Si abrimos una crítica
en torno a la idea de resiliencia es por los peligros ideológicos que allí
anidan, peligros que pueden pasar inadvertidos en tanto la forma con que
aparece el concepto pareciera que ayuda a caminar, en tanto “prueba que la
realidad es transformable”.
Marcelo Colussi
/ Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
“El camino del infierno
está plagado de buenas intenciones”. ¿Por qué empezar diciendo esto? Pues
porque muchas veces, más allá de la “buena voluntad” en juego, los efectos
conseguidos con una determinada acción pueden ser cuestionables. O incluso
desastrosos. En el campo de la práctica científica ello no es raro en absoluto.
El concepto de “resiliencia” nos lo permite ver de forma palmaria.
“Resiliencia” es un
término controversial, que tanto puede asociarse con “intervenciones pobres para los pobres” (lo cual recuerda
aquello de “atención primaria o
¿primitiva? de la salud”, que cuestionaba el epidemiólogo argentino Mario
Testa), hasta la promoción de un conformismo con resonancias conservadoras, de
la mano de la ideología adaptacionista que prima en las ciencias sociales de
cuño estadounidense, dominadoras del ámbito académico en buena parte del mundo.
Por lo pronto, es la versión española de la voz inglesa “resilience”, o “resiliency”, término que proviene del campo de la metalurgia y que
hace alusión a la capacidad que tienen los metales de deformarse sin quebrarse,
retornando luego a su estado original.
En el ámbito de la
psicología, aparece utilizado por primera vez en un artículo de Barbara
Scoville en el año 1942. Más tarde, en la década de los 70, el término va
adquiriendo mayor prevalencia, aunque la mayoría de los primeros investigadores
que hacían referencia a este concepto tomado de la metalurgia, en principio no
utilizaron la expresión “resiliencia”, sino que se referían a esta cualidad
describiendo a quienes la portaban como “invulnerables” o “invencibles” (Lösel,
Bliesener y Koferl, 1989). Para la década de los 90 el término ya es
ampliamente utilizado, y así llega a los países latinoamericanos.
¿Qué es, en definitiva,
esto de la resiliencia? “La capacidad
humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”,
según la 23ª edición del Diccionario de la Real Academia Española. La “capacidad del ser humano para hacer frente
a las adversidades de la vida, superarlas e inclusive, ser transformados por
ellas”, de acuerdo a la definición de Grotberg (1995). O también el “proceso dinámico, constructivo, de origen
interactivo, sociocultural que conduce a la optimización de los recursos
humanos y permite sobreponerse a las situaciones adversas”, según María
Angélica Kotliarenko e Irma Cáceres (2011). O si se prefiere: “la capacidad que tiene un individuo, una
familia, un grupo y hasta una comunidad de soportar crisis y adversidades y
recobrarse”, de acuerdo a lo que definen Melillo y Suárez Ojeda (2002). Es
decir, tomando lo afirmado por Kotliarenko, la resiliencia consiste en “un conjunto de procesos sociales e
intrapsíquicos que posibilitan una vida sana en un medio insano”.
Según todas estas
aseveraciones, el concepto hace alusión a una capacidad positiva que tendríamos
los seres humanos, o algunos seres humanos al menos. Capacidad, por tanto, que
debería ser saludada positivamente y, en la medida de lo posible, expandida. De
la mano de esta visión, un pensamiento progresista, de izquierda incluso,
podría levantar gustoso la idea de resiliencia y fomentarla como un camino de
esperanza, una luz ante tanta adversidad.
Así, entonces, una
perspectiva de avanzada de nuestra actual situación lleva a decir a Aldo
Melillo, cuando prologa el libro “Descubriendo las propias fortalezas” de María
Alchourrón y Edith
Grotberg, que “la exclusión y
la pobreza se extienden sin freno en los países desfavorecidos por la
globalización y la concentración económica, y la mano invisible del mercado no
ha dado signos de derramar ninguna riqueza a los pueblos. Si a ello se suman
las situaciones de riesgo que conllevan la enfermedad, la cárcel, el deterioro
personal, familiar y social sin que se vislumbren soluciones globales desde la
economía y la política, el panorama resulta francamente desolador. Sin embargo,
hay niños, adolescentes y adultos que son capaces de sobrevivir, superar las
adversidades y, más aun, salir fortalecidos de ellas. Esa capacidad es conocida
como resiliencia, concepto sumamente fértil a la hora de actuar en el plano
social, porque desplaza el enfoque tradicional sobre las carencias y los
factores de riesgo para situarlo en las fortalezas y la creatividad del
individuo y de su entorno. (…). Con
la convicción de que este concepto debe desplegarse e instrumentarse en los
programas sociales (…), en tiempos de
empobrecimiento y exclusión la construcción de resiliencia comunitaria que se
evidencia en la capacidad de ciertos pueblos de enfrentar catástrofes de todo
tipo constituye una posibilidad cierta de lucha contra las iniquidades de la
sociedad actual”.
