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sábado, 24 de agosto de 2013

Ecuador: Los derechos de la naturaleza después de la caída de la moratoria petrolera en la Amazonia

La decisión de Correa genera ondas de choque en diversos planos. Al liberar a las petroleras, se pone en riesgo inmediato un ecosistema de alta biodiversidad, y a los pueblos indígenas que lo habitan (incluyendo aquellos que viven en aislamiento).

Eduardo Gudynas / ALAI

Una de las iniciativas ambientales más originales de los últimos años, originada en Ecuador, buscaba dejar el petróleo en tierra para preservar la Amazonia y sus pueblos indígenas. Era una idea construida desde la sociedad civil que se concretó en 2007, durante el primer gobierno de Rafael Correa, enfocándola en proteger el Parque Nacional Yasuní, y sus áreas adyacentes (conocidas por la abreviatura ITT). Esos esfuerzos terminaron pocos días atrás, cuando el gobierno anunció la cancelación de esa iniciativa y permitir la explotación petrolera.

La idea de una moratoria petrolera en Yasuní-ITT maduró durante muchos años, pero contó con un marco excepcional otorgado por el sistema de derechos aprobados en la nueva Constitución de 2008. En ella se organizan de mejor manera los derechos a la calidad de vida de las personas, la regulación del uso de los recursos naturales y las salvaguardas a los pueblos indígenas. En paralelo a éstos, se reconocieron por primera vez los derechos de la Naturaleza o de la Pachamama. De esta manera quedó establecido un mandato constitucional ecológico, que para ser cumplido no podría permitir una actividad de tales impactos como la explotación petrolera en Yasuní-ITT.

En etapas siguientes, el gobierno mantuvo la moratoria petrolera pero comenzó a buscar opciones alternativas para lograr una compensación económica. En aquel tiempo se razonó que Ecuador perdería un estimado de más de 7 mil millones de dólares por no extraer los 920 millones de barriles de crudo que estaban debajo del Yasuní-ITT. El presidente Correa afirmó que si se lograba un fondo de compensación de al menos la mitad de esas ganancias perdidas, se mantendría la suspensión petrolera.

La condición para la protección del área pasó a estar desde entonces en recolectar 3 600 millones de dólares. Se diseñaron distintos mecanismos y justificaciones para implementar ese fondo internacional, donde gobiernos, empresas o personas, pudieran depositar dinero. La idea era sensata, ya que existen muchos argumentos por los cuales otros gobiernos, especialmente del norte industrializado, deberían ahora apoyar solidariamente la protección de la biodiversidad, abandonando así su postura clásica de apropiarse vorazmente de los recursos del sur.

Pero con el paso del tiempo, el andamiaje conceptual gubernamental comenzó a crujir. Por un lado, se insistía cada vez más en la idea de la compensación o indemnización económica. Por otro lado, comenzó a quedar en segundo plano la fundamentación basada en los derechos de la Naturaleza, para pasar a priorizar argumentos enfocados en detener el cambio climático global. Se sostenía que se debía mantener el petróleo bajo tierra para evitar que una vez extraído fuera quemado en algún sitio, y los gases producidos alimentaran el calentamiento global. Con ello, la propuesta era sobre todo una compensación económica para evitar un aumento en el cambio ambiental planetario.

La iniciativa Yasuní-ITT era mirada con mucho interés por la comunidad internacional y despertaba muchas ilusiones entre varios movimientos sociales, al ser un ejemplo de una transición postpetrolera. Pero siempre sufrió de tensiones, como el constante recordatorio gubernamental de pasar a un “plan B” que consistía en explotar ese petróleo amazónico, e incluso contradicciones, como fueron las declaraciones presidenciales contra los posibles donantes internacionales.

El presidente Correa acaba de presentar varios argumentos para cancelar esta iniciativa de moratoria en Yasuní-ITT. Uno de ellos fue denunciar la falta de apoyo de la comunidad internacional, calificándola de hipócrita. En parte le asiste la razón, ya que muchas naciones industrializadas crecieron gracias a la expoliación de los recursos del sur, y la iniciativa Yasuní-ITT les permitía comenzar a saldar esas deudas. Pero tampoco puede minimizarse que al condicionar la moratoria petrolera a una compensación económica, se cayó en una contradicción insalvable. Es que el mandato constitucional ecuatoriano obliga a la protección de ese tipo de áreas, tanto por proteger los derechos de indígenas como los de la Naturaleza. Se vuelve muy difícil pedir a otros gobiernos una compensación económica por cumplir con una obligación constitucional propia. Una adecuada analogía sería la de un país que le pide a otros compensaciones económicas por sus gastos en atender la salud de sus niños.

