo que la Corona quería no era que le devolvieran las tierras usurpadas, sino que no se las devolvieran; quería la composición, necesitaba dinero.»

Podríamos continuar comentando los procedimientos utilizados por la Corona para hacerse de fondos a través de la composición de tierras usurpadas en los primeros cincuenta años de la colonia. Hacerlo, sin embargo, tendría poco sentido dado que en la obra de Severo Martínez Peláez se pueden encontrar todos los detalles. Conformémonos con decir que las composiciones no detuvieron las usurpaciones, y que por otra parte constituyeron un importante renglón de la Real Hacienda en el reino de Guatemala hasta el día anterior a la Independencia. Fueron ellas, por lo demás, las que permitieron obtener más tierras y ampliar los latifundios a precios considerablemente bajos[xvi].

Decíamos que la política de tierras de la Corona se completaba con el principio de la defensa de las tierras de indios. Ciertamente, la legislación agraria colonial, sea la general (la contenida en la Recopilación de Leyes de Indias) o bien la específica (Cédulas e instrucciones especiales para la Audiencia de Guatemala), expresa con claridad e insistencia el interés de la Corona porque los pueblos de indios preserven sus tierras y en cantidades suficientes[xvii]: eso era precisamente lo que instruía el Presidente Don Alonso Criado de Castilla al comisionado Domingo González sobre la composición de tierras en el Corregimiento de Chiquimula de la Sierra en 1598, y eso era, igualmente, lo que recomendaba siglo y medio más tarde la Real Cédula del 15 de octubre de 1754 que reorganizó el ramo de tierras. En otras palabras, los pueblos de indios podían poseer suficientes tierras comunes para sus cultivos, tenían el derecho igualmente de poseer ejidos (tierras comunes para el pastoreo o para usos distintos de la siembra), en lo particular podían también adquirir tierras por composición con trato preferencial, y no se autorizaba en ningún caso admitir a composición a quien hubiese usurpado tierras de indios, fueran éstas comunales (de sementera y ejidos) o de propiedad particular. Por lo demás, las leyes mandaban a los comisionados averiguar en los pueblos indígenas vecinos si las tierras solicitadas para composición por un particular español no se encontraban usurpadas:

[…] hará información de la cantidad que será menester para los pueblos de indios comarcanos (…) de las tierras de que tuviesen necesidad para sus milpas, pastos, dehesas, potreros y otras granjerías y ejidos, y todo lo demás que viere que los Pueblos de los dichos naturales hubieren menester, y eso les dejará y otro tanto más, de manera que siempre procure que los indios queden contentos y no agraviados (…) Las tierras para milpas, pastos, dehesas, potreros, ejidos que los indios en particular y las Comunidades que los tales pueblos tuvieren y poseyeren, se las deje y no trate de ello en manera ninguna […][xviii]

Pero la intención de la Corona no era tal. Toda esa serie de instrucciones, todas las preocupaciones aparentes de la monarquía, respondían más al interés de mantener a las poblaciones indígenas en un solo lugar, y más a la necesidad de controlarlas para hacer efectiva la tributación, que a la voluntad piadosa de quienes, de hecho, les habían despojado de sus tierras:

…lo que aseguramos, dice Severo Martínez, es que la preservación de las tierras de indios fue un principio básico de la política agraria colonial. (…) la organización del pueblo de indios, como pieza clave de la estructura de la sociedad colonial, exigía la existencia de unas tierras en que los indígenas pudieran trabajar para sustentarse, para tributar, y para estar en condiciones de ir a trabajar en forma casi gratuita a las haciendas y labores y a otras empresas de los grupos dominantes.[xix]

Si el principio de la defensa de los pueblos de indios tenía un propósito claro en favor de la Corona, podemos entonces preguntarnos siguiendo a Severo Martínez cuál pudo ser el objetivo de ésta para bloquear el acceso de los mestizos a la tierra. 

Apoyándose en los hallazgos de sus investigaciones, ciertamente, Severo Martínez sostiene que las autoridades del reino, contrario a lo que sucedía en otras colonias, discriminaban en la práctica a ese grupo social pobre que crecía demográficamente.

El quinto principio —último de nuestra serie— no se desprende de las leyes en ninguna forma; antes bien, si nos atuviéramos a ellas, pasaría totalmente inadvertido. Se nos revela por hechos de gran trascendencia consignados en documentos de otra naturaleza, gracias a los cuales sabemos, precisamente, que era un principio que operaba al margen de la ley.[xx]

Pero, ¿cómo fundamenta el autor tal afirmación?

La importancia que el autor atribuye a este principio es tal —de hecho, él le permite desarrollar una de las tesis centrales de su libro: la existencia de relaciones de producción de carácter marcadamente feudal en las haciendas—, que no se limita a presentarlo en unas cuantas líneas. Severo Martínez, en efecto, le dedica dos apartados del capítulo sexto de su obra: Villas y rancherías y Ladinos en pueblos de indios. Allí, además de mostrar las lógicas y mecanismos propios del sistema agrario colonial, se propone demostrar que el bloqueo agrario a los mestizos, aunque no aparezca en las leyes y documentos coloniales, fue realmente un principio de política agraria colonial que tuvo vigencia hasta el final de ese largo período. Pero hay algo que no podemos soslayar: en los apretados renglones de su política agraria colonial, él resalta la importancia de este principio «como factor del latifundismo colonial».