Entendida desde esa
lógica de la esperanza, la idea de resiliencia podría ser, sin dudas, una
cantera donde encontrar la energía necesaria para plantearse transformaciones,
para seguir creyendo que las utopías son posibles, en el sentido que nos hacen
caminar, como dijo el uruguayo Eduardo Galeano. Y justamente alguien como él,
un comprometido con las luchas sociales a quien nadie podría acusar de cómplice
del sistema, dijo en el Foso Social
Mundial de Porto Alegre en el 2005 refiriéndose a las transformaciones
que esa idea de resiliencia puede acompañar, que no “son cosas chiquitas. No
acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios
de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Baba. Pero quizás
desencadenen la alegría de hacer y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo,
actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera
de probar que la realidad es transformable”.
En este sentido, el concepto
en juego puede tener una carga positiva. Por allí puede leerse de los
beneficios que trae aparejados la resiliencia. Buena noticia, por supuesto. ¿Y
qué beneficios aporta? “Las personas más
resilientes tienen una mejor autoimagen, se critican menos a sí mismas, son más
optimistas, afrontan los retos, son más sanas físicamente, tienen más éxito en
el trabajo o estudios, están más satisfechas con sus relaciones, están menos
predispuestas a la depresión”. Ahora bien: estos supuestos “beneficios”
abren interrogantes que cuestionan radicalmente las esperanzas que proponían
las visiones arriba expuestas. ¿Es un beneficio “criticarse menos”? ¿En qué
sentido entender lo de “más éxito”? ¿Estamos seguros que entronizamos el
optimismo, o más cautamente seguimos a Gramsci, quien proponía “el optimismo del corazón junto al pesimismo
de la razón”?
Es entonces cuando
empieza a hacer agua este dudoso concepto. ¿De qué se trata realmente la
resiliencia? ¿Qué elemento positivo nuevo aporta efectivamente? Que mucha gente
tiene esa capacidad de rehacerse, de no quebrarse y salir airosa de las peores
situaciones, no es ninguna novedad. Si el concepto consiste en describir eso,
pues no es un concepto científico en sentido estricto que inaugure un nuevo
campo de conocimiento produciendo una ruptura epistemológica, sino que no pasa
de la mera descripción. “El patito feo también puede ser lindo”. ¿Podemos
llamar a eso un concepto novedoso que aumenta el saber y la capacidad de actuar
en el mundo?
Si abrimos una crítica
en torno a la idea de resiliencia es por los peligros ideológicos que allí
anidan, peligros que pueden pasar inadvertidos en tanto la forma con que
aparece el concepto pareciera que ayuda a caminar, en tanto “prueba que la realidad es transformable”.
Pero junto a esa cuota de esperanza –para lo cual no es necesario creer que se
está ante un nuevo concepto, pues la descripción más obvia nos muestra que
siempre “después de la tormenta sale el sol”– no podemos dejar de ver también
que hay un transfondo de resignación: no se trata de saber soportar la
adversidad (para lo que, incluso, se puede dar un largo catálogo de recetas
prácticas… Y así surgen las propuestas de autoayuda y toda la parafernalia de
“Usted puede, no sufra, técnicas para ser exitoso”). No se trata de saber
adaptarse a la realidad y poder sobrellevarla. ¡Se trata de transformarla!
Más allá de las mejores
buenas intenciones que puedan desplegarse –al menos en algunos casos– apelando
a esta noción, lo que se transluce es la pasividad y la aceptación de una ya
estatuida normalidad, obviando la idea de conflicto como motor perpetuo. El
conflicto está, siempre, tanto en lo subjetivo como en los procesos masivos: el
sujeto escindido no dueño de sí mismo con que nos confronta el psicoanálisis,
el sujeto deseante que no sabe qué desea con precisión, o el sujeto social
producto del enfrentamiento a muerte de clases divididas en torno a la
tenencia, o no, de los medios productivos, siguen siendo “el fuego eterno” del
que hablaba Heráclito hace 2.500 años y que retoma Hegel en el siglo XIX. La
dialéctica en tanto lucha perpetua de contrarios, dirá el pensador alemán, no
es un método filosófico: ¡es la realidad misma!, es la estructura de lo real.
La realidad está constituida por el conflicto, verdad inobjetable. La idea de
resiliencia, sabiéndolo o no por parte de quien la usa, apunta a la
“suavización” de la crudeza de esa realidad.
Una prótesis, en
definitiva, un bálsamo. En otros términos “técnicas
de aprendizaje, es decir prácticas correctivas de conductas, sin tomar en
cuenta los procesos sociales y psíquicos que bloquean potencialidades”,
dirán Ana Berezin y Gilou García Reinoso en su texto “Resiliencia o la
selección de los más aptos” (2005) “El
ideal de la resiliencia parece ser la funcionalidad, la eficacia de los sujetos
y sobre todo del sistema. Así, lo que parece simple –y obvia– descripción de
situaciones de hecho implica peligros: bajo un nombre nuevo se retoma el viejo
concepto de “desviación”: en el campo de la salud, con el modelo médico; en el
de la educación, con el modelo pedagógico; ambos remitiendo al concepto de
normalidad y adaptación, con sus consecuencias de orden teórico, ético y
político”.
