A monseñor Romero le
impactó hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño; al sistema que lo
provocaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural
escandaloso”, “imperio del infierno”, formas recias para señalar lo que produce
la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia.
Carlos Ayala Ramírez* /ALAI
Monseñor Oscar Arnulfo Romero |
El lema escogido por la
Fundación Monseñor Óscar Romero para conmemorar el 34.° aniversario del obispo
mártir es “El pastor tiene que estar donde está el sufrimiento”. La frase
procede de una de las homilías de monseñor Romero, pronunciada el 30 de octubre
de 1977; homilía que fue compartida con monseñor Arturo Rivera Damas, quien en
ese momento había sido designado obispo residencial de Santiago de María,
después de un largo período de servicio episcopal en la Arquidiócesis de San
Salvador. Por esa razón, monseñor Romero quiso, al invitar a su hermano en el
episcopado a concelebrar, mostrarle su sentimiento de gratitud, aprecio y
admiración. En la primera parte de la predicación, monseñor Romero señala
algunos de los signos de los tiempos que caracterizaban ese período histórico.
Luego, monseñor Rivera hizo una interpretación bíblica de esos signos. Fue una
homilía compartida en la que dos pastores historizaron la comunión fraterna y
el diálogo de Dios con su pueblo. Eso representaba ya un signo propio de la
época.
Hay que tener en cuenta
que los “signos de los tiempos” eran comprendidos, tanto por monseñor Romero
como por monseñor Rivera, en el espíritu del Concilio Vaticano II. Es decir, se
conciben como aquellos grandes hechos, acontecimientos y actitudes o relaciones
que caracterizan a un determinado momento de la historia. Y desde una
perspectiva de fe, se trata de captar, a través de esos signos, el espíritu de
Dios que obra, interpela y anima en la historia de las personas y los pueblos.
Es necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en que vivimos: sus
problemas, sus aspiraciones, su modo de ser —frecuentemente dramático—. Esta
visión se recoge en aquel conocido texto de la constitución pastoral Gaudium
et spes: “El gozo y la esperanza, las tristezas y angustias de los hombres
y mujeres de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de
afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no tenga resonancia
en su corazón”. Desde luego, en este modo de ser y de estar en la realidad,
monseñor Romero fue un ejemplar discípulo de Jesús.
Ahora bien, el signo que
más destaca monseñor en esta homilía, y del que recurrentemente se ocupó
durante sus tres años como arzobispo, es el de la realidad sufriente y dolorosa
de esos tiempos tan críticos. La injusticia social y la violencia represiva del
Estado aparecen como las principales causas de ese sufrimiento, cuyas víctimas
mayoritarias eran los pobres. A ese estado de cosas lo llamó “pecado
estructural escandaloso”. En su cuarta carta pastoral afirma que las
consecuencias sociales del pecado se presentan en El Salvador con rasgos muy
trágicos y exigencias cristianas urgentes: “Mortalidad infantil, falta de
vivienda, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo, desnutrición,
inestabilidad laboral. La situación de extrema pobreza generalizada adquiere,
en la vida real, rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los
rasgos sufrientes de Cristo, que nos cuestiona e interpela”.
Con respecto a la
violencia represiva del Estado o de grupos clandestinos, dijo: “No me cansaré
de denunciar el atropello por capturas arbitrarias, por desaparecimientos, por
torturas (…) La violencia, el asesinato, la tortura, donde quedan tantos
muertos, el machetear y tirar al mar, el botar a la gente: todo esto es el
imperio del infierno”. Y en su última homilía dominical, pensando en el pueblo
sufriente, expresó: “Le pido al Señor (…) mientras voy recogiendo el clamor del
pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé
la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al
arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto, sé que
la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir su misión”.
Sin duda, a monseñor
Romero le impactó hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño; al sistema
que lo provocaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural
escandaloso”, “imperio del infierno”, formas recias para señalar lo que produce
la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia. Él consideraba que
la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si
dejaba de ser defensora de los que en un momento llamó “el Divino Traspasado”.
Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió, acompañó y se involucró
con las víctimas de ese sufrimiento. Lo hizo de una manera profundamente humana
y genuinamente cristiana. Enunciemos y expliquemos algunos rasgos esenciales.
Las defendió con la
verdad.
Monseñor Romero buscó y comunicó verdad frente a lo que la impedía, esto es, el
ocultamiento de la realidad de las víctimas, el cierre de espacios a la voz de
las mayorías y la manipulación de la noticia. En este contexto, declaró: “Todo
está comprado, está amañado y no se dice la verdad” (homilía del 2 de abril de
1978). “La verdad está esclavizada bajo los intereses de la riqueza y el poder”
(homilía del 15 de febrero de 1980). “Vivimos una hora de lucha entre la verdad
y la mentira (homilía del 30 de julio de 1978). “Queremos ser la voz de los que
no tienen voz para gritar contra tanto atropello de los derechos humanos”
(homilía del 28 de agosto de 1977). Denuncia de la injusticia y la violencia,
defensa de las víctimas de esos males, libertad frente a los poderosos y
valentía para correr los riesgos que podrían sobrevenir fueron las formas
reales que tomó la palabra de verdad pronunciada por monseñor Romero.