Es preciso señalar aquí, empero, un hecho muy importante: la política de negación de tierras a los mestizos pobres en constante aumento demográfico —aunque en lo particular pudieran adquirirlas quienes tuvieran medios para ello— fue un factor que estimuló el crecimiento de los latifundios. Porque la población mestiza o ladina pobre —las capas medias rurales, como las llamaremos apropiadamente en su estudio especial— se vio obligada a desplazarse a las haciendas y a vivir y trabajar en ellas a cambio de tierra en usufructo. Se volvieron necesariamente arrendatarios. Y esto también justificaba, aunque fuera como interés de segundo orden —había otros más básicos— la ampliación de los latifundios.[xxi]

Vimos hasta aquí que el autor insiste en situar los orígenes del latifundismo en la época colonial. De hecho, dice, cuatro de los cinco principios de la política agraria colonial «fomentaron el desarrollo de los latifundios en las colonias, y fueron, por eso mismo, los puntos de arranque del problema de la tierra en nuestro país.» Pero, ¿cómo, aparte de los argumentos ya presentados, explica Severo Martínez el surgimiento y desarrollo del latifundismo en Guatemala?

La premisa del autor era una. Por las condiciones especiales de Guatemala —el territorio del reino carecía de recursos mineros— «La tierra sin indios no valía nada». Esta premisa, que usará magistralmente para demostrar que el latifundismo como fenómeno económico nace en la colonia, no era en realidad sino una constatación. Severo Martínez, en efecto, luego de analizar las relaciones de trabajo que se desarrollan en el reino, muestra que la reducida clase de terratenientes criollos reposaba sobre el control y explotación de los dos factores de producción más importantes: la propiedad de la tierra y el control del trabajo de los indios. De allí, no sin poner en acción su agudo intelecto, deduce que al menos en el reino de Guatemala existía «una gran desproporción entre la posibilidad de adquirir tierras y la posibilidad de disponer de indios». Así, demuestra cómo los terratenientes —acaparando tierras que no necesitaban puesto que tenían más de lo que podían hacer producir— logran hacerse de un número adicional de mano de obra de repartimiento para cubrir las carencias de sus haciendas.

Esta última [la posibilidad de disponer de indios) tenía un límite. Determinado en primer lugar por el número de indios varones en edad de trabajar, y en segundo lugar, porque el régimen cedía los indios en cantidades y por tiempo estipulados. La tierra, en cambio, no tenía límite, pues las 64 000 leguas cuadradas que formaban la extensión del reino eran una enormidad para el millón y medio de habitantes que vivía en él.

El problema de la disponibilidad de mano de obra indígena para las haciendas había empezado en el momento mismo en que había quedado organizado el repartimiento de indios. Esto, que no provocaría problema en un contexto que no reposara sobre la explotación de la tierra y de los indios como sucedía en Guatemala, en la sociedad agraria colonial derivaría en «un constante regateo» entre hacendados entre sí y con las autoridades, «para tener asegurada su cuota de indios». Tanto más que «la aparición de nuevas empresas agrícolas, de nuevas haciendas y labores con nuevos propietarios, suponía un aumento numérico de los interesados en obtener indios de repartimiento». Ahora bien, «como ese aumento no correspondía a un aumento numérico de los indios» —dada su sensible reducción durante la colonia—, y como la población mestiza pobre que trabajaba en las haciendas a cambio de un pedazo de tierra en usufructo no bastaba para cubrir las necesidades de mano de obra de aquéllas, «se daba una agudización de la pugna en torno a la disponibilidad de mano de obra» de repartimiento.

Ciertamente, aunque el aumento del número de mestizos haya aliviado en parte el problema de la escasez de mano de obra en las haciendas, «la clase terrateniente tuvo que verse inducida a asegurar su dominio acaparando tierras, no porque hubiera trabajadores para cultivarlas, sino para dejarlas abandonadas y que no disminuyera el número proporcional de indios que en cada momento histórico estaba a disposición de las haciendas».

De suerte que para Severo Martínez Peláez la contradicción existente entre disponibilidad de tierras y disponibilidad de mano de obra indígena de repartimiento, incidió directamente en la configuración, no sólo del latifundismo, sino también en la proporción y desarrollo de la clase criolla. Para él, ciertamente, «la clase criolla tuvo que preservarse frenando su propio crecimiento numérico y concentrando en sus manos cada vez más tierras», porque «un incremento desmedido del número de haciendas y hacendados hubiera significado, inevitablemente, un recrudecimiento de la lucha por los indios».

Siguiendo esa lógica, y argumentando que en ese contexto la Corona española no hubiera accedido a perder el control de los indios en sus pueblos, lo cual hubiese llevado inevitablemente a «la adopción espontánea del trabajo asalariado y la consiguiente mengua violenta de los beneficios de la clase criolla», el autor de La patria del criollo se apoya en la consideración de la aversión y el rechazo de la clase criolla a los «advenedizos»: él, ciertamente, estima que había suficiente tierra como para que la clase se ampliara con nuevos grupos de españoles, pero como todo recién llegado era un nuevo aspirante a obtener indios, la aristocracia terrateniente había optado por limitar el número de familias que la constituían. En fin, «acaparar la tierra, aunque no se utilizara, era una medida necesaria de preservación de la clase».

