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sábado, 1 de febrero de 2014

Hoy revolución significa echar el freno de emergencia

Nuestro tiempo es el de echar el freno antes de que el tren reviente al final de la línea.

Leonardo Boff / Servicios Koinonia

Se atribuye a Karl Marx esta frase pertinente: «sólo se hacen las revoluciones que se hacen». Es decir, la revolución no se configura como un acto subjetivo y voluntarista. Cuando ocurre así, es pronto vencida por inmadura y falta de consistencia. La revolución sucede cuando las condiciones de la realidad están objetivamente maduras y simultáneamente existe en los grupos humanos el deseo subjetivo de quererla. Entonces, irrumpe, con la posibilidad, no siempre segura, de vencer y consolidarse.

Actualmente tendríamos todas las condiciones objetivas para una revolución. Revolución está tomada aquí en su sentido clásico como el cambio de los fines generales de una sociedad que crea los medios adecuados para alcanzarlos, lo que implica el cambio en las estructuras sociales, jurídicas, económicas y espirituales de esa sociedad.

Hoy en día la degradación general en casi todos los ámbitos, especialmente en la infraestructura natural que sustenta la vida, es tan profunda que, en sí, necesitaría una revolución radical. De lo contrario, podemos llegar demasiado tarde y presenciar catástrofes ecológico-sociales de magnitudes nunca antes vividas en la historia humana.

Pero no existe todavía en los “dueños del poder” la conciencia subjetiva de esta urgencia. Ni la quieren. Prefieren mantener su poderío aun a riesgo de sucumbir ellos mismos en un eventual Armagedón. El Titanic se está hundiendo, pero su obsesión por las ganancias es tan grande que siguen comprando y vendiendo joyas como si no estuviese pasando nada.

Generalmente las “revoluciones” son hechas por los poderosos que se anticipan a los oprimidos, diciendo, como se practica con frecuencia en Brasil: «hagamos nosotros la revolución antes de que la haga el pueblo». Naturalmente no se trata de una revolución sino de un golpe de clase, usando, como en el caso de la “revolución de 1964”, a las fuerzas armadas para ese fin. Los vencedores tienen sus acólitos que les cantan loas, les levantan monumentos, dan el nombre de los golpistas a calles, puentes y plazas, como persiste todavía en Brasil.

La historia de los vencidos raramente se hace. Su memoria es borrada. Pero a veces esta memoria resurge como una fuerza de denuncia peligrosa. El historiador mexicano Miguel León-Portilla ha tenido el mérito de narrar El Reverso de la Conquista de América Latina por los ibéricos. En ella recoge los testimonios dramáticos y lacerantes de las víctimas aztecas, mayas e incas. En portugués ha sido traducido como La conquista de América Latina vista por los Indios (Vozes 1987). Veamos apenas un testimonio indígena con ocasión de la toma de Tlatelolco (próxima a la capital Tenochtitlán, actual ciudad de México). Es simplemente para llorar:

«En los caminos yacen dardos rotos; cabelleras dispersas; casas destejadas, muros en llamas, abundan los gusanos en calles y plazas y las paredes están salpicadas de cerebros reventados; las aguas son rojas, como si las hubieran teñido; hemos masticado hierba salitrosa, pedazos de adobe, lagartijas, ratones y tierra en polvo, además de los gusanos» (León-Portilla, p. 41).

Tales tragedias nos plantean la pregunta nunca respondida satisfactoriamente: ¿Tiene sentido la historia? ¿sentido para quién? Hay todo tipo de interpretaciones, desde las más pesimistas que ven la historia como una secuencia de guerras, asesinatos y matanzas, hasta las más optimistas, como la de los iluministas que pensaban la historia como el crecimiento hacia el progreso sin fin y hacia sociedades cada vez más civilizadas.

Las dos grandes guerras mundiales, la de 1914 y la de 1939, y las que se hicieron después, matando a cerca de 200 millones de personas, han pulverizado ese optimismo. Hoy nadie nos puede decir en qué dirección caminamos: ni los sabios y santos Dalai Lama y Papa Francisco. Los eventos se suceden con toda su ambigüedad, unos esperanzadores, otros amedrentadores.

Me afilio a la tradición judeocristiana que afirma: la historia sólo puede ser pensada a partir de dos principios: el de la negación de lo negativo y el del cumplimiento de las promesas. La negación de lo negativo quiere decir que el criminal no va a triunfar sobre la víctima. El peso de lo negativo de la historia no será el sentido definitivo. Por el contrario, el Creador “enjugará toda lágrima de los ojos, la muerte ya no existirá y no habrá luto ni llanto, ni dolor, porque todo eso ya pasó” (Apocalipsis 21,4).

El principio del cumplimiento de las promesas afirma: “he aquí que renuevo todas las cosas; habrá un cielo nuevo y una tierra nueva; Dios habitará entre nosotros y todos los pueblos serán pueblos de Dios” (Apocalipsis 21, 5; 1 y 3). Es la esperanza inmortal de la tradición bíblica que no desaparecía ni cuando los judíos eran llevados a las cámaras nazis de exterminio.

Con referencia a la situación actual me remito a una frase de Walter Benjamin, citada por un estudioso suyo, Michael Löwy: «Marx había dicho que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presenten de manera completamente diferente. Es posible que las revoluciones sean, para la humanidad que viaja en ese tren, el acto de accionar los frenos de emergencia» (Walter Benjamin: aviso de incendio, Boitempo 2005, p. 93-94). Nuestro tiempo es el de echar el freno antes de que el tren reviente al final de la línea.

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