Son muchas las dimensiones en las que el pensamiento conservador es
equívoco o confuso; ahora están publicando que los guatemaltecos no somos
genocidas, y como nunca con ellos ¡estamos de acuerdo!
El guatemalteco no es genocida, ésta
no es una condición nacional sino un delito que alguien comete. En Guatemala la
guerra contrainsurgente creó condiciones para que el genocidio como conducta
apareciera entre quienes aplicaban la violencia. En este breve espacio quiero
argumentar que la gestión genocida es coyuntural, y que apareció aquí por el
profundo odio homicida que trajo el anticomunismo. El punto de partida es que
el militar guatemalteco ha sido formado por el Ejército norteamericano, desde
el lejano 1931 cuando el US Army Major John A. Considine tomó la dirección de
la Escuela Politécnica. La asistencia del exterior se volvió imprescindible y
multifacética y se convirtió en el eje de la buena vecindad entre ambos países.
En un primer momento la cooperación militar fue destinada al control de la
oposición interna; el segundo momento fue definido por el combate a la
subversión externa, cuando el comunismo que trajo la Guerra Fría estaba
llegando.
La mejor síntesis de los efectos de
la ayuda norteamericana a Guatemala fue el efectivo proceso de la intensa
modernización institucional del Ejército, que no solo creció en tamaño sino en
calidad profesional, se fortaleció su espíritu de cuerpo y su capacidad de
combate. El militar ha sido un ciudadano del primer mundo en el tercero; su
modernidad funcional brilla en el seno de un Estado caduco y poco eficiente.
McClintock relata con fatigoso detalle la ayuda técnica que la institución va
recibiendo en el marco ya calificado como contrainsurgente (1961). El Ejército
empezó a recibir recursos financieros, asesoría técnica, entrenamiento en
diversas funciones de guerra interna, incluyendo una ideología de apoyo: la
teoría de la seguridad nacional y una versión alucinante del anticomunismo. Los
programas de entrenamiento –verdaderos cursos de postgrado– orientados a elevar
cualitativamente las capacidades técnicas de los oficiales fue tan importante
como la dotación de armas y equipos, sofisticados, modernos, de inimaginable
eficacia mortal. Al primero de esos programas fueron 39 oficiales a estudios
avanzados de estado mayor y comando en Ft. Leavenworth, en 1945. Se calcula que
hacia 1978 habían pasado más de 500 guatemaltecos en Ft, Bennig (Georgia), la
Escuela de las Américas-Canal Zone Installations, Ft. Sill (Oklahoma) y otras.
Por las razones dadas, en Guatemala
la campaña contrainsurgente llegó a excesos alucinantes, como no sucedió por
ejemplo en El Salvador; ahí la política de la guerra la supervisó siempre un
numeroso equipo militar norteamericano; después de la matanza del río Sumpul
(1982) nunca más ocurrió algo parecido a la estrategia de tierra arrasada.
Aquí, hubo crueldad y odio, un olvido culposo de lo que prescribe como
objetivos y propósitos la Doctrina de la Seguridad Nacional. Y lo más grave fue
la confusión de “quién es el enemigo”: ¿los guerrilleros o toda la oposición?
Se practicaron actos genocidas durante la contrainsurgencia difíciles de
probar; supone dos componentes, definir al enemigo de una manera ideológica y
estar animado por un profundo racismo.
La política centroamericana no puede
ser comprendida como un simple reflejo del poder norteamericano; pero tampoco
pueden entenderse los asuntos regionales sin referencia directa a la política
de EE. UU. Esta “complementación” se advierte más, por ejemplo, cuando la alta
capacidad de combate del Ejército guatemalteco, se excedió de los límites
relativos al respeto a los derechos humanos señalados por los EE. UU. Son
conocidos los numerosos documentos reprobatorios enviados por altos oficiales
norteamericanos (bajo el gobierno de Carter) llamando la atención y amenazando
a sus colegas guatemaltecos por los excesos cometidos contra civiles durante la
guerra. Los reportes de denuncia llegaron a su límite hasta el punto que se
suspendió la ayuda militar. El ex presidente Clinton, en una visita a
Guatemala, en 1999 dijo “Es importante que lo diga claramente, la ayuda para
las fuerzas militares o de inteligencia que practiquen violencia y represión
indiscriminada… constituye un error y los Estados Unidos no deben nunca repetirlo”
(Holden, p.158)
Los norteamericanos señalando las
crueldades innecesarias de los guatemaltecos, una y otra vez, reflejan una
supervisión tardía, porque el Frankenstein se había desatado. Al cortar la
ayuda militar, el control norteamericano se perdió y el Ejército nacional quedó
en libertad de definir sus crímenes. La ayuda israelí y la argentina trajeron
otros artilugios letales. Con estos artefactos de alta calidad técnica más el
odio y el racismo que pusieron los militares, aparecieron los rasgos genocidas.
Estados Unidos entrenó centenares de oficiales guatemaltecos en los mil
detalles de la guerra-de-baja-intensidad y les proporcionó armamento de alta
calidad. La extrema violencia, un brutal racismo y el odio anticomunista se
fusionaron profundamente en la cultura guatemalteca. Son rasgos made in Guatemala que explicarían el
genocidio. Los Somoza fueron hijos de la intervención yanqui en Nicaragua y los
Talibanes lo fueron en Afganistán. Los ejemplos son numerosos, la historia del
horror es la misma, solo cambian las víctimas.
Excelente artículo. Lástima que en Guatemala, por conveniencia sigan existiendo muchos ciegos que no quieren ver
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