Severo Martínez concluye diciendo que los cinco principios básicos de la política agraria colonial, de los cuales decíamos cuatro fueron generadores y estimuladores del latifundismo, «por sí solos no hubieran llevado el latifundismo colonial a los extremos que este fenómeno alcanzó». Para él, fueron la estructura colonial y la esencia de la clase criolla los factores que la llevaron a valerse de ellos para ampliar su dominio, cerrado y excluyente, sobre la tierra.

Pero, ¿cómo explica el autor la tesis sobre las relaciones de producción de carácter marcadamente feudal de las haciendas?

II. Ladinos: pieza clave del régimen semi-feudal

Para comprender la lógica de pensamiento que guía a Severo Martínez en este punto, es necesario identificar los hechos que en distintos momentos de la colonia condicionaron la situación de los mestizos pobres en las rancherías. Fueron dos, según nosotros, los fenómenos que en el discurso de aquél permiten explicar el carácter marcadamente feudal de la relación hacendado-ranchero. Por un lado, la política colonial de segregación de los mestizos con respecto a los indios, pero también con respecto a los españoles y criollos; por el otro, la disgregación y desarraigo del mestizo como consecuencia del bloqueo agrario del régimen colonial.

Ciertamente, auque las leyes españolas autorizaban los matrimonios entre españoles e indígenas[xxii], la situación creada por la conquista favoreció la instauración de relaciones desiguales en las que los segundos quedaron en situación de inferioridad respecto a los primeros y en las que, como producto de los abusos de los primeros sobre las segundas, nacieron los primeros mestizos. Ahora bien, la situación en que se encontraron éstos dada la política española de aislarlos de los pueblos de indios sin que ello significara integrarlos plenamente en las villas españolas, hizo de ellos un «sector social dislocado»[xxiii] condenado a «buscar su suerte en los pueblos de indios» —usurpando sus tierras principalmente.

Con el tiempo, y para evitar que el grupo de mestizos en constante crecimiento demográfico se asentara en los pueblos de indios abastecedores de la capital —donde los criollos tenían asegurados «varios derechos feudales» que obligaban a los indígenas a trabajar para la ciudad y para ellos—, y para evitar asimismo que rompiesen la unidad del «estatuto feudal» que regía en el valle central —las «villas de ladinos», en abierta competición con la capital del reino, hubieran pretendido sin duda que los indios les sirvieran también a ellas—, las autoridades del reino, contraviniendo las leyes coloniales que disponían proveerles de tierras propias, se negaban a cederles realengos para fundar sus villas y bloqueaban su acceso a la tierra obligándoles «a acogerse a las haciendas y a seguir buscando su suerte en los pueblos de indios.» 

De modo que buena parte de ladinos pobres, al no tener poblados propios, debían desplazarse a otras regiones del país donde terminaban trabajando para quienes los necesitasen. Así es como se constituye cierto tipo de colonos que trabajaban en las haciendas a cambio de poder explotar un pedazo de tierra en usufructo en las rancherías que se fundaban dentro de aquéllas. Pero lo que mueve a nuestro autor en esta parte de su discurso no es demostrar que los ladinos «eran un estorbo para los criollos y para el gobierno» porque «aparecían como elementos perturbadores de las relaciones feudales de la colonia». Además de mostrar que «la dispersión de los ladinos beneficiaba económicamente a los hacendados», lo que en realidad busca el historiador es demostrar que la gran mayoría de ladinos que trabajaba y vivía en las haciendas «no sólo no perturbaba aquel cuadro feudal», sino que además lo complementaba y consolidaba:

Lo complementaron, porque las relaciones de producción entre los hacendados y la gente de las rancherías tuvo un carácter marcadamente feudal... Y favorecieron su consolidación porque, al proporcionarle mano de obra semi-feudal a los hacendados que carecían de indios, evitaron que estos hacendados lucharan por la libre contratación de la mano de obra indígena...

Lo anterior lleva al autor de La patria del criollo al punto final de su demostración: «demostrar, en sucesivas comparaciones, cómo este trabajador y este régimen tenían grandes atractivos para los hacendados coloniales, y por qué sería equivocado suponer que sólo el sistema de repartimientos era deseable y satisfactorio para ellos». En otras palabras: a explicar por qué el bloqueo agrario de los mestizos constituyó, en el contexto del reino de Guatemala, un principio de política agraria colonial.[xxiv]

Ahora bien, para Severo Martínez una política «tan ostensiblemente contraria a las leyes» sólo pudo darse con el asentimiento de la Corona. Esto le lleva a afirmar que, en el caso concreto del reino de Guatemala, la monarquía misma se beneficiaba con la dispersión de los ladinos. Pero, ¿cómo comprobar tal especulación? Nuestro historiador retoma parte de la Descripción de Pedro Cortés y Larraz sobre la realidad económica del reino de finales del siglo XVIII[xxv], y parte de las Memorias de Francisco de Paula García Peláez escritas dos décadas después de la Independencia sobre la situación del ladino y, recurriendo a su extraordinaria agudeza intelectual, deduce las características del régimen de trabajo de las rancherías y ciertos rasgos de la personalidad del ladino que, según él, facilitaban su explotación:  

