En la décima
carta a las izquierdas afirmé que al inicio del tercer milenio las
izquierdas se debaten entre dos desafíos principales: la relación entre
democracia y capitalismo; y el crecimiento económico infinito (capitalista o
socialista) como indicador básico de desarrollo y progreso. En este texto voy a
centrarme en el segundo desafío.
Boaventura de Sousa Santos / Público.es
Antes de la crisis
financiera, Europa era la región del mundo donde los movimientos ambientalistas
y ecologistas tenían más visibilidad política y donde la narrativa de la
necesidad de complementar el pacto social con el pacto natural parecía gozar de
una gran aceptación pública. Sorprendentemente o no, con el estallido de la
crisis estos movimientos y esta narrativa desaparecieron de la escena política
y las fuerzas políticas más directamente opuestas a la austeridad financiera
reclaman crecimiento económico como única solución, y excepcionalmente hacen
alguna declaración algo ceremonial sobre la responsabilidad ambiental y la
sostenibilidad. De hecho, las inversiones públicas en energías renovables
fueron las primeras sacrificadas por las políticas de ajuste estructural. Antes
de la crisis el modelo de crecimiento en vigor era el principal blanco de
crítica de los movimientos ambientalistas y ecologistas precisamente por
insostenible y producir cambios climáticos que, según los datos la ONU, serían
irreversibles a muy corto plazo, según algunos, a partir de 2015. Esta rápida
desaparición de la narrativa ecológica muestra que el capitalismo no sólo tiene
prioridad sobre la democracia, sino también sobre la ecología y el
ambientalismo.
Hoy, sin embargo, resulta
evidente que, en el umbral del siglo XXI, el desarrollo capitalista toca los
límites de carga del planeta Tierra. En los últimos meses se han batido varios
récords de peligro climático en Estados Unidos, la India, el Ártico, y los
fenómenos climáticos extremos se repiten cada vez con mayor frecuencia y
gravedad. Prueba de ello son las sequías, las inundaciones, la crisis
alimentaria, la especulación con productos agrícolas, la escasez creciente de
agua potable, el uso de terrenos agrícolas para agrocombustibles, la
deforestación de bosques. Poco a poco se va constando que los factores de la
crisis están cada vez más articulados y son, en última instancia,
manifestaciones de la misma crisis, que por sus dimensiones se presenta como
crisis civilizatoria. Todo está relacionado: la crisis alimentaria, la
ambiental, la energética, la especulación financiera sobre las commodities y
los recursos naturales, la apropiación y concentración de tierra, la expansión
desordenada de la frontera agrícola, la voracidad de la explotación de los
recursos naturales, la escasez de agua potable y su privatización, la violencia
en el campo, la expulsión de poblaciones de sus tierras ancestrales para dar
paso a grandes infraestructuras y megaproyectos, las enfermedades inducidas por
la dramática degradación ambiental, con mayor incidencia de cáncer en
determinadas zonas rurales, los organismos modificados genéticamente, el
consumo de agrotóxicos, etc. La Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo
Sostenible, Rio+20, celebrada en junio de 2012, fue un fracaso rotundo debido a
la complicidad mal disfrazada entre las élites del Norte global y las de los
países emergentes para dar prioridad a los beneficios de sus empresas a costa
del futuro de la humanidad.
La valoración internacional
de los recursos financieros permitió en varios países de América Latina una
negociación de nuevo tipo entre democracia y capitalismo. El fin (aparente) de
la fatalidad del intercambio desigual (las materias primas siempre menos
valoradas que los productos manufacturados) que encadenaba a los países de la
periferia del sistema mundial al desarrollo dependiente permitió que las
fuerzas progresistas, antes vistas como “enemigas del desarrollo”, se liberasen
de este fardo histórico, transformando el boom en una ocasión única para llevar
a cabo políticas sociales y de redistribución de la renta. Las oligarquías y,
en algunos países, sectores avanzados de la burguesía industrial y financiera
altamente internacionalizados, perdieron buena parte del poder político
gubernamental, pero a cambio vieron aumentado su poder económico. Los países
cambiaron sociológica y políticamente hasta el punto de que algunos analistas
vieron el surgimiento de un nuevo régimen de acumulación, más nacionalista y
estatista: el neodesarrollismo basado en el neoextractivismo.
