Liderazgos políticos
afincados en proyectos democráticos escasean en el mundo y hay pocos en América
Latina, de ahí su relevancia cuando surgen. Los líderes se impregnan de la
historia de sus países, recorren el territorio, hablan con su gente, escuchan y
saben interpretar los anhelos de justicia social, las demandas de los
trabajadores, las mujeres, la juventud y los pueblos originarios.
Marcos Roitman Rosenmann / LA JORNADA
Los caudillismos siempre
han sido aborrecidos. Su aparición se vincula al ejercicio autocrático del
poder, en el que proliferan el miedo y la represión. Su correlato, la figura
del caudillo. Un personaje deleznable como el régimen que preside. Los
caudillos suelen ser considerados seres enfermizos, con delirios de grandeza,
sueños faraónicos y proyectos imperiales. Sujetos que acumulan un poder
desmesurado, sin control y al margen de las instituciones. Algo parecido a un
monarca absoluto. El Estado soy yo, al decir apócrifo de Luis XIV, el Rey sol
francés.
Los caudillos nunca han
gozado de buena prensa, sobre todo cuando su definición se homologa a
dictadores sin escrúpulos. Si echamos un vistazo al siglo XIX latinoamericano,
el apelativo se adjudicó a figuras como Juan Manuel de Rosas en Argentina y
Facundo Quiroga, tan bien descritos por Domingo Sarmiento en Facundo,
civilización o barbarie. En Paraguay, el mote recayó en José Gaspar Rodríguez,
de Francia, inmortalizado por Augusto Roa Bastos en su novela Yo, el supremo.
Ningún país se libra de tenerlos. En Bolivia, los focos se centran en Manuel
Mariano Melgarejo, asesinado en el exilio en 1871. Su personalidad ha sido
objeto de múltiples chascarrillos. Alcides Arguedas lo retrata en su obra Los
caudillos bárbaros. La lista es larga. Entre tantos, un caso singular, Chile,
donde el caudillo nunca ocupó la presidencia. Ahí se habla del hombre fuerte
que aglutinó a las fuerzas vivas del país para construir el Estado, Diego
Portales. Resulta significativo que en 1973, tras el golpe de Estado, la junta
militar, encabezada por Pinochet, adjetivara la sede de la dictadura como
Edificio Diego Portales, antes llamado Gabriela Mistral.
Existe, al menos, en
América Latina otra perspectiva de análisis que vincula el caudillismo a las
montoneras, llaneros o cimarrones, identificándolo como un movimiento social
cuasi espontáneo y popular. A decir de Gastón Carvallo, uno de los grandes
especialistas, el caudillismo es pues, en buena medida, la expresión más
acabada del bochinche. Individualista y anárquico, invertebrado, tiene en sus
genes la grave contradicción de esos sentimientos y aspiraciones que,
paradójicamente, se encuadran en una organización que aún cuando laxa tiende a
crear jerarquías que casi siempre caricaturizan la organización militar sin
encontrar su fundamento en un cuerpo doctrinario. En Venezuela, el movimiento
de los llaneros, durante la segunda república, 1813-1814, hace mérito a la
definición. La figura controvertida de su caudillo, José Tomás Boves, apodado
El león de los llanos, aglutinó a las clases populares y los campesinos pobres.
Déspota o un caudillo popular, según las versiones, Simón Bolívar lo
inmortalizó con el mote de Azote de dios. En cualquier caso, se enfrentó a la
oligarquía criolla que lo detestaba. Si el caudillismo es un movimiento social,
los caudillos acaban negando su esencia. Imponen su voluntad por medio de
favores y privilegios, abriendo una brecha infranqueable al reprimir el
movimiento. Nuevamente cito a Carvallo: El caudillo tomó su condición real de
autócrata despótico, buscando con ello la estabilidad con base en métodos que
muy poco o nada tenían que ver con el carácter caudillista original. Es decir,
el caudillo, para perpetrarse, tuvo que enfrentar su propia base de apoyo.