García Peláez, dice, aclara definitivamente, en apretados renglones, la situación del trabajador y el régimen de trabajo de las rancherías. El fenómeno, la ranchería, se conservaba intacto en la década en que el historiador escribió sobre este asunto —dos décadas después de la Independencia— al cual le concede mucha importancia como vestigio colonial y fuente de miserias que debe desaparecer. García Peláez quien nos saca de dudas en lo tocante a que el usufructo era la forma usual de retribución en aquellos lugares.[xxvi] 

Y no era para menos. Las reflexiones de Francisco de Paula García Peláez contenían suficientes elementos para pensar que el régimen de trabajo de las rancherías correspondía en buena medida al régimen feudal que, en Europa, había antecedido al advenimiento del capitalismo. Todos los aspectos fundamentales del régimen de las rancherías, afirma Severo Martínez luego de analizar la apropiada descripción del clérigo, «eran de carácter feudal, salvo la circunstancia de que el trabajador no estaba adscrito a la hacienda»:   

No hay solares en propiedad para habitación, sino a merced del dueño de la tierra. Ni hay sitios de cría y sementera con perpetuidad, sino por tiempo y a condición de servicio. Ni en fin, terrenos de pasto de un uso común y exclusivo, sino todo precario; con que ni la población ni los moradores gozan derechos propios. No les competen otros derechos que los convencionales, y de aquí dimana la suerte más o menos grata de tales caseríos regados en tierras de propiedad; y no menos la ventaja o desventaja que lleven los propietarios. De aquí que la buena o mala inteligencia de los convenios usufructuarios entre dueños y colonos; y de aquí la diversidad de usos tradicionales y costumbres recibidas en esta materia, que a veces engríen y amedrentan a los unos y a los otros.[xxvii]

Pero Severo Martínez no se conforma con demostrar que el régimen de trabajo de las haciendas era de «carácter marcadamente feudal». Para mostrar además cómo las condiciones subjetivas del ladino rural favorecían su explotación dentro del régimen de trabajo de las haciendas, nuestro autor construye una especie de cuadro psico-sociológico de aquél. Así, y en oposición al concepto muy particular que él tenía del indio[xxviii], el célebre historiador marxista define a un ladino a-histórico: 

El ladino no tenía el trauma de un pasado destruido; no tenía unas tradiciones cuya supervivencia clandestina fuera asidero de resistencias ideológicas. No había sido ni se sentía conquistado. Nacía en un mundo que desde el principio se le presentaba como ajeno. No solidarizado con el indio ni con el español, ni tampoco con los demás ladinos rurales, lejanos y desconocidos, el ladino de las haciendas tiene que haber sido individualista, y por lo tanto inmoral…

Aun cuando las contradicciones de Severo Martínez con respecto a la concepción que él tenía del ladino son evidentes, y aun cuando la definición que él ofrece del «ladino rural pobre» haya estado en gran parte condicionada por la percepción que él tenía del mestizo, el ladino de Severo Martínez Peláez, que no es «siervo» ni «señor» sino «hombre libre», será un «resentido» a quien se le «ordena salir de los pueblos y vivir en las ciudades», para así evitar que su posición de «hombre libre», determinada por una identidad negativa presentada como positiva —no eran «indios siervos» ni «señores», sino «hombres libres»—, sea motivo de agitación entre los indios.

Ahora bien, ese ladino que por una metamorfosis inexplicable había perdido conexión con «los hijos de la violencia, engendrados en el odio y en el miedo», con el «sector social dislocado» de los primeros mestizos hijos de las violaciones de españoles prepotentes a indias desprotegidas, ese ladino que por una suerte de artificio colonial había borrado sus lazos históricos, sociales e incluso genéticos con los primeros mestizos «astutos, dados a la intriga, irritables y agresivos, poco disciplinados y de criterios morales muy elásticos», ese ladino que se asemejaba más a un extraterrestre que a un hombre producto de un régimen colonial atroz y por ende víctima de la alienación colonial, ese ladino rural pobre de Severo Martínez Peláez[xxix], dada su condición material, era el elemento perfecto para trabajar en las haciendas alejadas del valle de Guatemala donde escaseaba la mano de obra servil o muy barata de repartimiento:

Los indios iban y venían de sus pueblos. Y aunque los pueblos eran en cierto modo sus cárceles, la verdad es que allá encontraban a sus iguales, con quienes se sentían unidos. Además, había en el pueblo una tierra comunal: insuficiente, administrada y distribuida por alcaldes venales, pero al fin y al cabo era de los indios. Las chozas, estrechas y ennegrecidas por el humo, el suelo en que dormían, eran suyos. Los indios tenían algo, aunque fuera muy poco, muy malo y muy discutido. Pero el ladino de la hacienda no tenía nada. La tierra que trabajaba, el suelo en que se hundían los horcones de su choza, la choza misma, el agua, el camino, la arboleda de donde se sacaba leña, todo era del amo.[xxx] 

