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sábado, 16 de agosto de 2014

La venganza de la historia

A veinticinco años de su muy publicitado entierro, parece que la Historia, entonces, se negó a morir. Y que además es vengativa.

Ricardo Alarcón de Quesada / Cubadebate

Francis Fukuyama irrumpió a la fama, de un salto, con su ensayo “¿El fin de la Historia?” publicado en el verano de 1989 en la revista norteamericana de raigambre conservadora The National Interest de la que fue uno de los fundadores. De inmediato el texto fue objeto de numerosos comentarios y reseñas que convirtieron a su autor, hasta entonces apenas conocido por sus colegas en la Rand Corporation y en la Dirección de Planificación política del Departamento de Estado de la administración Reagan, en una estrella ascendente de la intelectualidad postmoderna.

Tres años después, reproducido en forma de libro, ya sin los signos de interrogación, acentuaba sus pretensiones pseudo-hegelianas: “el fin de la Historia y el último hombre”. Favorecido con varias ediciones y traducido a más de veinte idiomas fue un sonado éxito de ventas y devino en una suerte de Evangelio para el movimiento neoconservador, alimentado entonces, 1992, con el derrumbe del proyecto soviético que, para muchos, era la prueba definitiva, inapelable, de la tesis expuesta por Fukuyama.

Esa tesis, sin embargo, no era nueva. Había florecido antes y deslumbrado a no pocos en la generación anterior. La había expuesto sobre todo Daniel Bell en su libro “The end of Ideology” (El fin de la Ideología) que inundó las librerías de la Década de los años Sesenta del pasado siglo impulsado por los círculos vinculados al llamado Congreso por la Libertad de la Cultura (institución que, según reveló más tarde un famoso escándalo, era una fachada de la CIA que la dirigía y financiaba) en el que Bell era un miembro destacado.

Era, la de Fukuyama, en esencia, una redición de aquella teoría y su propósito, idéntico: desarmar en el plano de las ideas, a las víctimas del capitalismo, lograrlo mediante la imposición de un dogma, el de la superioridad indiscutible del orden social capitalista.

La bancarrota de la experiencia soviética le daba ahora un aura de certeza. A diferencia del intento anterior, el de Fukuyama encontró muchos adeptos y seguidores que creían ver en el fracaso del “socialismo real” la corroboración científica de una elucubración que nada tenía de novedosa.

Pero el objetivo era el mismo: imponer la ideología neoconservadora y maniatar el pensamiento crítico, contestatario.

“Lo que estamos contemplando –escribió hace un cuarto de siglo- no es sólo el fin de la guerra fría, o la superación de un período particular de la historia de la postguerra, pero el fin de la historia como tal: es decir el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano”. Precisando el sentido político concreto de su pretendida elaboración académica Fukuyama aclaraba: “Al final de la historia no es necesario que todas las sociedades se conviertan en sociedades liberales exitosas, solamente que ellas pongan fin a sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y superiores de sociedad humana”.

Se había alcanzado, en otras palabras, el triunfo definitivo del modelo capitalista occidental y su hegemonía sobre todo el planeta. Era, finalmente, el mundo unipolar. Esa visión ideológica venía como anillo al dedo a George W. Bush y a los neoconservadores que se imaginaron todopoderosos.
El último cuarto de siglo, sin embargo, parece probar que las cosas no son tan sencillas.

Embriagados con la caída del Muro de Berlín, apenas fue noticia en los grandes medios el Caracazo, que ocurría al mismo tiempo y abriría el camino a la Revolución Bolivariana y a una época nueva en América Latina, de integración y unidad en la diversidad que busca dar forma al arcoíris de un socialismo autóctono, plural y creador.

La desaparición de la Unión Soviética no condujo al fin de los movimientos sociales sino a su desarrollo en nuevas circunstancias, complejas, riesgosas, pero también portadoras de nuevas posibilidades, antes insospechadas.

El capitalismo, jubiloso al proclamarla, no supo después qué hacer con su victoria. Disuelto el Pacto de Varsovia, la OTAN, sin embargo, no ha dejado de crecer y se ha embarcado en intervenciones militares, en Europa y más allá, usando armas que mantuvo silentes y nunca empleó contra sus adversarios de antaño. Washington aun forcejea para salir de la guerra más larga de su historia. La supuesta lucha contra el terrorismo ha recaído sobre sus propios ciudadanos y cada vez más reduce la “democracia liberal” a una quimera. Las sucesivas crisis financieras y el estancamiento económico desplazaron al ingenuo optimismo de ayer.

El propio Fukuyama, espantado ante las torpezas de W. Bush en Afganistán y en Iraq, repudió al noconservatismo, en 2006, en otro libro titulado “América at the crossroads” (“América en la encrucijada”) aunque al hacerlo se mantuvo aferrado a su “descubrimiento”. ¿Qué dirá ahora que esos dos países se hunden en el caos provocado por “la democracia liberal occidental”?

Y ¿cuál es su mensaje hoy a los millones de desempleados en Europa y Estados Unidos? ¿Les dirá que las suyas son “sociedades liberales exitosas”? ¿O a los que proclaman en todas partes que un mundo mejor es posible?

A veinticinco años de su muy publicitado entierro, parece que la Historia, entonces, se negó a morir. Y que además es vengativa.

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