La figura y el pensamiento de Romero en
El Salvador de hoy, por lo tanto, alientan, unen, empujan y aclaran. Es decir,
ayudan a recuperar la memoria de lo que son los salvadoreños, y a cimentar el
futuro que quieren.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
El lunes 24 de marzo recién pasado se
conmemoró el 24 aniversario del asesinato de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo
metropolitano de San Salvador, a manos de la extrema derecha dirigida por
Roberto D’Aubuisson.
No se trata de un aniversario más, sino
de uno en el contexto del reciente triunfo del FMLN en las elecciones
generales, que pusieron por primera vez a la cabeza del Poder Ejecutivo a un ex
integrante de la comandancia general del otrora guerrilla y ahora partido
político.
En el contexto de las celebraciones y
actos políticos relativos al triunfo del FMLN, la imagen de Monseñor Romero ha
estado permanentemente presente y lo está cada vez más, como símbolo del
compromiso con los sectores populares por los que entregó su vida.
Pero este fenómeno de visibilización
creciente no solo de su imagen sino, también, de su pensamiento, es algo que se
ha venido dando “naturalmente” solo en el contexto de afianzamiento creciente
de los sectores progresistas y de izquierda en El Salvador, que tienen en él a
un referente mayor, quien sin titubear supo decir claramente las cosas,
identificar a los opresores y reivindicar a los oprimidos.
Antes, incluso cuando estaba con vida,
fue marginado y ninguneado aún dentro de la misma Iglesia Católica a la que
pertenecía. Es conocido el desplante del ahora casi santo Juan Pablo II, quien
siendo Papa no quiso recibirlo y conversar con él, a pesar de los ruegos, y que
lo mandó a portarse bien y a no meterse en asuntos que, según él, no le
incumbían.
Pero ya asesinado, su memoria estuvo
presente entre sectores cristianos y de izquierda relativamente reducidos, en
tanto la ideología dominante la ignoraba u opacaba. Nunca fue objeto de
conocimiento su figura, su pensamiento o los hechos que llevaron a su muerte en
las escuelas y colegios del país, por ejemplo, ni nunca fue mencionado en
ningún discurso o documento oficial. Era como si no hubiera existido.
Es decir, que la memoria de Romero era
patrimonio de “los de abajo”, de los sectores progresistas y de izquierda, y
era ampliamente rechazado por la historia oficial. Es lo mismo que sucede en
otros países de Centroamérica, en donde la memoria se ha transformado en un
terreno en disputa.
En Nicaragua, por ejemplo, los
sandinistas victoriosos en 1979 reivindicaron y elevaron a primer plano la
figura de Augusto César Sandino, hasta entonces un personaje con un tratamiento
similar al que había tenido Romero en El Salvador. Hablaron los sandinistas,
entonces, de que formaba parte de una “tradición soterrada” que había
eclosionado solamente cuando el FSLN había llevado a nuevas fuerzas políticas
al poder.
En Guatemala, en donde siguen campeando
prepotentemente en el poder del Estado las fuerzas políticas más reaccionarias,
se hace todo lo posible por marginar la historia de los miles y miles de
mártires, perseguidos y desaparecidos que dejó la guerra de 36 años que se
llevó a cabo en ese país. Se niega a rajatabla lo que es evidente, lo que se
narra por testigos directos, lo que está documentado en vídeos, grabaciones
sonoras, legajos policiales e informes de organismos internacionales. Para
ellos esa es memoria espuria, a no ser tomada en cuenta, desechable y falsa.
Líderes progresistas, de cuyos asesinatos se conmemoraron recién la semana
pasada un aniversario más, como los socialdemócratas Manuel Colom Argueta (22
de marzo de 1979) y Alberto Fuentes Mohr (25 de enero de 1979) son considerados
por las actuales autoridades gubernamentales guatemaltecas, a estas alturas de
la historia, subversivos innombrables, y su memoria borrada de cualquier
referencia oficial.
La memoria es, pues, un campo en disputa
porque permite encontrar las raíces de lo que se es y lo que se quiere ser.
Forma parte inseparable de la identidad, es constitutivamente parte de ella, la
estructura, le da sentido y la orienta. Perderla o ignorarla confunde, extravía
y descoyunta; desagrega y dispersa el tejido social: descompone y degenera.
La figura y el pensamiento de Romero en
El Salvador de hoy, por lo tanto, alientan, unen, empujan y aclaran. Es decir,
ayudan a recuperar la memoria de lo que son los salvadoreños, y a cimentar el
futuro que quieren.
muy bonito artículo, mucho países de Latinoamérica sufren amnesia histórica y la culpa es del sistema, que le conviene, estamos en una generación sin identidad, soy chapín y gracias a Dios tengo la oportunidad de estudiar en la única Universidad pública y es ahí donde mi conciencia sobre la historia ha crecido, agradezco el aporte de información para que mi conciencia y la de muchos siga creciendo, un abrazo.
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