Las acompañó con
misericordia.
Monseñor Romero no fue un humanista producto del altruismo o del
asistencialismo distante, no se trataba de hacer una labor social humanitaria.
Su actitud era más de fondo: escuchar los clamores de los pobres,
interiorizarlos y dejarse afectar por ellos. Es elocuente, en este sentido, el
siguiente texto: “Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador.
Rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles. Rostro de Cristo
muriéndose de hambre en los niños que no tienen qué comer. Rostro de Cristo, el
necesitado que pide una voz a la Iglesia” (homilía del 26 de noviembre de
1978). Es el ejercicio de la misericordia afectiva (amor a los pobres) y
efectiva (que va a la raíz de las causas del sufrimiento). Desde esa realidad
de rostros concretos, monseñor Romero criticó el deterioro moral en el ámbito
de la administración pública, del sector privado y de la misma Iglesia;
desenmascaró las idolatrías de la sociedad (absolutización de la riqueza, del
poder y de la ideología); propuso una liberación integral que unificara
evangelización con promoción humana, cambios de las personas con cambios
estructurales.
Tocó la carne sufriente
mediante la solidaridad. La solidaridad en monseñor Romero no se limita a un sentimiento
caritativo, a un alivio de urgencias individuales, a una actividad puramente
paternalista. Se constituyó, eso sí, en una fuerza ética y profética que
interpeló a las estructuras indolentes e inhumanas, e inspiró un modo de
convivencia fundamentado en la estima de la dignidad humana, la indignación por
el daño injusto y la compasión ante el sufrimiento que llega hasta las entrañas
y el corazón propios. Este es, precisamente, el espíritu del texto central
escogido para este año, la solidaridad como una reacción ante el clamor del
pueblo sufriente, ante el clamor por la justicia. En palabras emblemáticas de
Romero: “Lo que me importa es que el pastor tiene que estar donde está el
sufrimiento; y yo he venido, como he ido a todos los lugares donde hay
dolor y muerte, a llevar la palabra de consuelo para los que sufren (…) Para la
Iglesia, no hay categorías distintas. Solo hay el sufrimiento, y tiene que expresarse
en el dolor donde quiera que se encuentre” (homilía del 30 de octubre de 1977).
Para terminar,
transcribimos tres textos iluminadores sobre el tema. Los primeros ponen en
contraste dos modos radicalmente distintos de ser pastor; el tercero lanza un
desafío a cada uno de nosotros en la línea de saber escuchar el clamor de los
que sufren. Comenzamos con el profeta Ezequiel, que nos habla sobre los
pastores ineptos y crueles: “¡Ay de los pastores [jefes] de Israel que se
apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar? Ustedes
se han tomado la leche, se han vestido con la lana, han sacrificado las ovejas
(…); no han apacentado el rebaño, no han fortalecido a las ovejas débiles, no
han cuidado a la enferma ni curado a la herida; sino que las han dominado con
violencia y dureza. Y ellas se han dispersado, por falta de pastor, y se han
convertido en presa de todas las fieras del campo. Mis ovejas se dispersaron
por toda la tierra, sin que nadie las buscase siguiendo su rastro” (Ez 34,
1-6).
El segundo texto es del
teólogo Jon Sobrino y resume magistralmente el modo de ser pastor que
caracterizó a monseñor Romero. “En un mundo de mentiras, de crueldad y de
violencia, con monseñor Romero aparecieron la verdad, la compasión y la reconciliación.
En un mundo de trivialidad y egoísmo, con él aparecieron la firmeza y el amor.
En un mundo que prescinde de Dios o lo infantiliza, con él apareció la fe que
confía en el misterio último y, a la vez, está absolutamente disponible ante
él. Ver juntas verdad y compasión, firmeza y amor, confianza y disponibilidad,
no ocurre con frecuencia. Por ello, cuando algo de eso se hace presente en
nuestras vidas, es como una brisa de aire fresco (…) es una buena noticia”.
Y cerramos con un desafío
planteado por el papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii
gaudium: “La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor
[de los pobres y cuantos sufren] brota de la misma obra liberadora de la gracia
en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada solo a
algunos: ‘La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor
al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas
sus fuerzas’. En este marco se comprende el pedido de Jesús a sus discípulos:
‘Dadles vosotros de comer’ (Mc 6, 37), lo cual implica tanto la cooperación
para resolver las causas estructurales de la pobreza como los gestos más
simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que
encontramos” (n. 188).
* Carlos Ayala Ramírez,
director de Radio YSUCA
IMPORTANTE REFLECCION .. AHORA SE NECESITA MAS QUE NUNCA QUE NOS SEPAMOS ACOMPANIAR EN LA CONSTRUCCION DE UN PAIS EN PAZ, Y PARA LOGRAR EL BIEN VIVIR, NO EL VIVIR BIEN.. SI NO NOS LO PROPONEMOS, CAEREMOS EN LAS TRAMPAS DE POLITIQUERIAS QUE NO NOS DEJAN AVANZAR. TODOS Y TODAS SOMOS PASTORES - Y DEBEMOS COMPROMETERNOS EN EL VERDADERO SERVICIO Y ACOMPANIAMIENTO
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