Aunque no se diga en
estos términos, la ideología que está a la base es: ¡sea fuerte! Lo cual, irremediablemente recuerda al
tango: “fuerza, canejo, sufra y no llore
/ que un hombre macho no debe llorar”. ¿Hay que estar contra las
adversidades o hay que saber sortearlas? ¿Cuál es la sutil línea que separara
el afrontamiento de la resignación?
En verdad, más allá de
las buenas intenciones (y ahora puede entenderse por qué empezábamos el
presente escrito con esa referencia provocativa), es para pensarlo bastante en
qué medida este concepto tan problemático, traído desde un campo extraño a la
reflexión de las ciencias sociales, aporta teórica y prácticamente. ¿En cuánto,
cómo y por qué realmente “constituye una
posibilidad cierta de lucha contra las iniquidades de la sociedad actual”?
Sabiendo de dónde viene (las ciencias de la conducta estadounidenses, ingeniería
humana funcional a los poderes constituidos, anestesia que sirve para
domesticar y no como instancia emancipadora), ¿qué nos deja esto de resiliencia
para un planteo transformador? Saber que hay quienes pueden resistir
infinitamente no nos dice más que eso: que algunos no se quiebran nunca. ¿Qué
podemos transformar con eso? ¿Esperar que todos sean igualmente aguantadores?
Con la incorporación de
este discutible concepto se corre el riesgo de quedar entrampados en un planteo
adaptacionista, reeducativo. ¿Hay que acallar el malestar, o hay que
encontrarle su sentido, para poder entenderlo y, eventualmente, modificarlo?
¿Se trata de acallar el sufrimiento acaso, promover el “éxito” personal, tapar
el síntoma? ¿No podemos así, sin saberlo, devenir cómplices de una maquinaria
trituradora que busca la construcción de normalidades y adaptaciones
peligrosas, que obliga a ser “uno más”, fuerte y bien portado, silenciando las
voces discordantes? En el medio de la dictadura que asoló Argentina entre 1976
y 1982, cuando se producía la desaparición de 30.000 personas que disentían del
régimen, que buscaban un mundo distinto, el gobierno de los militares presentó
una propaganda por medio de todos los medios de comunicación donde se veían
distintas escenas con ruidos enloquecedores (un taladro, un bebé llorando,
etc.), sobre los que aparecía una enfermera indicando que “el silencio es
salud”. El silencio ¿es salud? ¿Qué significa en ese contexto ser resiliente?
¿Callarse la boca y aguantar, o luchar contra esa flagrante inequidad? Si es
esto último, ¿de qué nos sirve llamarlo “resiliencia”?
Es por todo ello que
puede abrirse la crítica contra el concepto, porque su utilización no
necesariamente aporta algo y porque, en definitiva, puede ser un lastre
ideológico cuestionable. Parafraseando la Tesis XI sobre Feuerbach, de Marx,
podría decirse entonces que no se trata de saber soportar el mundo
(¿resignarse?, ¿adaptarse?, ¿“saber” como no quebrarse?). ¡Se trata de
transformarlo! ¿O acaso las ideologías neoliberal y postmoderna reinantes nos
quitaron la idea de utopía? ¿O acaso se trata de aceptar y no cuestionar la
normalidad?
Ya que anteriormente
citamos un tango argentino, permítasenos cerrar con una cita de otro poeta de
esa nacionalidad, más irreverente quizá, o más pertinente para situar esta
lectura crítica de la resiliencia: “que
muerda y vocifere vengadora ya rodando en el polvo tu cabeza” (Almafuerte).
Gracias, no sabe cómo me ayudó su artículo; precisamente estoy revisando un proceso desde la pespectiva de la resiliencia de la población ante desastres por alteraciones climáticas. Mi punto de cuestionamiento era otro, si tomamos literal la capacidad de los metales para volver a su estado original; me parece que el concepto se queda corto. La dialéctica de la realidad en el caso de las mujeres con las que trabajo me dice que ellas cuando han sido capaces de enfrentar la violencia de género por ejemplo; no vuelven a ser las mismas. En el proceso ellas se han transformado, quizá no hayan podido transformar la realidad que produce esta violencia, pero ellas sí han cambiado en algo, en lo que sea y ese cambio al interior es lo que les permite actuar en el cambio hacia su entorno. Pienso que el concepto de resiliencia está sustituyendo al de resistencia, que en el ámbito social es más político y que también debe resignificarse. No desecharía totalmente el de resiliencia pero lo acompañaría de otras categorías para hacer una lectura más compleja de los procesos y encontrar las inagotables capacidades de transformación de mujeres y hombres, pese a todo. En realidad si algo hemos aprendido a través de la historia es que la historia de la humanidad es la historia de la desadaptación, de la transformación de la lucha insesante por el cambio. Como diría Galeano, para eso sirve la utopía, para caminar....
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