Sea como sea, este
neoextractivismo tiene como base la explotación intensiva de los recursos
naturales y plantea, en consecuencia, el problema de los límites ecológicos
(por no hablar de los límites sociales y políticos) de esta nueva (vieja) fase
del capitalismo. Esto resulta más preocupante en cuanto que este modelo de
“desarrollo” es flexible en la distribución social pero rígido en su estructura
de acumulación. Las locomotoras de la minería, del petróleo, del gas natural,
de la frontera agrícola son cada vez más potentes y todo lo que interfiera en
su camino y complique el trayecto tiende a ser aniquilado como obstáculo al
desarrollo. Su poder político crece más que su poder económico, la
redistribución social de la renta les confiere una legitimidad política que el
anterior modelo de desarrollo nunca tuvo, o sólo tuvo en condiciones de
dictadura.
Dado su atractivo,
estas locomotoras son magníficas para convertir las señales cada vez más
perturbadoras de la inmensa deuda ecológica y social que crean en un coste
inevitable del “progreso”. Por otro lado, privilegian una temporalidad afín a
la de los gobiernos: el boom de los recursos no va a durar siempre, y eso hay
que aprovecharlo al máximo en el menor espacio de tiempo. El brillo del corto
plazo ofusca las sombras del largo plazo. Mientras que el boom configure un
juego de suma positiva, cualquiera que se interponga en su camino es visto como
ecologista infantil, campesino improductivo o indígena atrasado de los que a
menudo se sospecha que se trata de “poblaciones fácilmente manipulables por
Organizaciones No Gubernamentales no se sabe al servicio de quién”.
En estas condiciones,
resulta difícil activar principios de precaución o lógicas a largo plazo. ¿Qué
sucederá cuando termine el boom de los recursos? ¿Cuando sea evidente que la
inversión en “recursos naturales” no fue debidamente compensada por la
inversión en “recursos humanos”? ¿Cuando no haya dinero para generosas
políticas compensatorias y el empobrecimiento súbito cree un resentimiento
difícil de manejar en democracia? ¿Cuando los niveles de enfermedades
ambientales sean inaceptables y sobrecarguen los sistemas públicos de salud
hasta volverlos insostenibles? ¿Cuando la contaminación de las aguas, el empobrecimiento
de las tierras y la destrucción de los bosques sean irreversibles? ¿Cuando las
poblaciones indígenas, quilombolas y ribereñas expulsadas de sus tierras
cometan suicidios colectivos o deambulen por las periferias urbanas reclamando
un derecho a la ciudad que siempre les será negado? La ideología económica y
política dominante considera estas preguntas escenarios distópicos exagerados o
irrelevantes, fruto del pensamiento crítico entrenado para pronosticar malos
augurios. En suma, un pensamiento muy poco convincente y en absoluto atractivo
para los grandes medios.
En este contexto, sólo
es posible perturbar el automatismo político y económico de este modelo
mediante la acción de movimientos sociales y organizaciones lo suficientemente
valientes para dar a conocer el lado destructivo sistemáticamente ocultado de
este modelo, dramatizar su negatividad y forzar la entrada de esta denuncia en
la agenda política. La articulación entre los diferentes factores de la crisis
deberá llevar urgentemente a la articulación entre los movimientos sociales que
luchan contra ellos. Es un proceso lento en que la historia particular de cada
movimiento todavía pesa más de lo que debería, aunque ya son visibles
articulaciones entre luchas por los derechos humanos, la soberanía alimentaria,
contra los agrotóxicos, los transgénicos, la impunidad de la violencia en el
campo, la especulación financiera con los alimentos, luchas por la reforma
agraria, los derechos de la naturaleza, los derechos ambientales, los derechos indígenas
y quilombolas, el derecho a la ciudad, el derecho a la salud, luchas por la
economía solidaria, la agroecología, la gravación de las transacciones
financieras internacionales, la educación popular, la salud colectiva, la
regulación de los mercados financieros, etc.
Al igual que ocurre con
la democracia, sólo una conciencia y una acción ecológica robusta y
anticapitalista pueden enfrentar con éxito la vorágine del capitalismo
extractivista. Al “ecologismo de los ricos” hay que contraponer el “ecologismo
de los pobres”, basado en una economía política no dominada por el fetichismo
del crecimiento infinito y del consumismo individualista, sino en las ideas de
reciprocidad, solidaridad y complementariedad, vigentes tanto en las relaciones
entre los seres humanos como en las relaciones entre los humanos y la
naturaleza.
Lamentablemente es una visión realista. Si no hacemos nada ahora estaremos viendo en unos años ese panorama. Neper
ResponderEliminar