Hubo edades edades en
que el agua y el aire aire, el mar y la amistad, la hospitalidad y la
generosidad eran poderes sagrados, casi siempre custodiados o protegidos por la
divinidad.
William Ospina / El Espectador
El mundo estaba para ser
compartido, y se veía como una profanación a las leyes de la amistad y de la
caballerosidad el anteponer a las cosas un precio.
En las obras de Homero al
visitante primero se lo atiende, se lo sienta a la mesa, se lo saluda y se lo
agasaja, y sólo después se le pregunta quién es y de dónde viene.
Don Quijote era ese gran lector de
quien se dice que los libros lo enloquecieron. Pero más bien era un hidalgo en
quien los libros despertaron una desmedida nostalgia de tiempos más pródigos, y
él mismo quiso encarnar los valores del pasado: el heroísmo, el
desprendimiento, la generosidad.
Nada valoraba tanto como lo que se
hacía sin costo alguno. Él estaba dispuesto a salvar a los desdichados y
liberar a los oprimidos sin reclamar a cambio una sola onza de oro. Pero cuando
se lanzó a la aventura descubrió que ahora se cobraba por todo: fue grande su
extrañeza al ver que estaba desapareciendo del mundo la gratuidad.
De qué manera acelerada se ha ido
mercantilizando el mundo; de todos los órdenes de la realidad se ha ido
retirando la gratuidad. A mediados del siglo XIX Marx anunció que todas las
cosas se convertirían en mercancías, y no quería decir solamente los objetos:
hablaba de la progresiva transformación en mercancías de los bienes y los
servicios, de las virtudes antiguas y de los valores eternos.
Hoy el proceso se ha cumplido
plenamente. Mercancía son la hospitalidad, la caridad, la medicina y la salud,
los bienes de la naturaleza y los inventos del arte. Son fuente de negocios el
deporte y la recreación, la angustia y la esperanza. El tiempo libre se ha ido
incorporando al orden del mercado: los parques gratuitos han cedido su lugar en
buena parte del mundo a los centros comerciales, donde el descanso esté más
cerca de los espacios de compra y venta.
Contra tedio, consumo. La sociedad
comercial cambia costumbres por modas, tradiciones por innovaciones, y hasta en
el campo de la cultura la novedad tiende a convertirse en el valor fundamental.
Todavía no nos venden el aire, salvo a los más asfixiados en las urbes
sepultadas por el esmog, pero el contacto con la naturaleza ya pasa por los
filtros del espectáculo, la relación con el mundo por los canales del turismo,
los reinos del afecto tienen nuevos canales de circulación, la sexualidad está
comercializada a través de vastos circuitos industriales, la conversación está
mediatizada por los artefactos y, según la ciencia ficción, pronto veremos los
robots que proveerán de compañía a los solitarios.
Comunicarse a través de pantallas
parece más importante y más apreciado socialmente que hablar cara a cara, tal
vez porque paga su tributo a las arcas del gran capital. Este es un mundo en el
que ya sólo vale lo que cuesta. Hace tiempo ya las muchedumbres han sido
excluidas de la cena común, y no deja de ser significativo que a medida que
avanza el reino de la mercancía y del lucro, avanza como un río paralelo el
reino de la rapacidad, de la miseria y del resentimiento.
Hace más de un siglo Nietzsche
lanzó aquel grito alarmado: “El desierto está creciendo. Desventurado el que
alberga desiertos”. No hablaba sólo del inexorable saqueo de los bosques
planetarios, sino de la aridez de las relaciones humanas, de la pérdida de ese
viejo horizonte sagrado que veía el mundo como un bien común del que nadie
debía estar desterrado.
En la ley de la competencia ciega
todos los que no sepan competir van siendo arrojados por la borda y tal vez
nunca una civilización ha tenido tantos excluidos de sus dones más altos. Pero
esos altos dones también van siendo abandonados por un modelo donde lo
importante es vender, donde sólo se busca el pequeño confort, la novelería, el
espectáculo, lo que halague más poderosamente los sentidos.
Ante este viento incontenible ya
son trincheras de resistencia el afecto, la memoria, las costumbres, el gusto
de la presencia y del contacto vivo, la palabra en los labios, la creación, el
tiempo disponible, la voluntaria privación del consumo, el voluntario no
tributar en las arcas del gran capital.
Ahora, cuando la realidad sólo es
válida si funciona como espectáculo, si se puede fotografiar, si se puede
grabar, si se puede archivar, cada vez es más necesario el retorno a un mundo
de calidez, de generosidad y de gratuidad. Ante los halagos de la realidad
virtual son como una respuesta los versos de Juan de la Cruz: “Descubre tu
presencia,/ y mátenme tu vista y hermosura, / mira que la dolencia / de amor
que no se cura,/ sino con la presencia y la figura”.
Pero no es por salvar reliquias
del pasado, de edades heroicas, y sueños de una humanidad más lenta y sencilla,
por lo que hay que resistir y buscar el renacimiento de lo sagrado: es porque
en el vértigo de este remolino de desmemoria y escombros cada vez parece más
cercano el colapso.
Y si bien el planeta podría
persistir sin nosotros, girando con su cementerio de hazañas, de inventos y de
cosas bellas en la noche cósmica, es difícil aceptar que renunciemos a tanto
por tan poco; que habiendo tenido en nuestras manos el mundo generoso de
Whitman y de Shakespeare, nos resignáramos al mundo mezquino de la vida sin
sueños y de la muerte a plazos.
Siempre he admirado a William Ospina como ensayista, aprecio este artículo con mucha razón, cómo la deshumanización nos está llevando a la destrucción, hoy no se habla en comuníón ni en el hogar, "estamos sentados a la mesa y todos se miran extrañados, con el celular en la mano y esperando cualquier mensaje....mientra no articulamos nada en conjunto", saludos
ResponderEliminarAnte una clara descripción de un aspecto doloroso e incontrastable de la realidad, solo resta el silencio reflexivo!
ResponderEliminarAnte una clara descripción de un aspecto doloroso e incontrastable de la realidad, solo resta el silencio reflexivo!
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