Otro argumento presidencial se basa en una actitud de optimismo tecnológico, sosteniendo que ahora sí se puede hacer una explotación petrolea en la Amazonia minimizando los impactos. Esta actitud es muy común en varios gobiernos, pero es especialmente paradojal en Ecuador, ya que allí se vivieron en carne propia los duros impactos de extraer petróleo en la Amazonia. Esto ha quedado en evidencia en el proceso contra Texaco-Chevrón. Toda la información científica disponible abrumadoramente deja en claro los graves impactos de las petroleras en ambientes tropicales.

El combate a la miseria es otro de los argumentos presidenciales para cancelar la moratoria petrolera. Esta es una posición que suscita muchas adhesiones, y debe celebrarse que se usen los recursos naturales en beneficio del país, en lugar que nutran las arcas de empresas transnacionales. Pero decirlo no resuelve el problema de cómo asegurar que ello suceda. Es que más o menos lo mismo sostienen las empresas (cuando prometen, por ejemplo, que la minería resolverá la pobreza local y generará empleo), lo repiten unos cuantos gobiernos ideológicamente muy distintos (la “locomotora minera” de Santos se supone que reducirá la pobreza en Colombia), y está en el núcleo conceptual del desarrollo convencional (creyendo que todo aumento de exportaciones arrastrará al producto interno, y con ello se reduciría la pobreza).

Hay muchos pasos intermedios entre extraer un recurso natural y reducir la pobreza, y es precisamente en esas etapas donde se originan multitud de problemas. Estos van desde los dudosos beneficios económicos de ese tipo de extractivismo (ya que lo que el Estado ganaría por un lado por exportar petróleo, lo perdería por otro al atender sus impactos sociales y ambientales), el papel del intermediario (donde las empresas, sean estatales o privadas, del norte o de amigos del sur, sólo son exitosas cuando maximizan su rentabilidad, y casi siempre lo hacen a costa del ambiente y las comunidades locales).

La decisión de Correa genera ondas de choque en diversos planos. Al liberar a las petroleras, se pone en riesgo inmediato un ecosistema de alta biodiversidad, y a los pueblos indígenas que lo habitan (incluyendo aquellos que viven en aislamiento). Se desploma el intento de aplicar una alternativa postpetrolera, y la capacidad de servir como ejemplo entre los demás países desaparece. La medida ecuatoriana sin dudas alentará las presiones sobre áreas protegidas que también se viven, por ejemplo, en Perú y Bolivia. También muestra que el país no logra cumplir las promesas de diversificación productiva, y vuelve a caer en un papel de proveedor de materias primas.

Pero posiblemente el impacto más fuerte ha sido sobre el marco constitucional de los derechos de la Naturaleza. Es que al final de su discurso, Correa regresó a la vieja oposición de la década de 1970 entre desarrollo y conservación ambiental, cuando dijo que el “mayor atentado a los Derechos Humanos es la miseria, y el mayor error es subordinar esos Derechos Humanos a supuestos derechos de la naturaleza: no importa que haya hambre, falta de servicios... ¡lo importante es el conservacionismo a ultranza!”. Nadie en el ambientalismo defiende la miseria, sino que denuncian que bajo los titulares de promover el crecimiento económico no sólo se desemboca en mayores desigualdades sociales sino que se destruye el entorno natural.

Al margen de esa precisión, el problema es que en esa frase los derechos de la Naturaleza quedan apenas como un supuesto. Si esos derechos son dejados a un lado, prevalecerá el desarrollo convencional, con un nuevo triunfo del petróleo, ya que los impactos sociales y ambientales no tienen valor económico. Los derechos de la Naturaleza son una reacción a ese tipo de razonamiento. No son una concesión a las plantas y animales, o a los ambientalistas, sino que son una necesidad para poder proteger efectivamente a los pueblos y su patrimonio natural.

Todo esto hace que quede planteada la angustiosa pregunta si el día en que cayó la iniciativa de moratoria petrolera en la Amazonia de Ecuador, también no comenzaron a desplomarse los derechos de la Naturaleza.

Eduardo Gudynas integra el equipo de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social). 

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