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sábado, 1 de septiembre de 2012

El desarrollo que consume, nos consume

Las nociones dominantes de progreso y desarrollo, que condicionan  nuestras relaciones con el medio natural, se encuentran en una profunda crisis. Los informes de agencias y organismos internacionales solo nos revelan los riesgos inminentes y los umbrales que está cruzando la civilización capitalista, sin reparar en las implicaciones que esto tiene para la vida humana.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

América Latina: la región más urbanizada del mundo.
Vista de la ciudad de San Pablo, Brasil.
Un reciente informe presentado por el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Habitat) caracteriza a América Latina como la región más urbanizada del mundo y, al mismo tiempo, la más desigual. Con casi el 80% de su población (unos 468 millones de personas) viviendo en zonas urbanas, esta expansión –por sus dimensiones e intensidad en las últimas décadas- tiene consecuencias directas en la formación de barrios marginales y cinturones de miseria en la periferia de las grandes metrópolis; en el aumento de la pobreza y la desigualdad, la violencia y la inseguiridad; y evidentemente, impacta el medio ambiente por la colonización de espacios para viviendas  (incluso en zonas de riesgo) y desarrollos inmobiliarios, y la mayor demanda de medios de transporte, con su consecuente contaminación: en 2008, se calculaba que el 20% de la población adulta latinoamericana tenía un vehículo motorizado (BBC Mundo, 22/08/2012).

Este panorama descrito por ONU-Habitat guarda estrecha relación con los resultados del informe GEO-ALC 3 (2010), del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, que advierte sobre las presiones que ejercen las modalidades de desarrollo predominantes (que en general, salvo excepciones parciales, se definen por su vocación extractivista, maquilera y de venta de servicios, en el marco de un  capitalismo periférico y tardío) sobre el medio natural y social latinoamericano.

Dicho informe constata que con el aumento del 51% de la población regional en los últimos 40 años, “la cobertura de servicios de infraestructura básica no alcanza al total de la población, existiendo importantes asimetrías entre y dentro de los países”. En ese escenario, la demanda de agua, por ejemplo, aumentó en un 76% en 15 años, “como resultado del crecimiento demográfico (en especial el urbano), la expansión de la actividad industrial y la elevada demanda para riego, factores que han incidido a la vez en la disminución de la calidad del recurso hídrico, causada por la contaminación y el bajo porcentaje de tratamiento que reciben las aguas residuales generadas”.

Además, en 35 años la demanda de energía eléctrica se cuadruplicó, al pasar de 427 a 1688 kilovatios hora por habitante: el 53% de esta energía que produce la región para abastecer los crecientes niveles de consumo, proviene de plantas hidroeléctricas, lo que confirma el carácter vital y estrátegico del agua –y su eventual agotamiento- para pensar el futuro de América Latina.

Estas problemáticas no son exclusivas de las grandes ciudades, y por el contrario, se manifiestan con signos alarmantes incluso en países pequeños y con menores niveles de industrialización y urbanización, como Costa Rica. Aquí, el estatal Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) anunció la semana anterior su preocupación porque, a causa del desarollo inmobiliario desmedido en los cerros del oeste de la capital San José (una zona exclusiva de negocios y vivienda  para sectores de altos ingresos económicos) y en el polo turístico de Guanacaste, en la costa del Pacífico, la demanda de agua ya superó la capacidad de oferta del líquido por parte del AyA: un hecho que enfrenta a estas zonas en específico, y al país, en general, a problemas de abastecimiento de agua potable, rechazo de solicitudes de conexión del servicio  y búsqueda de nuevas fuentes del recurso hídrico (La Prensa Libre, 23/08/2012). 

El anuncio del AyA, quizás sin proponérselo, cuestiona el modelo de desarrollo costarricense que, en la última década, encontró en el “boom” inmobiliario y el turismo dos de sus ejes más dinámicos, pero con consecuencias y sinsentidos que solo recientemente empiezan a hacerse visibles para la opinión pública. Todavía se recuerdan las movilizaciones de los años 2007 y 2008, en Sardinal, en la provincia de Guanacaste, cuando los habitantes se lanzaron a las calles a protestar por la construcción de un acueducto privado para regar los campos de golf de un complejo hotelero de lujo, lo que ponía en riesgo el suministro de agua para la comunidad. Los manifestantes ganaron la disputa legal en los Tribunales de Justicia, pero la idea dominante del desarrollo –que sustentaba ideológicamente el proyecto y el modelo de megaconstrucciones- no cambió un ápice.

Como puede apreciarse, no se trata entonces solamente de un asunto de economía, de planificación urbana o de ecología. En el fondo, el fenómeno de la urbanización de América Latina y los altos niveles de consumo de recursos naturales para abastecer las demandas de las ciudades y del “desarrollo”, expresan toda una visión cultural: la de  la ciudad como depositaria de los saberes y prácticas legítimas; como aspiración o ideal del progreso que debían alcanzar los pueblos y repúblicas “atrasadas”  que en el siglo XIX, según los ilustrados de la época, llegaban tarde a la carrera frenética de la modernización, lo que en definitiva hizo del dilema entre civilización o barbarie el paradigma de las relaciones entre sociedad y naturaleza durante dos siglos de vida independiente.  Una tesis que José Martí impugnó, con absoluta claridad, cuando dijo, en su ensayo Nuestra América (1891), que en realidad “no hay batalla entre civilización y barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Hoy, sin embargo, las nociones dominantes de progreso y desarrollo, que condicionan nuestras relaciones con el medio natural, se encuentran en una profunda crisis. Los informes de agencias y organismos internacionales solo nos revelan los riesgos inminentes y los umbrales que está cruzando la civilización capitalista, sin reparar en las implicaciones que esto tiene para la vida humana.

Pensando en la Ciudad de México, su ciudad inmensa, esa “acumulación de almas, de recursos naturales, cuerpos a la deriva, edificiones, instituciones, calles sobrepobladas”, Carlos Monsiváis, en su libro Apocalipstick (2009), se preguntó: “¿Logrará la metrópolis verse en un espejo?”

Con el maestro mexicano, también nosotros podríamos preguntarnos si seremos capaces, algún día, de mirarnos en el espejo y descubrir en su reflejo el rostro deforme, desigual y contradictorio del maldesarrollo que nos consume.

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