Y era su condición material, además claro está de su identidad forjada en medio del régimen colonial, lo que favorecía su explotación. La fórmula era sencilla y vieja —típica y predominante en el feudalismo europeo, aunque ya usada lateralmente en las antiguas sociedades esclavistas—, afirma Severo Martínez:

El trabajador desprovisto de tierra aceptaba cultivar la del hacendado que la tenía de sobra; a cambio de ello se le permitía cultivar para sí una parcela dentro de la misma hacienda. Cedía, pues, una parte de su tiempo y de su fuerza de trabajo, a cambio de ser suyos los frutos producidos con la fuerza de trabajo que le quedaba en el tiempo restante. La cesión de tierra en usufructo a cambio de trabajo, fue la relación de producción típica de la ranchería colonial. 

La ruptura con el pasado del ladino, su identidad individualista e inmoral, su pobreza material, sumado todo a la política de abandono hacia él por parte del gobierno (habían sido «dejados a merced de los terratenientes»), eran pues las condiciones objetivas y subjetivas que hacían posible su articulación con el sistema de producción semi-feudal de las haciendas. Y he aquí la pregunta crucial de nuestro autor: ¿Por qué motivo adoptaron las autoridades del reino de Guatemala una política que, contraviniendo leyes y disposiciones que favorecían a los ladinos con la creación de villas, resultó en definitiva favoreciendo a los terratenientes? En otras palabras, ¿cómo se justifica el silencio de la Corona de España ante el bloqueo agrario de los mestizos? 

Para Severo Martínez, una política «tan ostensiblemente contraria a las leyes» no podía aprobarse sin el consentimiento de la Corona. Lo que a García Peláez le pareció «descuido y tergiversación de la voluntad del rey por parte de sus representantes en Guatemala», dice, tuvo que haber sido el resultado de un convencimiento, «de un convenio tácito con el gobierno peninsular.» Habida cuenta de que la creación de villas y la entrega de tierras a los ladinos se oponían a los intereses de la Corona, y puesto que «resulta harto sospechoso» el hecho de que la monarquía no haya insistido en la creación de poblados de ladinos luego de la Recopilación de Leyes de Indias en 1680[xxxi], es razonable pensar, afirma, que ese cambio de política «demasiado repentino y notorio» respondió a una decisión concertada entre la Corona española y las autoridades del reino de Guatemala.

Para la Corona, pues, «el desarrollo de las rancherías y el aumento numérico de trabajadores ladinos rurales venía a ser, en definitiva, un factor que contribuía a la conservación de los pueblos de indios con su régimen de tributación y repartimiento ya regularizado.» En consecuencia, «la fundación de villas de ladinos, y la consiguiente cesión de tierras a este sector en crecimiento, eran medidas contrarias a la monarquía en las condiciones especiales del reino de Guatemala.»

Conclusión

Vemos que si Severo Martínez Peláez puso tanto énfasis en el estudio de las tramas coloniales alrededor de la tierra y los «indios», fue porque el examen profundo de la vida colonial le reveló que tanto la posesión de la primera como la explotación de los segundos eran el botín de la conquista de españoles y criollos. Eso es lo que dilucida brillantemente cuando lejos de conformarse con analizar el «principio de señorío» que dirigió oficialmente la política agraria de la Corona de España, se esfuerza por esclarecer las lógicas y mecanismos del poder que, en el contexto muy particular del reino de Guatemala, dieron origen a la estructura económica y social de la colonia.

A la luz de los datos que proporciona Severo Martínez en su precioso ensayo sobre la vida colonial, vemos igualmente que ni el poderío material de la clase dominante ni el peso ideológico de la colonia han desaparecido todavía en la sociedad guatemalteca. La tierra y la riqueza del país siguen en posesión de un reducido grupo social que todavía se concibe criollo, y los guatemaltecos descendientes de los grupos sociales colonizados, los «indios» y «ladinos», siguen todavía divididos identificándose mutuamente a partir de términos coloniales que no hacen sino reproducir la alienación colonial.

No obstante, desde hace algunos años se observa el aparecimiento de un fenómeno que hace pensar en el inicio de un proceso de desalienación: contrario a lo que vaticinaba Severo Martínez Peláez en La patria del criollo (para quien el indio dejaría de ser indio cuando se convirtiera en proletario), y contrario a muchos «ladinos» que todavía reivindican una identidad «ladina», los «indios» que el historiador marxista concibió hace 38 años como «vestigio colonial»[xxxii], reivindican cada vez más, y con sobrada razón, la identidad de sus ancestros mayas.

Todo parece indicar que el «indio» dejará de ser «indio» siguiendo la vía menos imaginada por nuestro historiador. Falta todavía ver, y en eso Severo Martínez Peláez no anticipó respuesta, cómo el «ladino» dejará de serlo si es que desea librarse de la alienación colonial. Los caminos no son muchos. Asumir los lazos históricos, sociales y genéticos que le unen con los mayas es el acertado.


