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sábado, 30 de agosto de 2014

Colombia: Romper una piedra

Al tiempo que prosiguen los forcejeos y los acuerdos entre guerreros, es necesario que la sociedad se apropie de la iniciativa y explore en el territorio los sentidos reales de esa paz posible. Y es deber de los bandos que dialogan permitir que las comunidades asuman ese momento de acción y de creatividad.

William Opsina / El Espectador

Nietzsche escribió que es más fácil romper una piedra que una palabra. Pero hay palabras que no necesitamos romper sino abrir, para que nos revelen todo lo que contienen.

En las guerras primero se intenta obtener la victoria por las armas. Cuando no se puede, se hace lo posible por triunfar a través de los códigos. Y cuando tampoco es posible ese triunfo jurídico, llega la hora de la política.

La política ya no representa el poder de la fuerza ni de las normas, sino la voluntad de los poderes que hacen la guerra y de los pueblos que la padecen. Quizá declarar una guerra no dependa de la voluntad, pero terminarla definitivamente sí.

Y en ese momento final no están a la vista sólo los intereses de los bandos en pugna sino el peso de las ofensas, el balance siempre atroz de los hechos y sus consecuencias. Llega un momento en que se hace evidente que la guerra no ofrece beneficios ni esperanzas para nadie, que incluso a sus protagonistas les conviene más la paz.

Y aún así no basta esa comprensión: hay una fuerza de la costumbre, una inercia, un hábito de la atrocidad que suelen ser barreras muy difíciles de remover. A menudo los guerreros ya no conciben cómo sería una paz posible, a menudo la sociedad entera se ha ido habituando a la desconfianza y a la discordia.

Descubrimos que hemos encerrado amplios y complejos fenómenos en la concha de tortuga de una palabra, y la paz es una de esas palabras que parecen compendiarlo todo pero que no abren su significado. Llega la hora, si no de romper la palabra, al menos de abrirla, porque la sociedad no puede seguir esperando y tiene que darse una suerte de degustación previa de esa paz posible. Reconciliación, convivencia, confianza, perdón, reparación, oportunidades, solidaridad, fraternidad, tienen que dejar de ser posibilidades abstractas para convertirse en hechos.

Al tiempo que prosiguen los forcejeos y los acuerdos entre guerreros, es necesario que la sociedad se apropie de la iniciativa y explore en el territorio los sentidos reales de esa paz posible. Y es deber de los bandos que dialogan permitir que las comunidades asuman ese momento de acción y de creatividad. Miles de iniciativas pacíficas que intentaron por décadas prosperar en el frustrante escenario del peligro y de la desconfianza, miles de proyectos productivos, de empresas solidarias, de iniciativas culturales, de aventuras de exploración y reconocimiento del territorio, de encuentros entre regiones y culturas, todo merece por fin un espacio de experimentación y de búsqueda.

Y sólo en ese sentido podemos decir que la paz somos todos, cuando la paz pierde su sentido de mero forcejeo entre fracciones del poder, de mero regateo entre los viejos adversarios y se convierte en una liberación de la energía social pacífica y creadora, en una alta exigencia de imaginación para la construcción de espacios democráticos, nichos de dignidad y de esperanza, formas de la libertad y la fraternidad.

La paz no puede ser simplemente una generosa concesión entre guerreros, sino algo más profundo y definitivo. Si los acuerdos entre poderes se abren camino, es porque existe una necesidad imperiosa que brota de las fuerzas históricas, comunidades silenciadas pero anhelantes, energías sociales marginadas, aventuras históricas aplazadas, todo lo que un apreciado pensador nuestro llamó la modernidad postergada.

Y es toda la sociedad, pero en primer lugar sus jóvenes, quienes no pueden aplazar más la construcción de sus sueños, la orientación de su energía impaciente y la invención de otra manera de habitar en los territorios.

Colombia forma ya parte plena del mundo contemporáneo, no tanto porque se beneficie de todas sus ventajas sino porque padece plenamente todos sus males. El imperativo del consumo, la precariedad del empleo, la mutilación de los sueños, la persecución de la originalidad en la conducta y en el pensamiento, las adicciones, la violencia armada, los tráficos, la fragmentación urbana, las fronteras invisibles, la educación parcial deformada y deformadora, la desintegración de los valores, la degradación totémica, la negación de los ideales, todo exige una apasionada reinvención de valores y de lenguajes.

Al mundo del espectáculo, de la pasividad y del consumo, a la violencia como industria y al deterioro del universo natural habrá que responder con nuevos paradigmas del hacer, del ritualizar y del habitar en el mundo.

Fábricas, ejércitos y grandes ciudades son las actuales respuestas de la civilización a las preguntas por la creación, por la disciplina y por la relación con el universo natural. Pero ninguna generación puede estar obligada a heredar sin crítica los errores de una civilización del lucro insensible, de la violencia tecnificada y del crecimiento industrial a expensas del mundo.

Como Richard Sennett, buena parte del pensamiento más lúcido de nuestra época, en el mundo entero, se está preguntando cuáles son los nuevos caminos de la creatividad y de la producción responsable; cuáles son las alternativas para la juventud, para su energía, su amor por el riesgo, su ansia de competencia y de disciplina, su avidez por el conocimiento y su misticismo de la acción; y cuáles son las tareas de una humanidad desconcertada sobre un planeta que aceleradamente se altera por nuestra presencia en él.

Las tareas de Colombia son las mismas tareas del mundo contemporáneo. Un diálogo de los jóvenes colombianos con los del resto del continente y del mundo es uno de los imperativos de la paz.

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