Para la historiografía
oficial y la sociología académica el caudillo se asocia a grandes propietarios
terratenientes. Oligarcas y caciques regionales que mutaron disputando el poder
del Estado. Como caudillos aborrecieron y renegaron de las clases populares,
descargando sobre ellas una violencia extrema. Preocupados por mantener el
poder, el caudillo, siempre actuó en defensa de los intereses de las clases
dominantes. Su aparición, en algunos casos, estuvo motivada por una crisis de
legitimidad y un miedo hacia las revoluciones populares. El prototipo de
caudillo en América Latina lo tenemos en la figura de Rafael Leónidas Trujillo,
conocido como El jefe, cuyo poder omnímodo, en República Dominicana, lo ejerció
desde 1930 hasta el día del magnicidio, el 30 de mayo de 1961. Otro ejemplo de
caudillo fue el dictador español Francisco Franco. Las monedas de curso legal
en España, durante más de 40 años, traían su efigie con el lema Francisco
Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. Ambos se hicieron nombrar
generalísimos y se valieron de una supuesta personalidad carismática para urdir
sus redes de privilegio, exclusión y muerte.
En América Latina
tenemos caudillos, dictadores y también dictadores-caudillistas, estos últimos
cobijados bajo el paraguas del poder militar. Por ejemplo, Duvalier en Haití,
Somoza en Nicaragua, Stroessner en Paraguay, Pérez Jiménez en Venezuela,
Estrada Cabrera en Guatemala, Tiburcio Carías en Honduras y Fulgencio Batista
en Cuba. Es verdad, caudillos, dictadores y dictadores-caudillistas poseen rasgos
comunes. Todos se proclaman salvadores de la patria. Cuando ejercen el poder se
encuentran libres de ataduras éticas, morales y, sobre todo,
político-institucionales. Se consideran héroes librando una cruzada contra el
maligno, muchas veces representado, como no podía ser de otra manera, en el
siglo XX y XXI, por el marxismo, el socialismo, el comunismo o ideologías
disolventes de la civilización occidental, la familia, la patria y Dios.
Nuestra América lleva
dos siglos de vida independiente y aún destila escritores, científicos sociales
y publicistas que etiquetan cualquier proceso político popular,
antiimperialista y anticapitalista como el resurgir de un populismo encabezado
por un caudillo. El imaginario común, Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio
Vargas en Brasil, Arnulfo Arias en Panamá, José Figueres en Costa Rica, Paz
Estenssoro en Bolivia o Velasco Ibarra en Ecuador. Es posible que caigan en
esta denominación Lázaro Cárdenas o Plutarco Elías Calles. En esta dinámica,
dejándose llevar por un rechazo a los movimientos populares como motores del
cambio social, se descalifica, caricaturiza y declara obsceno a líderes
políticos cuya autoridad radica en la capacidad de convencimiento en las urnas
y no en un discurso populista o un quehacer caudillista. Lo nacional-popular incomoda.
Los publicistas del
nuevo caudillo confunden, manipulan y pierden rigor teórico y político en pro
de una explicación sesgada. Con un tono neutral-valorativo dicen mantener las
distancias. Creo, confunden caciques, caudillos y caudillos con líderes
políticos y liderazgo social. En esta dimensión el líder, a diferencia del
caudillo, autócrata por excelencia, sobresale por la capacidad de conducción,
siendo sus cualidades a destacar la rectitud, la moral, la virtud ética de poder
y el respeto a sus conciudadanos. El carisma y la personalidad influyen, pero
en el líder se disuelve y trasforma en legitimidad cotidiana. El líder no vive
del carisma político, a decir de Weber. Y lo más destacable: el líder no se
limita a administrar el poder, es precursor, tiene la capacidad de transformar
el orden constituido. Su liderazgo deviene autoridad participante. Es un mandar
obedeciendo lo que identifica el liderazgo. Así se complementa con un papel
activo de la ciudadanía, al contrario que el caudillo que disuelve y reprime la
participación popular.
Liderazgos políticos
afincados en proyectos democráticos escasean en el mundo y hay pocos en América
Latina, de ahí su relevancia cuando surgen. Los líderes se impregnan de la
historia de sus países, recorren el territorio, hablan con su gente, escuchan y
saben interpretar los anhelos de justicia social, las demandas de los
trabajadores, las mujeres, la juventud y los pueblos originarios. Por ello
cuando se asocia a Hugo Chávez con un movimiento caudillista y se le adjetiva
como caudillo se está cayendo en un despropósito. Hugo Chávez no ha sido
caudillo ni jefe de un movimiento caudillista. Apegado a la Constitución,
respetuoso de las libertades públicas, civiles e individuales, nunca estuvo por
encima de las leyes ni reprimió, torturo, exilió o mando asesinar a miembro
alguno de la oposición. Todos, rasgos inherentes a los caudillos y sus
regímenes. Hugo Chávez ha sido un líder, un estadista para su pueblo y América
Latina. Así se le recordará, muy a pesar de sus detractores.
9.2 la nota ya es algo
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