Este texto fue publicado originalmente en la Revista Economía No. 174, octubre-diciembre 2007, del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Con Nuestra América lo reproduce con autorización del autor.


NOTAS
* Investigador en el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad de San Carlos de Guatemala.

[i] Según el Memorial de Sololá, «El día 1 Ganel [20 de febrero de 1524] fueron destruidos los quichés por los castellanos». Se estima, pues, que los españoles llegaron a Xetulul en febrero de 1524. Véase Memorial de Sololá (Anales de los Cakchiqueles), Piedra Santa – IDAEH, traducción de Adrián Recinos, Guatemala, 1980, p. 99. 

[ii] Pedro de Alvarado salió de México el 13 de noviembre de 1523 con un ejército de 300 soldados españoles y varios cientos de aliados mexicanos de Cholula y Tlaxcala. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Editores mexicanos unidos, s. a., México, p. 508.

[iii] Véase Títulos de la casa Ixquin-Nahaib, señora del territorio de Otzoya, en Crónicas indígenas de Guatemala, Academia de Geografía e Historia de Guatemala, pp. 85-91, Guatemala, 2001.
[iv] La historia de los «vencidos» todavía no ha sido escrita. Contrario a lo que se comenta comúnmente, los reyes del Quiché lucharon y vivieron con dignidad hasta el último momento. El relato de Alvarado en su primera Relación a Cortés es particularmente significativo a este respecto. Refiriéndose a las últimas palabras de los reyes del Quiché dice: «Y viendo que con correrles la tierra y quemárselas yo los podía atraer al servicio de S. M. determiné de quemar a los señores, los cuales dijeron al tiempo que los quería quemar, como parecerá por sus confesiones, que ellos eran los que habían mandado hacer la guerra y los que la hacían…» (Lo subrayado es nuestro). Los reyes del Quiché fueron quemados vivos por Pedro de Alvarado el día 7 de marzo de 1524 (4 k’at según el calendario cackchiquel). Memorial de Sololá, p. 100.
[v] Fue sólo después de sangrientas batallas entre los ejércitos mames y españoles, y luego de una resistencia heroica de mes y medio al sitio de Zaculeu, que Kaibil Balam y su gente apertrechada en la fortaleza se rindieron: «El sitio de Zaculeu comenzó a principios de septiembre y duró hasta mediados de octubre, que fue cuando los mames empezaron a dar muestras de rendición. Durante este tiempo casi no llegó comida a la fortaleza, pues los españoles interceptaron todas las incursiones de auxilio y se apoderaron de todas las provisiones para su propio consumo. (…) Cuando Caibil Balam finalmente se rindió, los mames de Zaculeu estaban a punto de morir de inanición.» Véase W. George Lovell, Conquista y cambio cultural. La sierra de los Cuchumatanes de Guatemala 1500-1821, CIRMA/PMS, Guatemala, 1990.  
[vi] La resistencia cackchiquel a los invasores duró varios años. De acuerdo con los relatos indígenas del Memorial de Sololá, después de constantes batallas contra los españoles y luego de varios años de resistir en la montaña, los reyes Belejeb’ K’at y Kajeb’ Imox tuvieron que entregarse a Alvarado forzados por la necesidad: «El día 7 Ahmak [26 de agosto de 1524] pusimos en ejecución nuestra fuga. Entonces abandonamos la ciudad de Yximché… Después salieron los reyes. Diez días después que nos fugamos de la ciudad, Tunatiuh comenzó a hacernos la guerra. (…) Todas las tribus entraron en lucha con Tonatiuh. Los castellanos comenzaron en seguida a marcharse, salieron de la ciudad, dejándola desierta. En seguida comenzaron los cakchiqueles a hostilizar a los castellanos. Abrieron pozos y hoyos para los caballos y sembraron estacas agudas para que se mataran. Al mismo tiempo la gente les hacía la guerra. (…) Durante el curso de este año [1529] se presentaron los reyes Ahpozotzil y Ahpoxahil ante Tunatiuh. Cinco años y cuatro meses estuvieron los reyes bajo los árboles, bajo los bejucos. No se fueron los reyes por su gusto; dispuestos estaban a sufrir la muerte por parte de Tunatiuh.» Memorial de Sololá, pp. 103-106.
[vii] En Guatemala, es a Severo Martínez Peláez, precisamente, a quien se le debe el estudio más completo sobre el significado profundo de la encomienda y el repartimiento. Inicialmente (hasta 1542, año de la promulgación de las Leyes Nuevas), el repartimiento consistía en repartir tierras e indios para trabajarlas. Pero como la repartición de indios se justificaba con el argumento de que éstos eran entregados para su cristianización, a este segundo aspecto del repartimiento se le llamó encomienda. Ahora bien, «…la encomienda primitiva era en realidad un pretexto para repartirse los indios y explotarlos… una manera de disimular, con el pretexto de que se entregaba a los indios para cristianizarlos, el hecho de que se los repartía para explotarlos hasta la aniquilación». Los cambios introducidos por las Leyes Nuevas generaron transformaciones en ambas instituciones. Así, la encomienda pasó a ser «una concesión, librada por el rey a favor de un español con méritos de conquista y colonización, que consistía en percibir los tributos de un conglomerado indígena, tasados por la Audiencia y recaudados por los corregidores o sus dependientes.» Y el repartimiento de indios, mucho más importante que la nueva encomienda, se transformó en un «sistema que obligaba a los nativos a trabajar por temporadas en las haciendas, retornando con estricta regularidad a sus pueblos para trabajar en su propio sustento y en la producción de tributos.» Véase Severo Martínez Peláez, La patria del criollo. Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca, Fondo de Cultura Económica, pp. 48-74, México, 1998. Las citas sin llamada de nota en las páginas que siguen fueron tomadas de esa obra.  
