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sábado, 8 de septiembre de 2012

Colombia: Paz con imaginación

Las guerras sucesivas han sido en Colombia el obstáculo para acceder a la modernidad. Nuestro desafío actual es ser capaces de inventar el futuro.

William Ospina / El Espectador

A lo largo del siglo veinte padecimos las consecuencias de esa guerra de tres años que se llamó “la guerra de los Mil Días”. A otra guerra de mediados de siglo, que duró quince años, para no llamarla “la guerra de los Cinco mil días”, le dimos el nombre genérico de La Violencia. ¿Qué nombre le daremos a la guerra actual entre el Estado y las guerrillas, que ha enlutado los hogares colombianos durante cincuenta años y que nos dolería llamar “la guerra de los 18 mil días”?

Ya se oye decir que las negociaciones de paz deben ser rápidas, que hay mucho peligro en un diálogo que se prolongue demasiado, y es verdad que todos necesitamos que los acuerdos lleguen pronto: a nadie le agradan largos períodos de incertidumbre. Pero conviene estar vacunados contra la impaciencia. Una guerra de 18 mil días, que ha cobrado jornada tras jornada su cuota de muertos, zozobra y angustia, y su tajada del presupuesto de todos, no sólo debe ser acabada, sino que su final debe conjurar el peligro del rebrote de guerras semejantes. Tan fundamental como la entrega de las armas es desarmar los espíritus, y para ello los combatientes tienen que encontrar un destino digno y útil en la sociedad.

Conviene conocer el caldo de cultivo del que brotaron guerrilleros durante cincuenta años. Y los que piensan con el deseo que una guerra se deshace por decreto o mediante un conjuro, deben recordar que una sociedad reconciliada requiere verdadera democracia, una cultura del respeto y de la dignidad. La mirada del inquisidor sólo ve herejes, pero la mirada del estadista debe estudiar los males y descubrir sus causas. Varias generaciones de campesinos se vieron arrojadas a la violencia gracias a una política que no sólo impidió el desarrollo agrícola familiar, sino que negó al campesino su lugar como parte digna y activa de la sociedad.

Se entiende que en países donde hay estaciones de climas extremos la humanidad prefiera hacinarse en ciudades y convierta la ciudad en un símbolo de comodidad y progreso. En nuestro país de climas benévolos y paisajes magníficos lo que expulsó a los campesinos no fueron los climas, sino la violencia. Somos el país que perdió la confianza; el viejo sueño de que los pescadores puedan pescar de noche requiere un alto esfuerzo de integración, de redescubrimiento del territorio, de dignificación de la vida en todos los niveles.

¿Cuál es el secreto de un campo sin violencia? El mero reparto de parcelas sin recursos como se predicaba en otro tiempo no parece tener lugar en tiempos como estos. Pero la integración de la economía familiar y de cooperativas campesinas a un modelo económico más amplio, teniendo en cuenta la protección de la naturaleza, el valor de la agricultura orgánica, la hospitalidad con el mundo, tiene un gran futuro. El campesino necesita prosperidad e integración, porque el campo aislado y lleno de carencias fue desde tiempos bíblicos un semillero de discordias. Muchos piensan que la presencia del Estado consiste principalmente en cuarteles y batallones, pero esa presencia necesaria se resuelve también en vías adecuadas para acceder a los mercados, educación, salud, y una cultura donde la memoria y los lenguajes compartidos, el respeto por el trabajo y los oficios, sean componentes orgullosos de la nación.

Colombia tendría condiciones inmejorables para convertirse en epicentro del llamado turismo ecológico, en un destino para quienes buscan la sencillez de la naturaleza, la alimentación orgánica, la naturalidad del vivir. Nada de eso es posible con violencia, pero tampoco lo será sin el fortalecimiento de un relato nacional del que todos se sepan partícipes y voceros.

Por su complejidad, por su riqueza, incluso por las dificultades que hemos vivido, el paisaje colombiano no se ha convertido en el desierto en que aceleradamente se está convirtiendo al planeta. Deberíamos ser capaces de ver el potencial de bienestar que una naturaleza que no ha sido arrasada tiene en este planeta sometido a tantas amenazas. Cuántos observadores de pájaros, como el novelista norteamericano Jonathan Franzen, no querrían venir a Colombia, si no fuera por la mala fama de nuestros campos, por la atmósfera de nuestras violencias, que hacen que millones de personas honorables carguen con el estigma de la barbarie y de la guerra.

Es verdad amarga que mientras no llegue la legalización de las drogas seguiremos bajo la sombra del narcotráfico, el principal beneficiario de la guerra, pero un país que no tenga que desgastarse en un conflicto de décadas será capaz de responder mejor a ese desafío.

Después de ver frustrado todo proceso de industrialización, y de ver sacrificada la posibilidad de una agricultura digna de estos suelos y estos climas, los gobiernos suelen resignarse a dar marcha atrás. Después de que pasamos todo el siglo XX en la edad media, esa región de la historia donde cada señor tiene su ejército, ahora nos han devuelto a la economía extractiva del siglo XVI.

La única manera de corregir esos largos males es atrevernos a descubrir qué potencial representa el tener todavía una naturaleza tan rica, en un mundo donde el agua escasea y las selvas y los bosques se extinguen. Descubrir cómo podemos disfrutar del país sin destruirlo. Pensar con imaginación y con clarividencia cómo tendría que ser una sociedad de mediados del siglo XXI.

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