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sábado, 23 de marzo de 2013

América Latina: La tierra nueva

Aquí, donde la naturaleza parece lo único original, vivimos una originalidad más sorprendente: la flor de las fusiones culturales. Esta es la encrucijada de los mundos, la playa de los vientos cruzados, altar de dioses momentáneos y nicho de sentencias proféticas.

William Ospina / Tomado de El Espectador (Colombia)

Alguien dijo que América Latina es la región donde van a morir los sueños y las locuras de Europa. Tendría que añadir que América Latina ha sido el destino de muchas tradiciones del mundo y es también la región donde van a resurgir y resucitar los sueños y las sabidurías de Europa. Una región que sabe aprender de las experiencias y los fracasos de ese continente.

América conserva plenamente el legado europeo: sus lenguas, sus religiones, sus valores, sus instituciones, sus artes y sus sueños. Porque Europa estuvo en Asia, pero no permaneció en Asia; estuvo en África, pero no permaneció en África. América volvió americanas las lenguas: el español, el inglés, el portugués, el francés y finalmente las convirtió en lenguas planetarias. América cada cierto tiempo reinventa y redefine la democracia, el sueño de griegos y cristianos. Prolongó y enriqueció la tradición grecolatina, la Declaración de los Derechos Humanos, la herencia de la Revolución Francesa, la idea de la República que se fue decantando de Platón a Montesquieu, de Juana de Arco a Garibaldi, de Byron a Bolívar.

Somos una suerte de síntesis del resto del mundo. Aquí llegaron los asiáticos hace 30 mil años, los ibéricos hace cinco siglos, los africanos hace cuatro. A partir de cierto momento la migración se aceleró: llegaron ingleses y franceses, alemanes e irlandeses, judíos y chinos, italianos y sirio-libaneses, holandeses y polacos, indios y japoneses. Llegaron a Estados Unidos y al Canadá, a la Argentina y al Brasil, a Surinam, a Panamá y a Trinidad, a Venezuela y al Perú: todas las tradiciones y las memorias, los dioses y los rostros humanos; el continente fue la nueva Roma y la nueva Babilonia, madre de religiones, prisma de lenguas, comarca de la nostalgia y de la esperanza, y empezó a influir sobre Europa.

Edgar Allan Poe arrojó su sombra sobre los horizontes del Romanticismo; Walt Whitman señaló con su canto los caminos de la poesía moderna; Bolívar se convirtió en el símbolo del primer gran triunfo planetario contra el colonialismo; Benito Juárez enseñó a fundir los sueños del liberalismo con la memoria postergada del mundo indígena; pero ya Cuauhtémoc, Manco Inca Yupanqui y Bayano de Panamá, el primer esclavo rebelde, eran para el futuro símbolos de algo irreductible.

Estados Unidos enseña cada día, desde hace dos siglos, cómo transformar el mundo; pero la América Latina no cesa de decirse, de recordarse, que también hay que transformar al ser humano, sus valores y sus propósitos. No es una mera lucha entre el mundo sajón y el mundo latino, entre la laboriosidad industriosa y la ensoñación respetuosa; es un debate vigoroso y ojalá fecundo acerca de cuál es el papel del ser humano en el cosmos: si dominar la naturaleza o convivir con ella, si podemos conquistar el futuro sin conservar el pasado, si hacer del mundo un espectáculo es lo contrario de hacer de él una morada, si es posible triunfar sin calcular los costos, o si hay que vivir del modo menos oneroso para el mundo.

Jorge Luis Borges dijo con ironía que los únicos europeos verdaderos somos los latinoamericanos, que vemos a Europa como un todo del que nos sentimos herederos, en tanto que en Europa casi no hay europeos sino apenas ingleses, franceses, alemanes, italianos, españoles, húngaros o griegos. A veces tememos que ni siquiera existan los españoles sino castellanos, catalanes, vascos, asturianos o gallegos; que haya tensiones graves entre la Italia del norte y la del sur, entre el sardo, el lombardo, el tirolés y el friulano. Crisis recientes separaron en Checoslovaquia lo checo de lo eslavo; hicieron brotar, de una, cuatro naciones.

Pero también el sueño de la Unión, resurgido en Europa después de 30 siglos de guerras que comenzaron en Troya y terminaron en Stalingrado, ha crecido en América Latina desde los tiempos de Bolívar; no para borrar las diferencias entre los países, que son muchas y preciosas, sino para fortalecer afinidades y darnos una mayor capacidad de intercambiar con el mundo.

Somos el continente que menos puede envanecerse de ningún tipo de pureza. Ni razas puras, ni lenguas puras, ni costumbres ni culturas homogéneas. En esta tierra reinan la diversidad, las mixturas, los mestizajes, la flor de los injertos; los rostros negros de ojos verdes rasgados que uno ve por las aceras de São Paulo; ese tango que puede ser hijo a la vez de las habaneras, de las canciones napolitanas, del candombe y de Rusia; esos mariachis de nombre francés; ese jazz y esa salsa donde dialogan instrumentos occidentales con ritmos africanos; esas vírgenes de Legarda que fusionaron la virgen de Apocalipsis con la Pachamama; esa santería y ese vudú, que unen en humos de tabaco el santoral católico y los panteones de África.

Aquí, donde la naturaleza parece lo único original, vivimos una originalidad más sorprendente: la flor de las fusiones culturales. Esta es la encrucijada de los mundos, la playa de los vientos cruzados, altar de dioses momentáneos y nicho de sentencias proféticas. Quizás aquí aprendamos que la ciudad no es el asfalto y los bloques, sino el relato y la cultura; que si algo no puede ser civilización es el urbanismo sin alma, la industria sin moral, el poder sin principios, la historia sin un designio generoso, la humanidad sin dioses y sin sueños.

Aquí se dieron cita los relatos planetarios, aquí encontró Jorge Luis Borges el Aleph, que concentra el universo en un punto. Este es el lugar donde Darwin interrogó los caminos de la vida, donde Humboldt descubrió el cosmos, donde la historia se ha pasado a vivir.

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