[viii] La «reducción de indios», asociada directamente a la abolición de la esclavitud y a la profunda reorganización de la estructura colonial de mediados del siglo XVI, está en la base del surgimiento de los pueblos de indios. En palabras de Severo Martínez, «la reducción fue un procedimiento sumamente hábil, cuidadosamente estudiado por la monarquía, que tenía por finalidad organizar a los indios de manera que salieran del dominio de los conquistadores, quedaran sujetos a la autoridad del rey, y se hiciera posible conservarlos, explotarlos en forma racional y sistemática, y completar su conquista espiritual.» « (…) La gran importancia histórica de la reducción estriba en que modeló, implantó, multiplicó y consolidó la pieza clave de la estructura colonial: el pueblo de indios…» «Un pueblo era, ante todo, una concentración de familias indígenas sometidas a ciertas obligaciones, la primera de las cuales, requisito de las demás, era radicar en el pueblo y no ausentarse sino en los términos que la autoridad tenía ordenado o permitido. La autoridad aludida, (…), representaba a los grupos dominantes, español y criollo. La existencia en los pueblos estuvo presidida por la coerción; un pueblo era en cierto sentido una cárcel con régimen de municipio.» Severo Martínez Peláez, op. cit., pp. 360-375.
[ix] Hijos de español nacidos en Guatemala.
[x] Originalmente, el término ladino designaba al indio que hablaba español. Después se utilizó para designar a los mestizos, luego a los blancos de clases bajas que no eran lógicamente criollos y, después de la Revolución liberal de finales del siglo XIX, y como producto de una intensa campaña ideológica racista que buscaba aumentar las oposiciones y contradicciones sociales respecto a los indios, se reagrupó en un mismo concepto —¡se metió en el mismo costal!— a mestizos, blancos y negros, llamándoles ladinos. Hoy, como producto de la alienación colonial, se llama ladino a todo aquel que «no es indígena», negando de esa manera el mestizaje real de la mayoría de ellos. Reagrupando a los diversos grupos sociales en un concepto creado como antípoda del concepto indio, se busca negar los lazos históricos, sociales y genéticos de muchos ladinos que, cayendo en la trampa del sistema de dominación y explotación que les oprime, niegan su mestizaje y se posicionan ideológica y políticamente en oposición de los indígenas.
[xi] Véase Severo Martínez Peláez, op. cit., pp. 107-126. 
[xii] Los esfuerzos que en materia jurídica hizo la Corona española para asegurarse la soberanía sobre la mayor parte de los territorios descubiertos en las Indias Occidentales, dieron como resultado la promulgación de la Bula Inter Caeteras (1493). Fue a través de ésta que la Iglesia católica garantizó y cedió a los reyes castellanos Fernando e Isabel el dominio absoluto y el señorío universal de la tierra, mares y recursos existentes en América: «Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos Señor de las Indias Occidentales, Islas, y Tierra firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra Real Corona de Castilla». Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias, Libro Tercero, Título Primero, Ley 1ª, p. 523, Madrid, 1943.
[xiii] Texto de la Real Cédula de 1º de noviembre de 1591 que se insertaba en todos los títulos de tierras. Citada por Severo Martínez Peláez, op. cit., nota 20 del capítulo cuarto, p. 109. 
[xiv] Texto de las Reales Cédulas del 1º de noviembre de 1591 citadas por Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 113.
[xv] Texto de las Reales Cédulas del 1º de noviembre de 1591 citadas por Severo Martínez Peláez, op. cit., pp. 114-115.
[xvi] La Real Cédula del 15 de octubre de 1754 da nueva forma a la administración del ramo de tierras: entre otras cosas dispone que los Subdelegados percibieran el 2% de las ventas y composiciones que se realicen bajo su dirección. Así, favorece aún más el proceso de usurpación-composición, pues la comisión que se concede legalmente al Subdelegado hará, por una parte, que procure altos precios por las composiciones, o que, por la otra, realice composiciones a cualquier precio antes de perder la oportunidad.    
[xvii] Las primeras indicaciones precisas al respecto aparecen en las Leyes Nuevas que instituyen formalmente los pueblos de indios y los tributos al rey. Véase Severo Martínez Peláez, op. cit., pp. 360-472.   
[xviii] Julio César Méndez Montenegro, 444 Años de Legislación Agraria, 1513-1957, 21-22. Instrucción que Su Señoría el Presidente Don Alonso Criado de Castilla da a Domingo González que con comisión va a la medida y composición de tierras en el Corregimiento de Chiquimula de la Sierra, el 17 de diciembre de 1598. Citado por Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 119. 
[xix] Ibid., p. 120.

