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sábado, 28 de junio de 2014

Colombia: Verdades amargas

Es importante que alguien le recuerde a nuestra dirigencia que ha sido una élite irresponsable. Ahora, en la embriaguez de su victoria, es importante decirle que el doloroso y catastrófico país que tenemos es fruto de su arrogancia, su espíritu de exclusión y su tradicional menosprecio por el país y por su gente.

William Ospina / El Espectador

Somos un país donde los partidos de fútbol producen más muertos que en el vecindario las revoluciones, porque el pueblo ha sido condenado a la miseria, la marginalidad, la ignorancia y el resentimiento.

Ante este proceso de paz con las guerrillas, es necesario recordarle a esa dirigencia que las guerrillas, el narcotráfico, el paramilitarismo y la delincuencia común son fruto de su vieja costumbre de cerrarle las puertas a todo lo que no quepa en el orden de los privilegios; que la dirigencia colombiana no sólo tiene que hacer un proceso de paz con las guerrillas sino con todo el país.

Recordarle que fue ella la que permitió que un puñado de campesinos perseguidos que reclamaban unos gestos de incorporación al orden institucional, se convirtieran con las décadas en un ejército feroz de miles de militantes. Y que para combatir a esas fuerzas nacidas de su indolencia, ella les exigió a las familias pobres de Colombia durante años que le dieran sus hijos para ir a librar la guerra.

Recordarle que el Ejército Nacional no ha estado defendiendo las fronteras, como en todas partes, sino defendiendo a los colombianos de los colombianos. Como las guerrillas, primero perseguidas, después hundidas en el horror y hoy llamadas al diálogo, también los soldados del Ejército Nacional merecen respeto, merecen gestos de paz, y no es un gesto de paz que quienes llamaron siempre a la guerra, quienes dirigieron la guerra, quienes mandaron a los pobres a los campos minados, les digan ahora a todos esos muchachos que perdieron sus brazos y sus piernas defendiendo a los que en Colombia tienen algo que defender, que la guerra fue una estupidez, que las madres se equivocaron entregando sus hijos a la guerra.

Si vamos a reconocer culpas, reconozcámoslas todas, si vamos a hacer la paz, hagámosla con toda la sociedad, no creemos más odios para salir rápido del problema. No señalemos en una sola dirección para buscar al culpable, porque si para hacer una guerra se necesitan muchos, para hacer la paz verdadera se necesitan más.

Siempre he sido partidario de la solución negociada del conflicto, pero siempre he sido partidario de que la dirigencia colombiana reconozca su responsabilidad en esa guerra de cincuenta años. Si los guerrilleros deben reconocer sus culpas, los hechos terribles a los que los condujo la lógica atroz de la guerra, es necesario que todos los ejércitos admitan su parte en esa carnicería, para que podamos pasar la página con un ejercicio verdaderamente noble y humano de reconciliación.

Es un error que la guerrilla niegue su parte, es otro error que Uribe niegue o minimice la atrocidad de los paramilitares, es un error que el Estado niegue o minimice la parte que le toca en esta historia tremenda.

Todos deben reconocer que el que tiene que perdonar aquí no es el Estado, ni los paramilitares, ni la guerrilla, sino el pueblo, y en primer lugar las víctimas. Pero, en mayor o menor grado, ¿quién no ha sido víctima en esta historia dolorosa y larguísima? Yo mismo cuento con desaparecidos en mi familia, y su dolorosa desaparición, que es parte del conflicto, ha marcado poderosamente mi vida y la de mis seres queridos.

Más de la mitad del electorado ha votado indiscutiblemente por la paz de Santos. Y me parece importante seguirla llamando la paz de Santos, porque todavía no he visto que se convierta en la paz de todos los colombianos. Todavía es de tal manera la paz de un sector de la sociedad, que en la campaña pudimos ver el fenómeno extraño de que uno de los candidatos era acusado de querer enterarse por vías ilegales de lo que se estaba negociando en La Habana. Como si no fuera un deber de la democracia que todos los que han sido aceptados como alternativas para llegar al gobierno supieran con qué proceso se iban a encontrar.

Pero no puedo negar que la paz de Santos puede convertirse en la paz de todos los colombianos. Basta que se convierta en una paz con justicia social. Nunca entendí a los gobiernos cuando dicen que hay que modernizar el campo, resolver el problema de la tierra, dinamizar la economía, combatir la exclusión, dar educación y salud al pueblo, pero siguen esperando que sean las guerrillas las que les impongan la agenda, cuando tienen todo en sus manos para emprender desde ya esos cambios. Sólo haciendo la paz con la sociedad se salvarán de ser rehenes de sus interlocutores.

Se acusa a Álvaro Uribe de ser el único responsable del paramilitarismo: yo creo que muchos prohombres de esta patria se beneficiaron de ese horror, y hoy quieren descargar en uno solo el fardo espantoso de la guerra, de la persecución contra la izquierda, de las masacres, de la intolerancia.

Y Uribe ayuda a fortalecer esa percepción con su tono de permanente confrontación, de acusaciones y de guerrerismo. Eso hace que la gente olvide lo que muchos saben, que él fue el único de los que promovieron el paramilitarismo que hizo algo por desmontarlo; que hasta los más pacifistas aceptan que fue su estrategia de seguridad la que permitió llegar a la mesa de diálogos; que Santos no estaría dirigiendo con legitimidad ese proceso si no fuera por Uribe.

Verdades difíciles de tragar en un país ebrio de odios, pero que son el purgante necesario de una reconciliación verdadera.

Presidente Santos, le deseo que tenga la grandeza, la humildad y la generosidad que requiere este momento histórico. Tal vez el más decisivo de nuestra historia.

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