[xx] Ibid., p. 121.

[xxi] Ibid., p. 122.

[xxii] Véase Recopilación de Indias, libro VI, ley II, octubre de 1514: «Y mandamos que ninguna orden nuestra que se hubiere dado, o por nos fuera dada, pueda impedir ni impida el matrimonio entre los indios e indias con españoles o españolas, y que todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y nuestras Audiencias procuren que así se guarde y cumpla». Citada por Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 204.

[xxiii] En palabras de Martínez Peláez, «un sector social dislocado; un grupo que tiene frente a sí la tarea de ir encontrando, conforme va creciendo, su ajuste y acomodo en una sociedad cuyas grandes piezas estructurales, preexistentes y perfectamente definidas, van a ofrecerle un campo de desarrollo muy estrecho. Los mestizos no eran ni querían ser indios siervos. Tampoco eran ni podían ser señores, pues no heredaban tierras ni gozaban del apoyo de clase necesario para obtenerlas.» Ibid., p. 205. 

[xxiv] Véase Severo Martínez Peláez, op. cit., pp. 384-397.
[xxv] Luego de su viaje de 10 meses por 400 pueblos y 800 haciendas de su diócesis, el arzobispo Pedro Cortéz y Larraz, entre otras cosas, informa sobre la situación en que se encontraban los ladinos de las haciendas: «En todas las parroquias del Arzobispado, a reserva de muy pocas, hay tantos ranchos, valles, trapiches, haciendas, salinas, etc. Que cuando menos habita en ellos la mitad de la gente del Arzobispado. Distan de los pueblos no dos leguas, sino cuatro, ocho y hasta veinte. No solamente amancebamientos, sino poligamias, latrocinios, homicidios, todo género de vicios y ningún indicio de Cristianismo». Pedro Cortéz y Larraz, Descripción Geográfico-Moral de la Diócesis de Goathemala, t. II, p. 296. Citado por Severo Martínez, op. cit., p. 307.
[xxvi] Severo Martínez Peláez, ibid., p. 316.
[xxvii] Francisco de Paula García Peláez, t. III, p. 160. Citado por Severo Martínez, op. cit., p. 316.
[xxviii] El indio, según Severo Martínez Peláez, era «un resultado histórico de la opresión colonial: la opresión hizo al indio», un «vestigio colonial» que no podía entenderse sin analizar adecuadamente cómo los factores económicos y de estructura fueron modelando durante la colonia a esa realidad humana llamada indio: «La explicación del indio solamente puede hallarse en el señalamiento de los factores que lo fueron modelando como tal indio, a partir de una realidad humana anterior que no era el indio. O lo mismo de otro modo: la explicación del indio consiste en mostrar cómo la conquista y el régimen colonial transformaron a los nativos prehispánicos en los indios.» Véase especialmente: Severo Martínez Peláez, op. cit., p.p. 489-516.
[xxix] Seguro que Severo Martínez Peláez, al igual que algunos ladinos contemporáneos todavía víctimas de la alienación colonial, argumentaría que el nexo con las primeras generaciones de mestizos, es decir los lazos históricos, sociales y genéticos con los indígenas, se perdió luego de varias generaciones y gracias a múltiples mestizajes entre sí y con otros grupos sociales «no indios»: «Hay que señalar y retener dos hechos en relación con este problema. Primero, que el concúbito de español o criollo con india —al que llamaremos mestizaje inicial, aunque se produjo durante todo el coloniaje— se desarrolló al margen del matrimonio y fue, en definitiva, una peculiar faceta de la opresión colonial. Y segundo, que el incremento numérico de los mestizos se debió, más que al mestizaje inicial, a la multiplicación de mestizos entre sí y relacionándose con otros grupos…». Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 205. Habría que preguntarse todavía hasta qué punto pueden desaparecer los lazos históricos, sociales y genéticos de los diversos grupos sociales de la sociedad guatemalteca, si estos grupos, no obstante las separaciones y oposiciones creadas por la estructura colonial, se encuentran imbricados. El estudio de los «cuadros sociales de la memoria» proporcionaría las trazas de los vestigios coloniales, ¡y de los lazos históricos, sociales e incluso genéticos entre «indios», mestizos, «ladinos» y “criollos”!.
[xxx] Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 314.
[xxxi] Para Severo Martínez, «la primera base para sospecharlo estriba (…) en el hecho mismo de que tal política fuera adoptada y no volviera a ser discutida a lo largo de casi dos siglos». «En 1646, afirma, se recibió la última prohibición de que los ladinos siguieran instalándose en los pueblos de indios. En 1642 fue removido el último Capitán General que se interesó en la creación de villas “…en conformidad de Cédulas y ordenanzas que lo disponían…” Desde ese momento no vuelve a haber prohibiciones, ni Reales Cédulas al respecto, ni Capitán General que vuelva a fijar su atención sobre el problema, pese a que el problema mismo se hará más notorio con el crecimiento de las masas de ladinos miserables en las ciudades y en el campo.» Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 320-321.
[xxxii] Recordemos, fue en 1970 que la Universidad de San Carlos de Guatemala publicó la primera edición de La patria del criollo

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